Las otras poesías mexicanas
POR IGNACIO M. SÁNCHEZ PRADO
La historia de una tradición poética nacional es siempre el resultado de una pugna constante y agónica, para usar el término de Harold Bloom. Es la constante revisión de estéticas y precursores, el resultado de las afinidades y odios de poetas, críticos y editores en sus constantes afirmaciones sobre el derecho de los autores del pasado y del presente a ser recordados u olvidados. En la poesía mexicana, la tradición poética se encuentra en un periodo de expansión. El lugar de aquellos que salieron airosos del siglo XX se ha solidificado. Tras años de ediciones, libros de crítica y reivindicaciones, los distintos poetas de Contemporáneos –sobre todo Gorostiza, Villaurrutia, Cuesta y, en fechas más recientes, Owen– siguen siendo figuras reinantes, mientras que el alud de homenajes a Octavio Paz suscitó una renovación en torno al estudio y debate en torno a su obra. Sin necesariamente desafiar la canonicidad de estos poetas, ha crecido tanto el número de ediciones como el interés crítico en poetas como los estridentistas y los infrarrealistas. Nadie afirmaría, por supuesto, que Maples Arce es un poeta de mayor factura estilística que Villaurrutia, pero el sentido de esta expansión canónica radica, a mi parecer, en el hecho de que las poéticas olvidadas y a veces fallidas permiten reflexionar sobre preguntas, estilos y apuestas que no necesariamente están representadas en el tronco central de un canon. El sujeto colectivo de un poema como Vrbe es de una naturaleza distinta a la propuesta por las voces poéticas de autores como Cuesta o Pellicer, y aún aceptando lo lamentable de ese horrendo verso sobre los “asaltabraguetas literarios”, el poema de Maples Arce en su totalidad ofrece una aproximación a cuestiones (la naturaleza de la poesía abiertamente política, el registro de la aceleración tecnológica de la ciudad, la poetización de los colectivos revolucionarios) que interesaron poco a autores que, como los Contemporáneos, entendían que la escritura literaria debe resistir los imperativos categóricos del proceso político.
El Archivo negro de la poesía mexicana, una primera serie de 10 poemarios editados por Malpaís editores, es uno de los más recientes esfuerzos de expansión del canon poético en México. Busca recuperar libros que tuvieron especial importancia en su momento de publicación y/o que han evolucionado en libros de culto en comunidades restringidas de lectores, pero cuya disponibilidad es precaria por la combinación entre los años de olvido, la rareza de las ediciones originales, su estilo heterodoxo o factores biográficos de sus autores, entre otras razones. Reconociendo otros esfuerzos similares, la serie incluye a un libro del estridentismo, Radio. Poema inalámbrico en trece mensajes (1924) de Kin Taniya, y uno de un miembro del infrarrealismo, Híkuri (1987) de José Vicente Anaya, uno de los dos poetas vivos de la serie (el otro es Roberto López Moreno). Pertenecen asimismo a la serie autores cuya marginación del canon se debe a distintas razones. Por un lado, aparecen obras de poetas muertos prematuramente y cuyo deceso truncó carreras claramente ascendentes. Son poetas que quizá hubieran llegado a consagrarse, pero, al fallecer, su obra cayó en el olvido editorial. Destacan aquí Maquinaciones (1975) de Carlos Isla, libro fascinante e idiosincrático, Los danzantes espacios estatuarios (1982) de Raúl Garduño, que retoma un volumen póstumo o Sangre roja de Carlos Gutiérrez Cruz (1924), un poeta muy presente en los debates de la vanguardia pero generalmente olvidado. Gutiérrez Cruz pertenece a la segunda línea que destaca en la colección: la de la poesía política de izquierda, sobre todo comunista, cuya memoria resulta difícil debido en buena medida a la predominancia del liberalismo en el medio literario mexicano y el estigma que estas formas poesía política sigue teniendo en nuestra tradición como herencia directa de la predominancia de los Contemporáneos sobre los estridentistas. Aquí destaca Morada del colibrí. Poemurales de Roberto López Moreno, que, más que reeditar la versión anterior, aparece en la colección como una nueva versión. Y la tercera línea son poemarios heterodoxos y altamente inclasificables, cuyas tensiones internas y experimentaciones no tuvieron precursores ni continuadores mayores. Es el caso del Poema nuevo (1955) del tardomodernista Alfredo Cardona Peña, un rarísimo libro metapoético publicado, según nos informa el prólogo, como sobretiro de la revista Cuadernos americanos. También entran aquí Patología del ser (1981) de Ramón Martínez Ocaranza, un delirante y hermético libro que se entiende a sí mismo como parte de una tradición poética a la que pertenecen por igual Neruda, García Lorca, Lautrémont y la Biblia, y El retorno y otros poemas (1956) de Miguel Guardia, cuya poesía se caracteriza por un raro trabajo con formas subjetivistas del yo poético. El otro volumen de la colección es La oración del ogro (1984) de Jaime Reyes, un poeta menos raro y con una comunidad sólida de lectores, pero cuya escasa obra no ha sido reeditada en concordancia con la valoración que sus lectores han hecho de ella.
Es difícil hacer una valoración individual y en detalle de los libros en el poco espacio de esta nota, pero es necesario comentar algunas cosas. La crítica que ya se le ha hecho pública y repetidamente a la serie es la ausencia de poetas mujeres. Esta ausencia es escandalosa e inaceptable no por el argumento de “cuotas de género”, término facilón y abaratado usado no por quienes reconocen la persistencia del problema, sino aducido por aquellos que quisieran vivir en la ficción de que la desigualdad de género no existe o no importa cuando se les confronta con el ninguneo de las mujeres. El escándalo surge en este caso porque el género es una de las estrategias de marginación históricas del canon literario y la falta de acceso de las escritoras a la infraestructura editorial y al reconocimiento de la crítica y los lectores han dejado en el camino a muchas extraordinarias poetas (Aurora Reyes, Alaíde Foppa, Concha Urquiza, entre otras) que pertenecerían con tanto o mayor mérito al Archivo negro. Existe una deuda enorme de la crítica y de la edición respecto a la valoración de las poetas mujeres del siglo XIX y XX (y en una de esas hasta del XXI), y el Archivo negro perdió lamentablemente la oportunidad de ser parte de la solución y no del problema. Siendo justos, hay que decir también que los editores ya han reconocido públicamente este error en varias de las presentaciones que han hecho y prometen que en la siguiente iteración aparecerán mujeres en la colección. Como lectores debemos estar atentos que así sea.
Pese a esto, la serie es de un valor indudable que radica, a mi parecer, en sus autores menos (re)conocidos y no tanto en aquellos que ya tienen una comunidad lectora. Es valioso contar con una edición nueva y asequible de Jaime Reyes o con la posibilidad de leer a Kin Taniya en sí mismo y no empalmado con todos los otros estridentistas. Hikuri, por otra parte, ameritaba una edición prologada como ésta pero no era un libro particularmente raro: de hecho tuvo una edición en la serie popular La Centena, del Conaculta, hace una década. Estos tres importantes libros ameritan sin duda la nueva edición, y su valor histórico y literario son indudables, pero son títulos que ya gozan de circulación aún en sus distintos grados de rareza. En cambio, para mí fueron un verdadero descubrimiento los autores de los que no tenía noticia alguna, o cuyo nombre no pasaba de ser para mí una vaga referencia recolectada en mis lecturas de ensayos críticos. Patología del ser, de Martínez Ocaranza, es ese tipo de poemario osado que se arriesga al fracaso y la imperfección a cambio de ser escrito con la libertad formal que sólo puede proporcionar el compromiso con la heterodoxia. Es un libro de un tono épico que rara vez ha triunfado en México (y que no triunfa del todo aquí), pero que conecta a la poesía mexicana con este tipo de gran libro de la vanguardia latinoamericana que nunca logró cuajar en nuestra tradición: Trilce, Altazor, Residencia en la tierra. Los “poemurales” de Roberto López Moreno (que leídos en voz alta por su autor son aún más extraordinarios) nos permiten vislumbrar esa grandeza épica de la poesía comunista, esa fuerza y pasión que sólo alcanza el poeta que tiene fe en la utopía y en la comunidad. Es el tipo de libro que hay que aprender a leer sin el descarte ideológico a priori que mucha de nuestra crítica de poesía ejerce ante muchos poetas que salen de la doxa liberal. Maquinaciones, Poema nuevo y, sobre todo, El retorno son recordatorios de la enorme y olvidada diversidad de la poesía de los años cincuenta en México. Esta publicación ilustra la urgencia de recuperar y considerar de nuevo la poesía de esta década más allá de sus grandes poemarios predominantes (Libertad bajo palabra o Palabras en reposo). Sangre roja es un volumen necesario para complejizar nuestro recuento tanto de la vanguardia como de la poesía de cariz revolucionario en México, como argumenta con gran profundidad Jorge Aguilera en su prólogo. Y Los danzantes espacios estatuarios, en mi opinión uno de los libros de mayor calidad poética en la colección, recupera a Garduño, un escritor indisputablemente mayor pese a su muerte temprana, y cuya obra, víctima del centralismo institucional mexicano, había estado perdida en ediciones chiapanecas inconseguibles.
Los libros están hechos en ediciones rústicas y cuidadas en muchos aspectos (aunque no siempre en el de la corrección de estilo, ya que saltan algunas erratas), y cuentan con prólogos de gran inteligencia y minuciosa investigación bibliográfica de parte de un grupo de los más finos críticos de la poesía mexicana: Roberto Cruz Arzabal, Eva Castañeda Barrera, Israel Ramírez, Alejandro Palma, Manuel Iris, Gustavo Osorio, Jorge Aguilera López, Jocelyn Martínez Elizalde, Alejandro Higashi. Todos los prólogos son ensayos que demuestran el enorme valor que la crítica académica que se hace en instituciones como la UNAM, la UAM y la BUAP puede tener en proyectos de recuperación como éste. Los prologuistas, sin excepción, leen sus libros asignados con pasión y sin prejuicios, valorando con inteligencia y objetividad las virtudes y limitaciones de cada poeta, además de proveernos con la que es, en muchos de los casos, la mejor semblanza biográfica, crítica y bibliográfica que existe en torno a los autores reeditados. Aparte de los méritos del trabajo de su recuperación, el Archivo negro de la poesía mexicana ejemplifica el valor que la crítica literaria académica puede tener cuando cuenta con un espacio fuera de los claustros y las ediciones especializadas, y cuando los años de investigación de autores que han dedicado su vida y trabajo a la lectura y valoración literaria son puestos a la disposición de una comunidad más amplia de lectores.
Uno de los mayores méritos de esta colección es su precio. En vez de optar por ediciones de lujo que volverían a los libros inaccesibles para el tipo de audiencia interesada en la poesía heterodoxa, Malpaís tomó la rara y muy encomiable decisión de apostar por los lectores y puso a la venta los libros a treinta pesos cada uno, y la serie (con una caja adicional para guardar la colección) a trescientos cincuenta. Implícita en el precio, existe una loable apuesta de que este proyecto de reedición no debe terminar en las bodegas del Conaculta o, peor aún, en la guillotina a la que están sentenciados tantos libros mexicanos. Más bien, los editores parecen reconocer que a estos libros se les da nueva vida al proporcionarles un precio de venta que reconoce su posible fuerza cuando se pone al alcance de estudiantes, de jóvenes y de los muchos lectores de poesía que existen desperdigados en el país y que muchas veces no llegan a los libros no por desinterés sino por su costo. Espero que este esfuerzo sea correspondido por las librerías más allá del sistema Educal (como suele ser el caso de las editoriales de poesía Malpaís cuenta con el financiamiento y coedición del Conaculta), y que decidan romper con su maltrato de la poesía a través de una oferta que trascienda la efímera presencia de los libros del género en sus anaqueles. En términos generales, Archivo negro es uno de los proyectos editoriales de poesía más valiosos de los últimos años. Se nota su fe en la valía de todos los libros recuperados al proporcionarles no sólo la reedición, sino prólogos que permiten a los lectores entrar a los libros con un rico contexto histórico y literario y con la posibilidad de en debate con sus interpretaciones. Realmente hay que esperar no sólo que esta sea la primera iteración de muchas más series del Archivo negro, sino que este modelo de libros bien prologados y, usando el subsidio del Estado, de bajo costo se reproduzca en otras editoriales. Y, por supuesto, que el privilegio de estas ediciones no se le conceda tan sólo a poetas hombres, sino que muchas de nuestras poetas mujeres tengan por fin la oportunidad de una edición asequible, encontrable y prologada con la misma inteligencia que los críticos invirtieron en los diez prólogos de estos libros. Gracias al Archivo negro tenemos ya y, con suerte, tendremos aún más, una historia mucho más compleja y rica de la poesía mexicana en nuestras manos.
FOTO: Entre los poetas recopilados en Archivo negro de la poesía mexicana están José Vicente Anaya, Miguel Guardia, Carlos Isla y Carlos Gutiérrez Cruz (arriba). Otros de los poemarios rescatados son autoría de Ramón Martínez Ocaranza, Kin Taniya (pseudónimo de Luis Quintanilla), Raúl Garduño y Jaime Reyes (abajo)/Especial.
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