Los bárbaros somos nosotros

Ago 13 • destacamos, principales, Reflexiones • 7956 Views • No hay comentarios en Los bárbaros somos nosotros

POR GENEY BELTRÁN FÉLIX

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El río Bravo es un ser vivo. No es sólo un sitio por donde se cruza para ir de un país a otro: es un personaje con voluntad. Esto, en varias de las historias que desde hace 20 años ha ido entregando Eduardo Antonio Parra, el autor nacido en 1965 en León, Guanajuato, pero que por encima del gentilicio se ha vuelto uno de los nombres medulares de nuestro norte literario. Ha situado Parra en el corazón de la ficción contemporánea de México las lidias y tragedias de los pobladores al sur de la frontera con Estados Unidos.

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No hay otro río en el mundo donde se ahoguen más cristianos que en éste”. Es sintomático que en el mero inicio, en el primer cuento de su libro de debut, Parra haya dado al impetuoso río un papel definitorio. En “El juramento”, de Los límites de la noche (1996), luego de que una multitud de cadáveres ha sido rescatada de las aguas del Bravo, un grupo de niños aceptan un compromiso. Intercambian la sangre de sus manos mientras recitan: “en vista de que el mayor enemigo que los mexicanos conocemos […] es el gabacho… prometo chingar a cada uno de ellos, siempre que tenga chance, con lo que pueda, de día y de noche, en venganza de que ellos abusan de nuestros paisanos, o los matan cuando intentan cruzar el río”.

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Pasa el tiempo. El Güero, uno de esos chicos de antaño, no supo cumplir la promesa: cruzó la franja e hizo su vida en El Otro Lado. Quienes se quedaron lo estiman un traidor.

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Es de noche, y llueve. Se ha difundido la nueva de que El Güero ha vuelto, y sus viejos amigos no quieren dejar pasar sin castigo el agravio. Uno de ellos, José Antonio, ve el fluir del Bravo: “al contacto con la lluvia el fondo liberaba su fuerza oculta, los remolinos afloraban en su superficie, rugían las ráfagas entre las piedras”. Al escuchar el bramar de las aguas, el joven recuerda la explicación que daba su padre: “Son los muertos […], las ánimas de los difuntos ahogadas en estas aguas traidoras”.

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Fuerza caprichosa que se cobra la vida de muchos mexicanos, el río es no sólo un Aqueronte sino también un peculiar reino de Hades en que perviven las voces de quienes ahí fallecieron. Esto se debe a que el río es también —lo sabe José Antonio, quien duda de ejercer la venganza contra El Güero porque reconoce en sí el mismo deseo de huir al país vecino— el límite que se ha de vencer si se quiere otra existencia, una próspera, feliz, libre de carencias. Quienes permanecen de este lado admiran, envidian y odian, todo junto, a los que se han ido, pues ellos sí derrotaron el miedo a morir ahogados, doblegando el astuto vigor del torrente. Primer rasgo del río: hace nacer el rencor y el resentimiento ahí donde antes se hallaban las amistades, los apegos.

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Tres años después de su estreno literario, Parra publicó Tierra de nadie, cuyo primer cuento (“La piedra y el río”) trae una representación de otra cara del Bravo. El narrador es un huérfano de la frontera, un niño cuyo padre se fue de mojado y de quien ya nada ha sabido. Él queda al imprevisto cuidado de una anciana que pasa los días en el borde sur de las aguas, esperando el regreso de su marido. Dolores sostiene sin enconos la esperanza de ver de nuevo a Zacarías para revivir su amor de antes. Con los años, ella conoce los dispares movimientos y lenguajes del río; asegura escuchar lo “que trae el agua: voces que vienen de muy lejos”. No sólo ha conocido la furia del río durante las tormentas: “También ha visto todas las sequías, cuando la orilla se ensancha y el Bravo pierde hasta su nombre y se convierte en un chisguete lastimoso, hilillo de cristal torturado por este sol mordiente, a punto de evaporarse entre las piedras”. Ella deviene así una figura reverencial, una suerte de matria compasiva, silenciosa guardiana de los oficios de la mexicanidad a quien los migrantes se acercan en aras de su bendición.

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Sin necesariamente rendirse a los atributos de la alegoría, Dolores deja ver en su espera y su vejez otro vínculo nacional con el río: la resistencia. No se lanza ella misma a buscar a su marido porque —según explica, con una defensa de su pertenencia a un terruño— “es de hombres cruzar al otro lado. Si la mujer los acompaña, echan raíces allá y nunca vuelven”. Su aspiración no es la fortuna que hay en la abundancia del dólar sino la felicidad íntima de los amantes reunidos en la tierra propia, no importa que se trate de un suelo empobrecido. Dolores sugiere una arista de la nacionalidad irrenunciable, lacerada sin embargo por la pérdida de los seres queridos.

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Nuevo rasgo del Bravo: separa a quienes se aman. Es un ser poderoso que entra en lo más profundo de los afectos, los distancia y disuelve. Difícil pensar en una crítica más severa, al tiempo que sutil, del Estado mexicano, del esencial fracaso de sus instituciones para dar a sus habitantes una vida digna: la imagen de México que surge es la de una comarca miserable y en interminable crisis, incapaz de mantener juntas, en la misma tierra, a las familias y las parejas; débil, pues, ante el solo cauce de un río, pues “el Bravo no devuelve lo que devora”.

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Los tonos en que se caracteriza el río divisorio en algunas páginas de Eduardo Antonio Parra apuntan a una conciencia de lo mexicano agudamente definida —o, para ser más exacto: lastrada— por la otredad estadounidense. Ocurre así en “El cazador” (de Los límites de la noche), en el que se despliega un juego de resonancias y correspondencias entre dos personajes, una dualidad de impensados gemelos, ligados en sus destinos por la violencia: un joven mexicano que ultimó a un muchacho estadounidense, y el cazador del título, un ex policía negro estadounidense que ha aceptado la encomienda de buscarlo y matarlo en represalia. El vínculo entre los dos está señalado por una rivalidad que viene de antes de que ellos nacieran: “como decía mi abuelo, matar a un gabacho es el único crimen que se le puede perdonar a un mexicano”.

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Si el Bravo tiene el poder para modular los destinos personales hacia la ruptura de los afectos y la violencia atávica, se debe a que, desde la mirada de sus víctimas, es el custodio de una tierra superior en la otra orilla. En “El escaparate de los sueños” (de Tierra de nadie), un joven de nombre Reyes vive en Ciudad Juárez esperando el retorno de su padre, quien año con año iba a trabajar a Estados Unidos, regresaba en Navidad con juguetes, ropa, aparatos electrónicos, latas de conserva. Hasta que nunca más dio señales de vida. El hombre planeaba llevarse a su familia: “y entonces sí van a saber lo que es vivir en el país de los gringos, hijos”. Ese futuro significaba una superación no sólo personal sino de la nación misma: “y a lo mejor se consiguen una gabacha, digo, para blanquear un poquito la raza”.

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Este apunte es emblemático de un tema fundamental en la obra de Parra: la denigración del mexicano por boca propia. Reyes tiene en la cabeza una representación paradisiaca de la vida en El Paso, al otro lado del río: “calles, tiendas, estadios deportivos y salones de baile […], una urbe de cristal, armónica, transparente, donde esas cosas como de otro mundo […] se podían obtener con sólo estirar el brazo”. En la ensoñación de Reyes no hay, por supuesto, sitio para el abuso, la explotación y las injusticias que viven los migrantes hispanos por su condición de indocumentados y, en general, por verse prescritos para realizar los trabajos más difíciles y peor pagados, necesarios para el empuje de la economía del Imperio. “El escaparate de los sueños” exhibe los penetrantes efectos psicológicos de la desigualdad económica entre las dos naciones. Ante el sueño de la bonanza en El Otro Lado, toda figuración de lo mexicano deriva en una denostación no tanto de las autoridades políticas responsables de la debacle nacional como de los moradores de la nación en su conjunto. Así de inquietante es la crítica en este y otros textos del autor: para sus personajes, la pertenencia a México se asume como una condena sólo salvable con el destierro. Y Parra hace ver cómo, para muchos paisanos, después de la deprecación de sí, lo que viene es la paralizante tentación de la lástima: “—Pinches gringos, lo tienen todo —dijo—. En cambio nosotros bien jodidos”.

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Parra asalta un nervio más de esta devaluación de lo propio en “El caminante”, el cuento con que abre Desterrados (2013). Es este el monólogo de un hombre que ha dejado su pueblo y, beckettianamente, nunca llega al país vecino. “¿Existirá ese lugar al que algunos llaman la frontera?” Su viaje inacabable ya no es el registro realista de la migración; es una metáfora extendida de seres humanos que, aunque se expatrien, nunca alcanzan un destino honroso: “tal frontera no es sino una ilusión, una esperanza vana, un embuste creado por quienes necesitan tener fe en otros mundos, un cuento que las madres han inventado con objeto de explicar a los hijos la ausencia de los padres”. A la manera de Dolores Preciado, que en la primera página de Pedro Páramo incita a su hijo hacia la búsqueda del padre, en “El caminante” la madre enferma azuzaba la imaginación del suyo con la representación fantástica, tan seductora cuanto temible, de Estados Unidos: “una nación de hábitos raros, ciudades de oro y dioses crueles […] Un reino, aseguró, protegido por muros y ríos anchísimos, con un ejército diestro en impedir la invasión de los bárbaros de piel oscura”. Ante la perplejidad del muchacho, la moribunda hace “con voz tierna” la aclaración más aterradora, el dictamen terminal de lo mexicano: “Los bárbaros somos nosotros”. ¿Hay futuro para una nación en que las últimas palabras de una madre a su hijo son la negación absoluta de cualquier valía en la propia identidad?

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No es la tragedia fronteriza el único tópico presente en la narrativa breve de Parra. Me he detenido en este renglón, de filones tan sensibles para el lector mexicano, con el objeto de señalar cómo lo que en otras manos, unas sin talento ni sensibilidad, habría derivado en una ficción panfletaria y maniquea, deviene en los cuentos de Parra una lección impecable de alta literatura.

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La concepción narrativa es el realismo moderno; en el árbol genealógico habrían de estar nombres tan canónicos cuanto inevitables como los de Chéjov, Cheever, Singer o Rulfo. En una franja significativa, no en todas, de sus narraciones, Parra se apoya en una línea dramática central: el accidente de carretera en que un joven cree estar agonizando (“Cómo se pasa la vida”), el momento en que una mujer da a luz a un bebé no deseado (“Viento invernal”), el regreso a la colonia de un asesino recién salido de la cárcel (“Al acecho”), el sepelio en que un marido infiel despide a la esposa muerta (“Mal día para un velorio”). El personaje se encuentra en un estado de alteración emocional; conoce en esos instantes el predominio del miedo, la angustia, la enfermedad, el remordimiento. Sus sentidos aprehenden cualquier mudanza de lo que le rodea. La prosa, tensa y precisa, filosa no menos que elocuente, se afirma en el río del suceder, con el propósito de dar la más visible plasticidad a la experiencia concreta, y así pormenoriza los perfiles de los objetos, los rasgos físicos, los inquietantes olores, los sonidos. Es esta una escritura de la particularización: el aquí y el ahora quedan expresiva, potentemente delineados.

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En esa encrucijada el presente abre las puertas a la memoria. Lo que suponíamos una sola anécdota desvela sus raíces en el pasado; todo suceso actual es la secuela de un largo y a veces elusivo encadenamiento de aspiraciones, osadías, errores, adversidades. Con un equilibrado ir y venir de los planos temporales, la acción de contar es el proceso con el que se muta en palabra la pluralidad contradictoria del vivir en su esencia, en el instante en que es aprehendido por la conciencia del cuerpo. Nuestro juicio en torno de las decisiones y vicisitudes de los personajes deviene mucho más matizado, si no es que definitivamente arduo. El doble movimiento temporal, entre el hoy y el ayer, permite a Parra construir historias que en una más demorada extensión habrían quizá hallado cabida entre los amplios mojones de la novela pero que, al verse resueltas en las constricciones de la ficción breve, se ven dotadas de fluidez y contundencia dramática sin perder un gramo de profundidad psicológica.

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La maestría de Parra en el rubro de la particularización alcanza, según pienso, un peso político cuando recapitulamos que buena parte de sus personajes son pobres. En “La vida real” (de Tierra de nadie), Soto, un reportero de nota roja, tiene la presión de entregar una pieza periodística que preferiría no escribir. Se trata del asesinato brutal de dos mendigos a quienes había conocido. Esa pareja, un hombre y una mujer, en efecto se amaban y, procaces, dejaban ver sus caricias, su ardor dionisiaco, a la vista de cualquiera en la calle. Para Soto, los amantes suponen la revelación de un signo inesperadamente superior de la existencia, una en la que ninguna precariedad impide la pasión y la entrega sin reparos, es decir, la vida en su estado más inocente y real. Sin embargo, para los jefes en el diario lo que vale de esa historia no es el amor de la pareja sino la violencia con que fueron inmolados. Nada más efectivo para apuntalar las estructuras del poder que someter el testimonio: reducir a los humillados y ofendidos a comparsas desechables, risibles, en crónicas tan morbosas cuanto olvidables. Soto se rebela, al costo de un posible despido, y reivindica la expresión pública (qué cosa más pública que la sección policiaca de un periódico) de una perspectiva generosa sobre la vida indigente. Como ocurre con los marginados en general en la obra de Parra, los dos mendigos le importan a Soto no como anzuelo para el sensacionalismo sino como la posibilidad de manifestar con empatía los cauces de la intimidad y los afectos. Es un ajuste de cuentas, si se quiere, menor en sus resonancias inmediatas, pero significativo como declaración de principios literarios y éticos.

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Podría decirse, con todo, que en “La vida real” la redención de los menesterosos no es entera pues el reportero sigue en el papel de intermediario. En Desterrados, los pobres toman la voz con una mayor reincidencia que la advertida en los libros anteriores de Parra. El relato “En la orilla” da paso, en su inicio, a una voz en primera persona del plural. Quien habla es un personaje comunitario: los pobladores de un caserío al borde de una carretera. Su recuento de la vida diaria se fija en autos y camionetas que cruzan a toda velocidad, sin detenerse nunca. Detrás del monólogo hay una intuición de inutilidad: “pero pa qué contar todo esto, ¿no?, si a ustedes no les importamos, nunca les hemos importado ni les importaremos”. De manera oblicua, el soliloquio delinea la paradoja de la propia escritura de Parra, como sería también el caso de otros autores nacionales que han abordado los asuntos de la pobreza —pienso en Revueltas, Garro, Rulfo—: es en un circuito culto, de validación elitista, donde la literatura mexicana en torno de la marginación transita y es comentada; al verse negados de la escalera de la educación y del conocimiento de sí que hay en las humanidades y las artes, los desheredados pueden ser tema pero raramente son lectores de su devenir, pues narrar las historias de los desamparados ha servido como un testimonio de peso artístico mas no ha conseguido aún ser un motor para el cambio social, porque al mexicano común y corriente, como se afirma en “En la orilla”, no le importan los pobres.

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Ahora, en este cuento todo cambia cuando el plural se convierte en singular, y el narrador comunitario se adelgaza hasta asumir los rasgos de un solo hombre que, con un acto de violencia —lanza un trozo grande de cemento desde la altura de un puente—, provoca la volcadura de un automóvil. Descubrimos que la mujer que iba al volante y ahora agoniza a la vera del pavimento ha sido la escucha del monólogo que hemos estado leyendo: “y ora que con sus últimos resuellos termina [usted] de oír las palabras que gasto pa que no nos aplaste el silencio, me doy cuenta también de que con un poco de esfuerzo podemos llegar a importarles, así como ustedes nos importan a nosotros”.

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En la orilla” retoma el asunto del abandono histórico en que viven los campesinos mexicanos, simples sombras sin valía bajo la mirada de las instituciones del Estado y las clases medias urbanas. Pero no sólo eso: el cuento hace ver, 70 años después de El Llano en llamas, que el oriundo de la ciudad ha llegado a asumir el papel de la otredad para el campesino, de un modo similar a como en otros cuentos de Parra el estadounidense ha sido la otredad para el fronterizo. Parra no “retrata” el mundo rural; confiere la voz al campesino para que este declare su visión desesperanzada, definida en grados mayores por la indiferencia e insensibilidad de los citadinos. El complejo de inferioridad del mexicano tendría entonces su raíz de entrada no sólo en el conflictivo vínculo con el imperio del norte, sino en las relaciones ariscas, aún vigentes, entre el campo y la ciudad.

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Lo anterior abona a la visión que se plasma en la obra de Parra en torno al carácter adversario que un mexicano ocupa frente a otro. Sus historias no se niegan a relatar sucesos que involucran la traición entre personas muy cercanas: amigos, hermanos, parejas, vecinos. Por eso mismo es, también, frecuente la aparición de un enemigo que estaría obligado a ser protector: el Estado. Uno de los cuentos perfectos de Parra, que seguirá siendo leído cuando ya todos seamos polvo, se titula “Plegarias silenciosas” y cierra su cuarto título, Parábolas del silencio (2006). Tadeo, el protagonista, es un joven narcomenudista que vive con su madre ciega. Dos policías judiciales —ellos mismos corruptos, pues revenden la mercancía ilegal que decomisan— lo detienen para sacarle información sobre el robo de unas pieles. Salvajes, lo torturan, aunque sin éxito: “ya lo madrié bastante y no suelta prenda. Mírelo, hasta tose sangre. Si le sigo dando, capaz que se nos va”, dice un judicial a su jefe. La respuesta del comandante Cabrera es: “Pos lo aventamos al río, Camacho, no te apures”. Esa es una de las líneas temporales que desarrolla el texto.

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La otra es posterior: luego de ser liberado, Tadeo hace un viaje a Culiacán y le reza a Jesús Malverde, el santo de los ladrones y los traficantes. Desde ese momento, su suerte cambia por entero: el viejo amigo que lo delató, el comandante Cabrera, el verdugo Camacho, uno a uno van muriendo de modo horripilante: torturados y castrados, sus cadáveres van siendo descubiertos en el río. A como las dos líneas se alternan, Tadeo descubre el verdadero desenlace de la tortura que habría sufrido: la muerte. Quien terminó lanzado al río fue, desde antes, el propio muchacho. Su viaje a Sinaloa y sus éxitos sobrevinieron después de su fallecimiento. El río en cuestión fue su paso a un Más Allá donde él, la víctima en vida, por fin conoce no la justicia sino la venganza. Fuerte y crudo, inapelable horizonte del México de hoy el que desnuda Parra en este cuento magistral: la realidad mexicana es tan bárbara y pesadillesca que sólo puede estar ocurriendo, ya, sin que nos percatemos, en el inframundo.

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FOTO: En su obra, Parra ha descubierto nuevas cardinalidades de la marginación con personajes surgidos de ambientes rurales y urbanos./ Germán Espinosa. EL UNIVERSAL.

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