La orfandad es un país extranjero
POR GENEY BELTRÁN FÉLIX
@GeneyBeltran
Un mexicano se halla de viaje por Asia Central. Junto a dos amigos, se encuentra en el aeropuerto de la antiquísima ciudad uzbeca de Bujara. Mientras esperan para subir al avión, el hombre trata de recordar los pormenores de la ceremonia nupcial que por acaso presenciaron en una calle la noche anterior.
Pero la memoria es evasiva: se le escapa un elemento muy importante y ha particularizado sólo algunos retazos. Puede recordar, “como si estuvieran ante mis ojos, la intensidad de algunas miradas ebrias, los saltos y cabriolas, un fragmento de una túnica de brocado de oro, una chaqueta escarlata, el ritmo monocorde del tambor, los gritos, la expresión del joven novio…”
¿Por qué sólo le regresan a la mente, cuando no ha transcurrido ni siquiera un día de atestiguado el extravagante ritual, apenas algunos planos por lo demás insuficientes?
A partir de una reflexión atribuida a Jan Kott, el narrador especula que la visión fragmentada, igual a la que imperaba en ese instante en su rememoración, puede “aplicarse a todo tipo de experiencia sensorial intensa. Como aprehendido por el tacto, el mundo se disgrega, los elementos se separan, se desencadenan y sólo son perceptibles uno o dos detalles que por su vigor anulan al resto”.
Eso mismo habría ocurrido: la aglomeración de elementos dispersos, de tan vehemente irrupción cada uno por su cuenta, llevó a ese extranjero a sentir, en una ciudad ubicada en las antípodas de su país de origen, un estado de fusión primitiva con la realidad: “…la expresión del joven novio, a quien tomaban por los brazos y sacudían al son de la danza, la plácida cara de algunas mujeres que se asomaban desde el patio… Habíamos vuelto al comienzo de los tiempos. Una intensidad desconocida me devolvía a la tierra. Hubiera querido saltar con los nativos, vociferar como ellos…”
Estamos en el punto culminante de “Nocturno de Bujara”, escrito en noviembre de 1980 en Moscú y con el que cierra el libro de Sergio Pitol dado a la imprenta con ese mismo título en 1981 y puesto en circulación posteriormente como Vals de Mefisto. El volumen se forma con cuatro relatos de compleja estructura. En sus páginas se dramatiza el acto de narrar: se integran varios planos de la ficción en que los personajes leen y analizan textos y testimonios, recuerdan o inventan historias que transmiten a otros, propiciando un desdoblamiento en el pacto lector que toca a la confianza misma en las posibilidades de conocer sin fisuras los hechos que se nos despliegan.
Por ejemplo, “Nocturno de Bujara” abre sus páginas con la fabulación —en torno a un inexistente pianista húngaro que llega a la remota Samarcanda— que años atrás en Varsovia el narrador y un amigo suyo idearon para los oídos de una enojosa pintora italiana a la que querían convencer de realizar una expedición lo más lejos posible dentro de Asia Central. El carácter ficticio de esa aventura precede a la evocación del propio viaje a Bujara que, por esa vecindad, concitaría nuestro recelo: ¿cómo creerle ahora a alguien que acepta haber mentido antes? Pero el narrador se adelanta y confiesa no recordar sino inciertamente el devenir de sus andanzas en las calles de la vieja ciudad. ¿Qué clase de titubeante ficción tenemos aquí?
Es una operación literaria consciente de su naturaleza equívoca e inaprehensible. Los cuatro escritos de Vals de Mefisto afincan su estructura en las formas imperfectas, fallidas o interesadas en que los personajes recapitulan, conciben o leen relatos. Pitol desnuda a través de su sofisticada armazón el haz y el envés del acto de narrar, es decir, las elusivas condiciones que se delatan, con mayor o menor transparencia, en la necesidad humana de contar y conocer historias. El cuestionamiento va de las orillas al corazón mismo de la ficción: ¿qué resta de lo real en toda tentativa de recuento?, ¿cuánto se pierde o trasmuta y qué revelan esas trasfiguraciones, acaso todas ellas falibles?, ¿el sentido del relato depende enteramente del ánimo y la voluntad del lector?, ¿hay un nudo medular en la experiencia humana inaccesible a todo propósito de memoria e imaginación? No se trata, sabemos, de una búsqueda en sí novedosa, pues cuenta con orgullosas raíces cervantinas, pero en Pitol destaca, hay que precisarlo, el talante dramático, muy orgánico, del doble pliegue que hay en relatar al tiempo que se hurga en la sustancia esquiva de lo narrativo, pues este ejercicio no se queda en las abstracciones sino que cobra carne: deviene la experiencia inmediata de sus personajes.
Pero volvamos a Bujara. Hay dos elementos que conviene resaltar en el episodio nocturno.
Primero: la “experiencia sensorial intensa”, que se manifiesta en la memoria a través de una visión fragmentada tiene un efecto desestabilizador en la conciencia. En el aeropuerto, al conversar con sus amigos sobre la vivencia nocturna, el hombre se percata de cómo “empezaron a surgir los viejos recuerdos que habían estado tratando de afluir desde la noche anterior: los años de estudiante en Varsovia, las inolvidables conversaciones con Juan Manuel en el café del Bristol […] y, sobre todo, una inmensa nostalgia por la juventud perdida”.
Es revelador que un viaje a —como se describe a Bujara en algún momento— “uno de los ombligos del universo”, uno de los siete lugares “en que la tierra logra establecer contacto con el cielo”, y en que por azar presencia una ceremonia de muy añeja raigambre preislámica, lo haya llevado, según reporta, al “comienzo de los tiempos” en un instante de disolución cuasidionisiaca con la multitud y lo haya compelido a resucitar en su mente esos años perdidos de la juventud en que habría iniciado su periplo por la extranjería.
El segundo elemento: “Nocturno de Bujara” es el último relato del último libro que Sergio Pitol publicó en el terreno de la ficción breve, luego de varios tomos con que se dio a conocer en esa distancia desde 1959. Y ocurre que no sabemos el nombre del narrador. Dice haber vivido en Varsovia y haber tenido un amigo de nombre Juan Manuel. También cita al ensayista Jan Kott. Estos rasgos los comparte con Pitol, quien vivió en la ciudad polaca, fue amigo del escritor y cineasta Juan Manuel Torres y en algunos ensayos se ha suscrito admirado lector del teórico teatral que dio a las prensas el clásico libro Shakespeare nuestro contemporáneo. Todo esto permitiría suponer que el narrador es menos un personaje de ficción que un álter ego de Pitol.
Me explico: discierno en él, ciertamente, la última transfiguración de un personaje recurrente en los cuentos de Pitol, el mexicano en su condición de extranjero perdido, vulnerable o psíquicamente trastocado en una tierra distante —ya sea Varsovia, Pekín, Venecia o Bujara—, pero también advierto aquí la aparición del protagonista cuyos perfiles dan unidad a la ensayística posterior de nuestro autor examinado: él mismo.
Narrar las andanzas foráneas de un mexicano significa para Pitol fijar la mirada en una estación convulsiva, una suerte de ritual de transformación en un entorno ajeno. Ejemplos hay varios en el primer Pitol, esa etapa de juventud y primera madurez en la que predomina la ficción breve y que desembocaría en Vals de Mefisto, libro-bisagra que da pie a la visión carnavalesca y fársica de las novelas publicadas a partir de 1982, de Juegos florales a La vida conyugal.
Uno de estos ejemplos es “Cuerpo presente”, datado en Roma en 1962 y en el que un mexicano, ex funcionario y hoy empresario de vacaciones por Italia, se enfrenta a la revelación de “la vacuidad del mundo”; se descompone interiormente a como un cuadro del Pinturicchio le hace recordar, no menos ebrio que contrito, a su primera esposa y las traiciones y vilezas que lo llevaron a ascender en la política y a turbiamente prosperar en los negocios.
También está “El regreso”, escrito en Varsovia en febrero de 1966, demencial recuento de los días de enfermedad de un muchacho en la ciudad polaca cuyo suplicio deviene más doloroso por su inermidad de solitario; recapitula amargamente en algún punto: “¡si también él pudiera sentirse ligado a alguien! Con los años ha sufrido una especie de aridez emocional que todo lo corroe”.
Los personajes comparten varios rasgos. Son mexicanos pero se hallan en el Viejo Continente. Se mueven en medios cultos. Y un lance particular los revuelve y confronta. Revisitan su pasado, hurgan en los sucesos más emblemáticos de su vida, reexaminan su trato con personas cercanas en la trayectoria de su espíritu. Y el saldo es desasosegante. Parecerían verse lanzados a un combate emocional de vida o muerte del que su psique saldrá trastornada.
Ni cómo dudar que el surgimiento de estos personajes se vio espoleado por las odiseas del escritor veracruzano en naciones lejanas. Sin embargo, conjeturo que el estado de íntimo quebranto de estos seres a la deriva se hallaría discernible ya desde antes, en los orígenes de la ficción breve del autor, concretamente en su relato “La casa del abuelo”, datado en México en 1959 e incluido en Infierno de todos, que la Universidad Veracruzana publicó en 1964.
Llamo la atención sobre el año. Es 1959: previo a las estancias de Pitol en Europa y Asia. Justamente, en “La casa del abuelo” no estamos en un país centroeuropeo, pero sí hay un pasajero en tránsito. El personaje es Ismael, un chico de ocho años que acaba de perder a sus padres y es enviado a vivir en la ominosa casa de su abuelo materno. El huérfano se despide de su nana en la estación, con el temor de que ella no cumpla la promesa de ir a vivir con él más adelante. Durante el traslado le vuelven a la mente las discusiones y tensos secretos de la fría vivienda que lo acogerá. Conoce una “aprensión angustiosa”, desamparo, soledad, terror a como entiende que ya no habrá un regreso a la nación familiar de sus padres. Padece, pues, su nueva condición como una punzante forma de la extranjería.
La prosa es, como ocurre en Pitol, densa e intrincada, un río de afluentes numerosos, con una pluralidad de referencias y pormenores gracias a una porosa percepción de los estímulos que avivan la sensibilidad, y cuyo efecto es el de crear una figura narrativa dominada por “oquedades, pliegues, reticencias, desvanecimientos y oscuros fulgores”. Una escritura así se funda en una “pérdida de confianza, abstracta por supuesto, en la posibilidad de comunicación y de un convencimiento en la soledad ontológica del ser”. El narrador llega a “saber que no existen absolutos, que no hay verdad que no sea conjetural, relativa y, por ello, vulnerable”.
He citado sin pudor estos apuntes que Pitol dejó en su ensayo autobiográfico “Vindicación de la hipnosis”, perteneciente a esa joya absoluta titulada El arte de la fuga (1996), porque ese texto, datado en 1994, se enlaza muy transparentemente con “La casa del abuelo”.
En “Vindicación de la hipnosis” el autor visita a un médico. Reflexiona sobre el perfil de su labor literaria a lo largo de las décadas al tiempo que consigna un suceso radicalmente transformador, “la experiencia más profunda que he conocido en mi vida adulta”: se refiere a una sesión de hipnosis en que el doctor Federico Pérez lo hace recordar primero una sucesión desbocada de fragmentos visuales propios de diversos momentos de su existencia, hasta que revive, por primera vez en cincuenta años, un hecho traumático de su infancia: cuando falleció su madre, ahogada en un río veracruzano. El autor concluye: “Se fue abriendo paso en mí la noción de que había vivido todos esos años sólo para evitar que aquel dolor bestial volviera a repetirse, para impedir las circunstancias que lo pudieran provocar. El sentido de mi vida había consistido en protegerme, en huir, en acorazarme”.
Escribir sobre Pitol es un reto distintivo porque se trata de uno de esos autores de genialidad bifronte, dotados con natural gracia para la creación y la reflexión en iguales dosis. Su consciencia sobre la naturaleza de la escritura lo ha llevado a volver la vista atrás y deliberar con lucidez en torno a sus búsquedas y hallazgos. Sin embargo, ahora discrepo con la lectura de sí que deja en “Vindicación de la hipnosis”.
El sentido de su vida habría sido en efecto protegerse del dolor; su memoria habría bloqueado los tejidos en que se grabó el suceso terrible de la orfandad. Pero el sentido de su escritura —y en él, en Sergio Pitol, cómo negarlo: escritura y vida son gemelas— en muchas instancias fue el opuesto: hacer vivir a sus personajes la fase extrema en que la existencia parece estar regida por la despiadada lógica de la supervivencia, un eco del “dolor bestial” primitivo que se ve gobernado por el desamparo, la soledad y la angustia como tercas repercusiones. Varsovia o Roma, Belgrado o Venecia, ciudades deslumbrantes pero ajenas, culturalmente ricas pero afectivamente desérticas, habrían sido los escenarios en que Pitol realizó una trasposición de ese viaje iniciático hacia la orfandad a raíz de la pérdida y el enfrentamiento de una realidad áspera sin los brazos protectores de la familia.
La escritura de Pitol es un tejido que con generoso y agradecible descaro se adentra en las parcelas más internas de la fabulación y el pensamiento, la memoria y la sensibilidad. Mi apunte tiene como fin, más que un análisis psicologista, sólo señalar las afinidades, profundas y por eso no necesariamente advertibles a simple vista, que hay en la agónica travesía de sus personajes a lo largo de una extensa franja de su ficción breve. Sus personajes han viajado a Polonia e Italia, a China y Uzbekistán, pero más que en la geografía física han realizado un itinerario por los horizontes de la orfandad entendida como la extranjería primordial, una condición del individuo y, claro, de la especie.
Es esta la confrontación con “la soledad ontológica del ser”: es la revelación de un estado de no pertenencia agravado por la “aridez emocional” de quien ha perdido asideros y raíces y que, ante una experiencia agudamente perturbadora, creería sólo aprehender retazos aislados de una realidad incoherente, de modo tal que no hay manera de impedir que salten y reinen las “oquedades, pliegues, reticencias, desvanecimientos y oscuros fulgores” en el devenir de la creación narrativa. Sin embargo, pienso que sí es posible arribar a un punto absoluto —aunque efímero, por personal— en el que una verdad no conjetural ni falible sino potente, rotunda, impetuosa, se presenta ante la consciencia del personaje y el lector.
Lo digo por esto:
El primer viaje es el de Ismael, en “La casa del abuelo”. Se reitera con tonos sufrientes, aunque ya en las esferas interiores de adultos en el extranjero, en “Cuerpo presente”, “El regreso” y otros relatos más a lo largo de la década de 1960, incluidos en Infierno de todos, No hay tal lugar y Los climas, ciclo narrativo que podría verse como una saga de episodios y personajes vinculados por trastornos existenciales afines. Y no es sino hasta “Nocturno de Bujara” en que el protagonista conoce ya no una revulsión destructiva sino una plenitud fundacional, una religación con el mundo: en esa calle de Bujara se siente de vuelta al “comienzo de los tiempos”. La pregunta es pertinente: ¿cuál habría sido ese “comienzo”?
Lo revelador está, creo, en un dato en apariencia baladí: el narrador atestigua con sus amigos, como he dicho, un ritual de bodas en el que una hoguera es señalada como el elemento esencial. El narrador significativamente había olvidado ese pormenor, y es en el acto de recontarse la historia al día siguiente, en el aeropuerto, cuando sus amigos —como en “Vindicación de la hipnosis” lo hace el doctor Federico Pérez— lo ayudan a recordarlo: había una “gran fogata donde la muchedumbre aullante hizo saltar varias veces al novio”.
Lo siguiente es mera especulación: a través de un personaje tan parecido a sí mismo Pitol regresa en “Nocturno de Bujara” al más íntimo génesis de la temporalidad: no a revivir el peregrinaje a la siniestra casa del abuelo ni a ver de nuevo el cadáver ahogado de la mamá, sino a la boda de los padres, reactualizada merced a un ritual venido desde las fuentes más arcaicas de la humanidad y durante el cual él vivió una “intensidad desconocida” que lo “devolvía a la tierra”.
La era de las ordalías ha llegado a su fin. La soledad queda sin más privilegios. Parecería iniciarse una nueva pauta de reencuentro compasivo con el ser. En Bujara, un sitio en que el cielo y la tierra están enlazados, la orfandad deja de ser una extranjería porque ahí vuelve a inaugurarse la historia individual con la reiteración de la boda primigenia, y todo esto gracias a una hoguera: es el fuego de los orígenes que todo lo purifica, incluso el dolor más oscuramente adentrado.
*FOTO: Además de Nocturno de Bujara, Sergio Pitol también es autor de los libros de cuentos Infierno de todos y Los climas. En la imagen, un aspecto del estudio del escritor en su casa de Xalapa, Veracruz/ Karlo Reyes. El Universal.
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