Historias del país que se convirtió en el museo de una ruina

Sep 24 • destacamos, principales, Reflexiones • 3674 Views • No hay comentarios en Historias del país que se convirtió en el museo de una ruina

POR GENEY BELTRÁN FÉLIX

Autor de Cualquier cadáver (Cal y arena, 2014)

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Demasiadas generaciones vivieron antes que yo en este desierto”, declara el tío Donasiano, un anciano, dueño de una hacienda de San Luis Potosí, que ha dedicado sus largos, obsesivos afanes a reunir archivos, documentos, fotografías sobre los hechos antiguos de la región ―por ejemplo, sobre Ramón López Velarde y la guerra cristera―. Su propósito es acumular registros y voces del pasado; en cambio desiste de crear una obra como historiador o cronista. Y tan estéril como es en su trabajo lo es en su vida: nunca se casó ni tuvo hijos. La única esperanza que le resta es que su sobrino Julio Valdivieso, un profesor universitario radicado en Francia, se haga cargo de sus propiedades y papeles y los transfiera, sin perderlos ni traicionarlos, hacia el futuro, el sitio en que habrán de ser leídos y —quién sabe cómo— valorados. Donasiano, de la novela El testigo (2004), es una conjetura extrema del personaje de ficción en los libros de Juan Villoro (1956): dominado por el instinto de hundirse en las aguas del pasado, es incapaz de lograr nada en el presente.

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Prosista dotado de una irrefutable facultad para aprehender los incitantes perfiles de lo sensorial, Juan Villoro reparte este don en dos parcelas contiguas pero de una vocación discerniblemente distinta. Si en la crónica el autor observa, desmenuza y se apropia de los múltiples espejos de la actualidad —o de su forma elástica, el pasado inmediato—, en la ficción extiende la constancia del poderoso peso del pasado y los fuertes modos con que doblega el presente en México. Esta pulsión de ir hacia el ayer desde la imaginación y buscar traerlo vivo y leal al ahora (a menudo con repercusiones adversas) se aprecia en muchos de sus cuentos y, en el caso de sus novelas, con mayor reverberación en El testigo, pero ya desde El disparo de argón (1991), su obra de estreno en el género, o en la última, Arrecife (2012), Villoro se ve consecuentemente virado a retratar la fallida guerra del individuo y la sociedad por librarse del magnético dominio de lo ya sucedido. “Este país se parece demasiado a sí mismo. Ofrece pasado, pasado y pasado”, afirma un personaje de Arrecife, el gerente de un hotel en la Riviera Maya que busca dar a sus clientes “algo que no hayan visto los demás turistas”, ambición que parece al principio ir conociendo el éxito hasta que una serie de hechos termina lanzando todo hacia el declive y la pérdida. La ficción de Villoro es así la radiografía de un país tan consciente y aferrado a sus muchos ayeres, al punto de que bien puede ser tildado no como una ruina sino —y así se define a la hacienda Los Cominos del tío Donasiano— como “el museo de una ruina”.

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Hijo del siglo xx y revisor de sus inercias en el xxi, Juan Villoro es un contradictorio representante de la condición letrada en el México de las crisis del fin de la centuria. Estoy hablando de una amplia generación de autores que crecieron en un país con instituciones culturales y educativas de vocación popular y en el que ya parecía todo hecho y todo listo para, sin quejas ni disrupciones, heredar establemente los generosos cotos de la tradición. Era, pues, el país de los nietos de la Revolución que, siempre y cuando aceptaran la parquedad en el número de los lectores, no tenían que luchar por conquistas urgentes en el campo cultural: existían editoriales, universidades, museos, publicaciones, institutos de fomento a la labor artística. Desalentados, merced al ejemplo de octubre de 1968 en Tlatelolco, de tentar sus ánimos en la arena política, podían en cambio dedicarse a estudiar, viajar, traducir y, sobre todo, a glosar, reunir, comentar los profusos filones del pasado artístico. En la vena de Alfonso Reyes, Octavio Paz y Juan García Ponce, Villoro ha seguido la encomienda de revisitar inquisitivamente el pasado literario universal, como lo muestran sus vibrantes y eruditos ensayos de Efectos personales (2000) y De eso se trata (2007). A la par de su obra ensayística, y sin detenerme ahora en sus reconocimientos de tan diversos feudos como la dramaturgia, la crónica o la narrativa infantil, Juan Villoro se ha adentrado en la novela y el cuento para trazar la insatisfactoria y difícil deriva temporal de su generación en una sociedad inmovilizada en la que “el pasado fluía hacia adelante y la vida fluía hacia atrás”.

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Julio Valdivieso, el protagonista de El testigo, ha sido visto como un álter ego de Juan Villoro, por el muy evidente guiño de las iniciales compartidas. Eludiendo esta fácil trampa, puesta ahí como un provocador bocadillo para el estudioso afín a las literalidades, sospecho que Julio Valdivieso no es una confesión sino una disección; menos una pesquisa de tufo autobiográfico y más el acta de defunción de una figura pública en el cambio del siglo: la del intelectual, y esto en una sociedad ―como la mexicana― en que la estirpe del letrado tuvo por mucho tiempo un prestigio sustancial a raíz de su monopolio del conocimiento y su cercanía con el poder.

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El testigo hace ver en su protagonista, con un alcance nacional, lo que en Tony Góngora, de Arrecife, o Mauricio Guardiola, de Materia dispuesta (1996), se manifiesta como una exploración en los marcos de la amistad o la familia. Julio Valdivieso lleva más de 20 años en Europa, donde trabaja en una universidad como profesor de literatura. Regresa a México en un año sabático justo cuando el PRI acaba de perder la presidencia, al morir el viejo siglo. Es testigo de cómo el triunfo de la derecha política no significa el salto hacia el futuro, las libertades, la prosperidad. “El perfil de Valdivieso, como el de muchos intelectuales mexicanos educados y empleados en el extranjero, es el de un sujeto disonante en una realidad neoliberal que a su vez produce un neoconservadurismo expansivo que somete el presente y reconquista el pasado”, ha señalado con acierto Oswaldo Zavala. Valdivieso es invitado a participar en la preparación de una telenovela sobre la guerra cristera; se le pone al tanto de los inquietantes tanteos por canonizar al poeta Ramón López Velarde, y es instado por su tío a aceptar el papel de albacea y cuidar de sus sobrinos Alicia y Luciano, hijos de la prima Nieves, amante en la juventud. Es decir: el viaje de retorno al país natal es no un encuentro con el luminoso mañana que traería el trofeo de la democracia sino un itinerario añejo, es decir, señalado por mojones que sólo hablan del ayer de su país, su región y su apellido.

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Tan ilusorio es el tenor actual de ese México del nuevo siglo que, bien mirado, en el presente de Valdivieso no pasa nada (lo más grave que le ocurre es un violento interrogatorio a manos de policías judiciales, pero hasta ahí). Lo suyo es la inmovilidad de quien pule la vacuidad de sus días en la espera, la plática y la reflexión. En efecto: a los 47 años, este profesor a quien nunca vemos dar una clase, este investigador que espera le caiga del cielo un inédito de López Velarde para ligarse a una colega, este escritor que ha redactado un único cuento en sus años mozos y en cambio plagió su tesis de licenciatura, sólo mira, habla, escucha, recuerda, viaja, lee, piensa, mira, habla, escucha… Para Valdivieso, el presente es ese territorio en que todo es pasado. Por esto, no es raro que su tío “lo miraba como si fuese algo menos que un pariente, algo más que un fantasma” o como “el único con cara de ánima en pena”.

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Esta distinción entre un ayer de acciones y un hoy de pensamiento vuelve arriesgada la decisión técnica del narrador Villoro, quien sostiene tan desafiante equilibrio gracias a una prosa magistral fincada en el uso de la paradoja, la dicción de talante aforístico y una particularización de rasgos dramáticos de primer orden. “Durante la mayor parte de la novela, Julio es un personaje notablemente pasivo, el testigo de su propia experiencia; no tiene más protagonismo que los personajes secundarios. Pero esta pasividad se ve compensada por una extraordinaria receptividad sensorial”, anota Chris Andrews. Merced a esa tiesura, insisto en afirmar que Valdivieso es la construcción ficcional de Villoro que con mayor agudeza hace ver las limitaciones y traiciones del intelectual mexicano en el contexto de la transición democrática. Simple títere en manos de una televisora y de un narconovelista de éxito, sin la menor interlocución con el poder sino es para inscribir en su cuerpo la paliza de un judicial, el protagonista de El testigo vive encerrado en su memoria y su erudición y, más lastimosamente aun, en un pensamiento persistente pero infecundo.

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Cuando, al principio de la novela, Valdivieso examina fotografías de la guerra cristera pertenecientes al desordenado archivo de su tío, repara en “Hombres de a caballo, escapularios en el cuello, sombreros de un tamaño absurdo, casi paródico”. Y su conclusión no puede sino ser propia de quien, al hallarse inmerso solipsistamente en el mundo de las representaciones culturales y su estudio en un aula o un cubículo, no es capaz de advertir la naturaleza desnudamente humana de los cristeros, y en cambio los concibe como representantes de sí mismos: “Aquellos combatientes improvisados como combatientes parecían una compañía de teatro sin suficientes recursos para disfrazarse de cristeros”. Aclaro que no es Valdivieso el único en quien se ve manifestada la impericia del intelecto para aprehender la realidad desde un mirador exento de las predisposiciones culturales. “La principal función del México colonial es servir de locación”, dice Francesco, uno de los miembros del equipo de filmación de la telenovela.

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Es interesante cómo la abundancia de pasado en El testigo se ve contrariada años después con el tenor antimemorioso de Arrecife. Al igual que la clínica de ojos que sirve de distópico escenario a El disparo de argón, el hotel La Pirámide de Arrecife parecería apuntar a un inquietante futuro en el ramo del turismo. Sin embargo, lo que quiero señalar es cómo el narrador, Tony Góngora, ha perdido buena parte de sus recuerdos. Contrario a Valdivieso ―ese Ulises pasivo que se ve aplastado por el solo imaginar las posibilidades que pudo haber tomado su vida si hubiese logrado huir a Europa junto a su prima Nieves―, Tony Góngora es alguien que no recuerda casi nada debido a su abuso de la droga durante la juventud y a quien su gran amigo de toda la vida y ahora jefe le cuenta las andanzas que debería recordar. Figuraciones opuestas en sus nexos con el ayer, Tony y Julio se parecen, con todo, en el destino que los hechos parecen empecinados en obligarlos a asumir. 

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Huérfanos de una Historia y una sociedad en que carecen de sitio, cada uno halla un nuevo papel en la órbita de lo familiar. Julio vuelve en las páginas finales de El testigo a la hacienda de su infancia y poco a poco va viendo cómo germinan los lazos con sus sobrinos, que podrían haber sido sus hijos. Tony por su parte acepta adoptar a la hija de su amigo, el agonizante Mario Müller; pero se trata de una niña que, si tenemos en mente la memoria defectuosa de aquel, bien podría ser de su misma sangre. “Todo mundo tiene historias pero muy pocos tienen destino”, afirma el tío Donasiano. Valdivieso y Góngora son personajes negativos, antihéroes de vuelta de numerosas derrotas y falencias a los que —y el final de cada novela así lo hace suponer— se les abre el reducto de la redención personal a través de los apegos familiares. Luego de tantas quiebras e ires y venires, ambos pueden hacerse de un destino en el núcleo más íntimo, entre las paredes de una imprevista familia. Ese país viejo e inmóvil que se ha convertido en el “museo de una ruina” aún puede ser, sin más grandilocuencia, llanamente un hogar, el sitio en el que la inteligencia y el corazón hacen las paces.

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FOTO: Por su novela El testigo, protagonizada por Julio Valdivieso y en la que recoge el periodo de transición política en México, Juan Villoro recibió el Premio Herralde de Novela 2004. /:Luis Cortés. EL UNIVERSAL

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