Hirokazu Kore-eda y el tifón familiar
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Ryota, un destacado escritor con proyectos estancados, busca con la llegada de un tifón superar su vida de divorciado en medio de deudas e incertidumbre familiar
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POR JORGE AYALA BLANCO
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En Tras la tormenta (Umi yori mo mada fukaku, Japón, 2016), límpido filme 10 del hiperdelicado gran especialista actual en cine nipón Shomingeki sobre relaciones familiares a la vez realizador-guionista-editor de 52 años Hirokazu Kore-eda (desde Maborosi 95 y Después de la vida 98 hasta Nuestra pequeña hermana 15), el lamentable escritor divorciado vuelto miserable detective privado al doble servicio mercenario de cónyuges celosos de ambos sexos Ryôta (Hiroshi Abe) actualiza su evasiva y cambiante personalidad como representativo Antihéroe de Nuestro Tiempo al exhibirse efectuando transa tras transa al lado de un cómplice de la dudosa agencia investigadora, perdiendo en apuestas a ciclistas de estadio todos los sucios yens ganados (los no decomisados por el jefe ladino), y en el transcurso de unas cuantas horas, comprándole a su brillante hijo de 11 años Shingo (Taiyô Yoshizawa) unos tenis para beisbol que raya primero para pedir un descuento en cajas y tendiéndole una celada a su aún codiciada e inolvidable exesposa Kyoto (Yoko Maki), mujer hermosísima aunque de libre espíritu independiente y ya resuelta a rehacer su vida con otro hombre más adecuado a quien no quiere, pues el infeliz Ryôta cree que con encerrar a la mujer y a su hijo común en el diminuto depto mugre y atestado de la abuela paterna Kirin Kiki (Yoshiko Shinoda) durante el azote de un tifón anunciado, bastará para recuperar el cariño de ambos, sin sospechar que también puede alcanzarlo, devastarlo y obligarlo a crecer de golpe, otro tifón, ahora familiar.
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El tifón familiar se compone de hecho de varias películas en una, ya que aquí se trata de concertar un haz de relatos con un eje común, relatos centrados cada uno en un personaje en apariencia sencilla pero de complejísimo comportamiento multidimensional, así pues está el relato-película de la estoica abuela anciana recién viuda que se ve impedida al infinito a consumar su anhelo de tener una casa amplia de varios pisos, que admira con pasmo estético la buena letra ajena, que no puede dar rienda suelta a su melomanía salvo en ceremoniosas reuniones barriales para escuchar religiosamente obras de Beethoven, que se prepara a bien morir como si fuese alguno de los excelentes platillos tradicionales que guisa con fruición, que le sopla a su hijo sabias frases para sus próximas novelas (“La vida es sencilla; anótalo porque luego se te olvida”), y que desea reunificar a la familia de éste pero le concede la razón a su exnuera de que su vástago no sirve para sostener un hogar porque es idéntico a su marido difunto; ahí está el relato-película del niño hipersensato que busca su lugar en el mundo (“Yo no quiero ser beisbolista famoso, quiero ser funcionario público”) de un modo tan precoz como los infantes económica y familiarmente autónomos de Nadie lo sabe (Kore-eda 04) o los encantadores chamaquitos intercambiados con decisiones propias de De tal padre tal hijo (Kore-eda 13); ahí está el relato-película de la exesposa arquetípica de las nuevas mujeres niponas empoderadas de su conducta social que sabe mantener su resolución de integrar bajo cálculo una familia distinta por encima de la irracionalidad de sus propios impulsos y del combate contra sus sentimientos aplazados al estilo de las bellas fraternas de Nuestra pequeña hermana; y ahí está, de manera axial el polivalente relato-película de Ryôta, como desgraciado apostador en el ciclódromo, como comprador compulsivo de ilusos billetes de lotería, como degradado detective privado y chantajista descarado en casos subhumanamente grotescos, como histérico irascible, como escritor frustrado que añora el éxito de su primera novela jamás leída por atesorada por el padre, como marido irresponsable que siempre llega sin la mensualidad obligatoria, como macho incapaz de asumir su separación marital y seguirá intentando por todos los medios de recuperar a su exesposa (hasta tratando de meterle mano apenas quedan juntos), como irredento saqueador nocturno de una vieja media materna con guardadito sólo para hallar un recado de la hermana gandalla (Satomi Kobayashi) que ya lo madrugó, y paradójicamente como padre ejemplar que se comunica de igual a igual con las urgentes fantasías de su chavito.
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El tifón familiar elige un generalizado tono menor casi ínfimo porque, para su indagación de los diversos colores emocionales de la familia nipona contemporánea en pugna (metafóricamente: el azul celeste de los viejos, el rosa de la mujer emancipada, el rojo encendido de los chavitos, el verde agrio del varón disminuido), Kore-eda se aleja cada vez más del patriarca Ozu, hasta convertir su cinta más madura en un perfecto antiOzu, recurriendo a planos cortos, encuadres abiertos y cerrados alternativamente sin obedecer a ninguna prefijada severidad geométrica, profundidades de campo de frontalidades totales (en contraposición con las emblemáticas figuras en batería del maestro clásico), más cerca de una palpitante imagen-acción que de una pudicolírica imagen-tiempo (para retomar la radical diferenciación expresiva planteada por el cinefilósofo Gilles Deleuze), con ágil cámara posgodardiana del fotógrafo Yutaka Yamazaki, quebrando el Estilo Trascendental (Schrader dixit) desde adentro, desde la intimidad del azar y la deriva individual de cada personaje-entidad narrativa, mediante una profusión de incidentes y espacios casi aleatoria, una encerrona causa del tifón jamás catastrófica ni espectacular (ni siquiera en la banda sonora), evitando interrumpir cada pequeño delirio individual hasta no vislumbrar su acabamiento: en ese sinceramiento del héroe con la anciana, en ese juego dentro de un guarecedor ducto gigantesco, en esa apoteótica recogida unánime de billetes de lotería bajo el aguacero.
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Y el tifón familiar termina afirmándose como tácito homenaje al dictum “El sabio es alegre o no es sabio” (Spinoza) y a una persecución incesante de los sueños que son ya la realización personal en sí mismos.
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FOTO: Tras la tormenta se exhibirá en la Cineteca Nacional hasta el 6 de julio./ESPECIAL
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