Llamadas

Abr 29 • destacamos, Ficciones, principales • 4837 Views • No hay comentarios en Llamadas

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Esta historia recoge los  conflictos existenciales y familiares que enfrentan fotógrafos y reporteros ante las amenazas y actos  de violencia de los grupos de poder 

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POR JOSÉ MIGUEL TOMASENA

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Se equivocaron, pendejo.

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¿Quién habla? ¿Quién es?

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Ya valieron verga. Tú y el fotógrafo.

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Javier colgó. Miró el número desconocido en la pantalla del celular. Intentó hacer alguna asociación, invocar algún recuerdo. El teléfono sonó de nuevo: mismo número. Ignoró la llamada. Y las que siguieron. Luego recibió un SMS: Sabemos dnd bibes, dnd trabaja tu bieja, a k escuela ba tu morro. Ya baliste berga.

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Llamó a Frank, pero nadie contestó.

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Un día antes habían cubierto siete escenas de crimen. Cuatro encobijados en el Bosque, un suicida, dos desmembrados cerca de las vías del tren, una golpeada, un atropellado, los dos rafagueados en La Nopalera y el ejecutado en el café San Miguel, que fue portada.

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De inmediato descartó al suicida y a la mujer golpeada: jamás los llamarían por algo así… Aunque últimamente quién sabe. ¿Qué habían hecho mal? Siempre llegaban cuando la policía ya había acordonado la zona, incluso se retrasaban un poco, no fuera a ser que los muertitos todavía estuvieran calientes y que alguien volviera a rematarlos o a vengarlos. Lo demás era rutina: Frank se acercaba lo más posible, pero nunca sacaba el rostro. Apenas un detalle: la mano, la ropa, los casquillos, la sangre. Él se acercaba al policía a cargo. Los conocía a todos. Y no era raro que se encontrara al mismo en todos los eventos del día. Preguntaba los datos básicos —hora del reporte, tipo de arma, móvil del crimen—, pero jamás le hacía al detective. Como dice Leónidas, la gente no quiere leer un expediente judicial, sino enterarse de quién era el muerto, qué le pasó, dónde, con qué arma. Y si sufrió.

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Volvió a llamar a Frank: buzón.

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¿Cuál fue su error? ¿Habían publicado un nombre falso, una foto inadecuada? ¿Había alguna conexión invisible entre los muertos? ¿Quién era en realidad el ejecutado del San Miguel, al que le habían disparado en la cabeza tres veces mientras se tomaba un capuccino en un café de señoras fresas?

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Llamó a Leónidas. Acabo de recibir otra amenaza, dijo. ¿Qué dijeron? Que la cagamos, que la íbamos a pagar Frank y yo, dijo. Pinches ardidos, respondió el editor. No te apures, no pasa nada.

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Dijeron que tienen ubicada a mi familia, dijo Javier.

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Ahorita hablo con Hernán, no te preocupes. ¿Tienes el número desde el que te llegó la amenaza?

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Sí, te lo paso por mensaje, pero localiza a Frank, insistió el reportero.

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Luego llamó llamó a Sandra, que trabajaba como recepcionista en un consultorio médico. Estoy haciendo una factura, dijo su mujer. Te marco en cinco minutos, ¿va?

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OK, dijo Javier.

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¿Es urgente?

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No.

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Una semana antes habían echado dos granadas en la puerta de la competencia, un periódico que decía tener muy altos estándares éticos pero que hacía negocio editando un periódico pura sangre. Aunque el ataque había alarmado a defensores de periodistas y gente de derechos humanos, los gerentes minimizaron el peligro. Así es el oficio, dijeron. Ni modo de enviar a cada reportero a la calle rodeado de guaruras.

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En los últimos meses, abandonaron dos camionetas llenas de cuerpos en los Arcos de la Solidaridad, asesinaron a cinco peritos de Ciencias Forenses y prendieron fuego a quince camiones en puntos clave de la ciudad, incluido el acceso al aeropuerto, la central de autobuses y todas las salidas de la ciudad, cuando el Ejército detuvo al rey de las anfetaminas en una mansión de Colinas Altas.

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Recibió una llamada de Hernán, el secretario del secretario de Seguridad Pública. Llamo para comunicarle que la policía cibernética ya está al tanto de su caso, pero dice el Licenciado que tiene que presentar la denuncia en la Procuraduría.

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Lo haré mañana a primera hora, dijo Javier. Es muy importante, insistió el secretario del secretario. Se tomarán cartas en el asunto, dijo. No toleraremos la impunidad.

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Recibió otra llamada de Leónidas. ¿Alguna novedad de Frank?, preguntó Javier. Nada, dijo el editor. Se ha de haber ido con la Nancy.

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Luego le asignó la cobertura de otro muertito: un vendedor de fundas para celular al que le habían dado un balazo en la nuca desde una moto. En lugar de Frank enviaron a un becario que apenas sabía encender la cámara. No te pases de la línea amarilla, le advirtió Javier. ¿Por qué Frank sí puede entrar al área del crimen?, replicó el becario.

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Porque es Frank, dijo Javier.

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Y si te mareas, espérame en el coche.

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De ahí fueron a la presentación de un vendedor de raspados que vendía drogas afuera de una secundaria y que tenía un hematoma rojo en el pómulo izquierdo.

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Volvió a llamar a Leónidas. ¿Noticias de Frank? Nada. ¿Y a ti? ¿Volvieron a llamarte esos cabrones? No, dijo el reportero. Te dije, es gente que se encabrona por la mañana, pero en la tarde se les pasa el coraje. Es gente pequeña.

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El reportero recogió a su hijo de la escuela y lo llevó a casa de su madre. Ahí estaría en la tarde: haría tareas y luego jugaría Nintendo. Sandra lo recogería a las seis, cuando saliera del trabajo.

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Fue a la redacción. Escribió sus notas. Llamó a Lucy, la esposa de Frank. Que si sabía dónde estaba, que si lo había visto. No, dijo ella. ¿Pasa algo?

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Javier cerró los ojos y apretó los párpados hasta que vio luces rompiendo el negro.

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No, dijo, quería consultarle un detalle de una asignación.

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Lucy empezó a llorar. Ya no aguanto, dijo.

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No es eso, dijo el reportero, te juro que no es eso.

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No lo encubras, Javier, dijo ella.

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Poco después, escuchó por la radiofrecuencia de la policía que había un cuerpo en una de las fuentes del parque Arroyo. Tengo un mal presentimiento, le dijo a Leónidas al salir de la redacción. Cuando llegó a la escena, el comandante Lugo se acercó antes de que Javier pudiera bajarse del coche. Le dijo lo que temía.

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Según la cámara remota de la Secretaría de Vialidad, la que usa la televisión para los reportes de tráfico, un Civic blanco se orilló a la mitad del tráfico, se bajaron dos tipos, sacaron el cuerpo de la cajuela, caminaron veinte metros con el bulto a cuestas y lo aventaron al agua enmohecida. Mientras caminaban de regreso al coche, uno de ellos, con gorra beisbolera y lentes oscuros, saludó a la cámara de vigilancia estirando el dedo medio de la mano.

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Javier apagó su celular y se fue a casa. No le dijo nada a su mujer.

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En la noche, mientras escuchaba a Sandra roncar, pensó en Lucy, la esposa de Frank. Prendió el celular, vio las llamadas perdidas de ella, junto con las de Leónida y de Hernán, y el mensaje de texto: Ya biste como dejamos a tu amigito??? Ya baliste berga.

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Se vistió y bajó a la cocina. Se sirvió un vaso de leche y se sentó a esperar. Mi esposa y mi hijo están arriba, les diría. Vamos a otro lado, por favor. No quiero que se queden con este recuerdo.

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Sabía que no respetarían. Así era la cosa ahora. Ya nadie respetaba.

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Y así esperó toda la noche, bebiendo tragos de leche fría y yendo a mear con demasiada frecuencia.

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Hasta que amaneció, escuchó el escusado, la regadera, la secadora de su mujer y Sandra bajó a la cocina con prisa. Se ponía los aretes, miraba el reloj. Puso la cafetera y enrojeció cuando descubrió que el bote de leche estaba vacío.

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¿Y qué va a desayunar Ángel?

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Tranquila, ahorita compro otro litro en la tienda, respondió Javier.

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Tranquila, tranquila, lo imitó ella. ¿A qué hora? Carajo, Javier, sólo piensas en ti.

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ILUSTRACIÓN: Leticia Barradas

 

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