La usanza cotidiana o ¿pediculosis capitis?

Mar 31 • destacamos, Ficciones, principales • 5141 Views • No hay comentarios en La usanza cotidiana o ¿pediculosis capitis?

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Lo que para la protagonista de esta historia parecía ser una infección de piojos se convirtió en una invasión de lunares y en un redescubrimiento del placer

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POR CELIA GÓMEZ RAMOS

A María Elena Mancha
Y a los amantes de la luna, por supuesto…

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La usanza cotidiana en su vida, desde que tenía memoria, era la de rascarse.

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Recordó que mientras esperaba la llegada del metro, recientemente se había topado con un anuncio que decía: “Piojos, ¿sientes pasos en la azotea?” Más allá de cualquier apodo, y la presunción del porqué del nada original nombre en algún individuo “cualquiera” había sonreído con la lectura del cartel —específicamente con la pregunta—, e ingresado rápidamente al vagón, que bullía… supuraba gente. Tan sólo entrar, se rascó la cabeza…

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Su caso no era de pediculosis capitis (piojos en la cabeza, como rezaba el anuncio) ni liendres; tampoco sarna ni hongos contagiosos; menos, que tuviera alta la bilirrubina; aunque no sólo atacaba las zonas con pelo. Era una simple alergia.

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Si el origen fue aquella comezón insolente en los pies durante su primera infancia, que a fuerza de tallones entre ambos terminaba levantándole la piel y sangrándole los dedos; más tarde fue en los dobleces de las articulaciones, al igual que de dónde podía colgarse una pulsera, reloj, collar o aretes. El metal tenía propiedades degenerativas en su piel, incluidos oro y plata. No obstante esta historia, un día sin más, el trance con que había compartido su vida, desapareció, y como no le era necesario, lo olvidó por completo hasta que de repente tuvo una nueva primera vez: comezón en la cabeza. Pero no, no sintió pasos en la azotea, ni tampoco escuchaba otra voz que le hablara ni le dictara línea, satanizándola o volviéndola bendita, arrojándola al desprendimiento vital o a la inmolación –que al fin se unen–; tampoco a la malignidad poderosa. La cuestión aquí, se debía a una serie de lunares encarnados en el cráneo, con mayor precisión, en dónde el cabello crece.

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Existen dos formas de mirar, sino es que más…

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Algunos dicen que los lunares van apareciendo en los primeros 20 años de vida, y otros, que una persona puede desarrollarlos nuevos hasta los 40 aproximadamente. En esta segunda mirada o versión de las cosas incluso se expone que suelen ir desapareciendo a medida que se envejece.

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(Lo sé. Este tipo de explicaciones que encontramos por doquier, imprecisas, contrarias y desconcertantes en la vida diaria hacen que uno transite la existencia como un atarantado —¡No más, pero tampoco menos!).

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A ella, sin embargo, fuera cual fuera el caso —por sus particularidades—, le vinieron tomando terreno corporal después. No es que no tuviese uno solo, sino que fueran surgiendo otros en sitios estratégicos… Por su parte, ella pensó que encontrar con el paso de los días nuevas marcas en la piel, pequeñas protuberancias que se iban extendiendo, era resultado del declive anatómico; aunque esperaba que en las cuestiones de la física gravitacional, las cosas fueran actuando paulatinas.

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Una ocasión, con su simpleza característica, no obstante solidaria, dijo que desde luego que se raparía por acompañar a una amiga aficionada, si le tocaba la de perder a su equipo. Era un hecho, la vida podía ser tan placentera y tan sin complicaciones en esa época y en esa nación, que a ella o a muchos, se les podían ocurrir ese tipo de cosas para mitigar el aburrimiento.

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La verdad es que siempre se quiso rapar, e intentando adaptarse al mundo, solía esperar el momento o el pretexto idóneo, para hacer lo que quería. La justificación natural o al menos, una revestida de divertimento, que la mantuviese en calma.

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El despelucarse “a coco” cuando un equipo perdía, aunque pareciera bobo, se había vuelto moda. No obstante ocurría más entre varones, pues se suponía que ellos eran los mayormente aficionados al balompié.

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Distinto a la idea que ella tenía desde muy pequeña, al haber leído algún pasaje respecto a que en la antigüedad las egipcias solían raparse durante su juventud como el acto más sorprendente y seductor para el varón. La posibilidad de tocar, de acariciar la cabeza femenina en toda su lisura. Toda una fiebre táctil, preámbulo de maravillas entre las sábanas.

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Cierto que era excitante, pues ya había tenido oportunidad de probar aquello de una cabeza libre de cabello; si bien, no la suya. Por eso debía ser también que veía a tantos pelones, sin necesariamente vivir problemas de alopecia.

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En algún momento se raparía, y si no se gustaba frente al espejo, pues usaría un gorro o una peluca, que al fin el cabello crecía. No tendría por qué haberse sometido a una sesión de quimioterapia para haber quedado sin cabello, ni tendrían que pensar los demás que tenía cáncer y por ello no traía pelo consigo.

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Nada es lo que parece, así debiéramos pensarlo…, si es que no queremos saberlo. Sin embargo, estamos tan sometidos a nuestros atavismos y a lo “normal” dentro de unos parámetros tan sólo impuestos por un orden natural, ¿será que sí?, que nos cuesta mucho, mucho trabajo.

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Lo que perturba no siempre habla con palabras… De hecho, casi nunca.

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Transformación lunar

Más allá de aquéllo que nosotros podamos comprender, existen cosas, explicaciones, naturalezas distintas a nuestras creencias y a nosotros mismos. Permitir la sorpresa nos expande, nunca nos condena.

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El uso de afeites para el cabello… esa cuestión de los fijadores para evitar que el pelo le cayera en el rostro, le generó repentinamente esa última de las picazones en que se encontraba. Habían crecido algunos lunares en su espalda hacía tiempo, pero nunca se le ocurrió el nacimiento de ellos en la cabeza.

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Algo sucedió con la aparición de los lunares encarnados y sin color. Comenzó a atraer miradas. Le resultó extraño. No es que alguien la abordara o se le acercara, pero se fue percatando del peso de diversos ojos sobre sí. Ni siquiera se había quitado el cabello aún, lo que no tardaría en ocurrir, pues esas comezones la hicieron quererse mirar. Le pareció necesario. Ni siquiera el médico se lo había aconsejado, pero quiso saberlo, revisarse la cabeza y observar por ella misma si no tenía laceraciones en el cráneo.

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Primero se cortó el cabello muy pequeño, y al mes aproximadamente, se peló totalmente. Su cabeza tenía una serie de abultamientos, así que se lo tuvieron que sacar con mucho cuidado. Algunas protuberancias eran diminutas y otras no, pero todas incoloras. No había laceración alguna —aberturas, grietas, ronchas—, como tampoco costras. Sólo eran lunares que generaban picazón, y eso lo supo luego de una inspección médica detallada. Sintió tan agradable el contacto de otras manos sobre su cabeza en escrutinio, que a ella le dio por tocarse la cabeza de forma constante, mitigando el ardor, el apetito. ¡Claro, no era lo mismo!

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Ya sin cabellera, las miradas fueron llegando cual imán, con cierta atracción que ella ejercía al andar por la vida. Nunca lo hubiese pensado, jamás… pero si aun con cabello habían empezado a observarla y ahora sin él más, pues algo tendrían que ver los lunares descoloridos, sin pigmento alguno, abultados en su cabeza; por fortuna, sin olor.

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Los deseos hasta entonces desconocidos

Indagó sobre los lunares, de qué tipos y con qué cualidades existían. Es más, si los había sin pigmento. Aquéllos a los que les crecía pelo. Aunque los suyos tuvieron el proceso al revés, nacieron después de la existencia de su cabellera, supuso. Una muestra más de que el orden de los factores sí determina el producto.

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Eran tantas las leyendas. Eso de que si los lunares provocaban ardores necesariamente tenían que ser malignos por degenerar en cáncer o corromper los tejidos de la piel. Una búsqueda la llevó a otra. Descubrió tanto en los clasificados como en la red informática, agrupaciones en que tenían obsesión por los lunares, así como las que existían para los gordos, los peludos, y para casi cualquier afición, como fetiche.

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Se decidió por llamar a un sitio que le dio confianza —si es que esto puede generarlo un anuncio clasificado—, y luego de su primera visita y revisión exhaustiva de su cabeza, casi una devoción al hurgar palmo a palmo, ingresó a un grupo de “adoradores lunares” o “de los lunares”, en donde lo fundamental era inspeccionarlos y acariciarlos.

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Aquí, en esta agrupación, que desde luego no tenía nada que ver con la política y tampoco con la economía, se habían echado por tierra aquellos mitos existentes de que todos los lunares, de las manos o los pies, se debían extirpar; incluso aquéllo de que un lunar con pelos era nocivo. Lo más importante —en cualquier caso— era preservarlos y observar su nacimiento, así como sus transformaciones en el tiempo: advertirlas y disfrutarlas. La aparición o descubrimiento de alguno era motivo de festejo y devoción por parte del grupo en su totalidad.

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Aquí no consideraban extirparlos porque lo fundamental era protegerlos como fijación erótica. Ni quitarlo, manipularlo o que se cortara alguno, tenía que convertirlo en maligno; tampoco que se le extirparan los pelos, cuando los tenían. Era una verdad inamovible, en este espacio nadie pensaría en suprimirlos, sino cultivarlos. Aquí todos se dedicaban a la caricia, tanto de los lunares propios, como de los ajenos. Más de los ajenos.

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Fijación erótica

Este contacto y mimo permanente hacia los lunares, pero mucho más a aquellos extraños o con protuberancias era motivo supremo para la erotización.

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Cuando participaba en esta comunidad se sentía tan profunda, tan interiorizada, tan voraz también. Cuando hacía su vida cotidiana resultaba tan extraña, tan distante, tan incomprendida en su afición por los lunares; no obstante la atracción de miradas fuese cada vez mayor. No era simplemente que no tuviera cabello en la cabeza y por ser mujer llamase la atención. En realidad no dejaban de mirarla. Hombres y mujeres buscaban abordarla con cualquier pretexto, era algo fuera de toda lógica.

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En casa, al bañarse, ella volvía a quitarse el cabello que le iba apareciendo otra vez en el cráneo. Sin embargo, se fue sintiendo tan asediada que comenzó a salir con gorra o peluca. Ya en confianza y con amigos se la quitaba, pero ni sus amigos se sentían naturales frente a ella. Existía esa sensación de anormalidad y anonadamiento que llevaba a pensar en la lujuria, cosa por demás rara y también en ocasiones, sin freno posible. El arrojo estaba ahí.

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Los lunares tenían que ver con el imaginario colectivo de lo que representaba lo sensual y lo sexual… Otrora mujeres se los ponían, aún se los pintaban, así como ahora los tatuajes. Por ello esa tremenda carga erótica existente y su poder ancestral. Puede ser que hayamos olvidado nuestro cuerpo y nuestros símbolos, aunque a veces el poder hipnótico es tanto que retornan. Somos un pozo.

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Los lunares se comunicaban con los astros, con la luna. Energía pura, imán, destreza, voluptuosidad, necesidad, codicia.

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Dejar su cabeza a la intemperie fue algo que evitó luego de aquel incidente en que fue perseguida y raptada. ¡Qué angustia! No podía vivir así. Con emoción sí, pero no permanentemente a merced de los otros. Ella pensó que así como la había raptado uno, quizá vendrían más situaciones semejantes.

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En esa ocasión se le ocurrió invitar al raptor al grupo, decirle que no era única. Aunque ciertamente era solamente ella quien tenía lunares en el cráneo. Él, su secuestrador, se dejó secuestrar por la sugestión nueva, lo poco ordinario, y se engolosinó tocando.

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En tanto, ella decidió nuevamente dejarse crecer el cabello y comprendió por qué los lunares craneales con relieve e incoloros deben ocultarse… por qué las acumulaciones lunares como las suyas —pues no eran pocas—, resultaban el grado extremo de la fijación erótica.

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Así tuvo una vida seductora, de devaneos perversos, de caricias, de miradas, de atenciones, de conquistas, pero contuvo el secreto del desenfreno.

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Por tanto, si atraen muchas miradas, no está de más revisarse la cabeza. Sobre todo ahí, porque es ahí donde se generan las obsesiones, la lubricidad, la concupiscencia…

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ILUSTRACIÓN: Dante de la Vega

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