Luis Mario Schneider

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“El Buitre” bibliófilo

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POR HUBERTO BATIS

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En 1960 llegó a México Luis Mario Schneider, argentino, que venía acompañando a su pareja, André Coyné, un francés que trabajaba en la Alianza Francesa, y que venía de Perú. André era muy católico, iba a misa a la Parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe Emperatriz de América. Luis Mario esperaba en mi casa, de la calle de Damas, que estaba a dos cuadras, a que el otro se confesara, que fuera a misa y comulgara. Luego pasaba por él y se iban a echar desmadre. “Qué fácil es ser católico: llevar una vida de homosexual y continuar yendo a misa”, decía.

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A André Coyné le encargaron la Alianza Francesa del sur, que fundaron cerca del Parque de la Bombilla, donde estaba el monumento más bizarro que ha existido: mucho tiempo tuvieron ahí el brazo de Obregón embotellado en formol.

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Luis Mario fue a la Facultad de Filosofía y Letras a tomar algunos cursos, y a conocer a los investigadores del Centro de Estudios Literarios de la maestra María del Carmen Millán. Lo acompañaba una amiga argentina, Irma Cuña, que era buena poeta. En una ocasión la viuda de Alfonso Reyes, Manuela Mota, estaba internada en el hospital y la fui a visitar. Irma Cuña estaba también en la sala y me pidió que saliera porque iba a entrar al baño y no quería que la viera pasar. “Quiero que te salgas”, me dijo Irma. Doña Manuelita preguntó “¿Por qué?”, “No quiero que me vea,” contestó; entonces ella dijo muy pícara: “Dirás que no quieres que te oiga cagar.”

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Luis Mario tenía una prodigiosa habilidad para hacer amigos, era muy simpático. Recuerdo la primera vez que lo invité a comer a mi casa, luego a la biblioteca, a tomar café. Lo dejé solo un momento y cuando regresé me dijo: “Pero che, cómo te vas y me dejás aquí, que soy un ladrón de libros irredento.” Entonces me empezó a enseñar los volúmenes que ya traía en los bolsillos: en los del saco interior, en los del saco exterior, en los del pantalón posterior y los laterales, en los calcetines, tapados con el pantalón. Le llamaban “El Buitre”, porque se hacía amigo de escritores ancianos y enfermos. Eran expertos, él y Miguel Capistrán, en hacerse heredar por ellos. Los denunciaron por andar zopiloteando. Luego se hacían amigos de las viudas, quienes les permitían explorar los papeles. Él y Capistrán eran expertos, trabajaban en conjunto. No sé qué tratos tenían. Eran dos aves de rapiña. Luis Mario era un águila para averiguar dónde estaban los tesoros de los archivos. Él y Capistrán son los editores de la obra de Jorge Cuesta.

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Hubo un caso muy sonado: el de un erudito, gente de libros de toda la vida. La viuda los denunció a los dos de haber saqueado documentos importantes. Cuando murió Julio Jiménez Rueda, María del Carmen Millán nos encargó a Luis Mario Schneider y a mí trasladar su biblioteca a la Biblioteca Central. Don Julio había formado con María del Carmen el Centro de Estudios Literarios y había acordado con ella heredar su biblioteca a la Universidad.

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Luis Mario y yo nos encontramos con la viuda de don Julio, la señora Ortiz de Montellano, hermana de Bernardo, un gran escritor. Ella era una leona. Cuando llegamos y le dijimos que veníamos a recoger la herencia, que nos dejara llevarnos los papeles de don Julio, puso el grito en el cielo. Dijo que no se valía, que esa biblioteca era de ella y que la iba a vender para poder vivir los últimos años de su vida. Muchas viudas de literatos tienen esa herencia: bibliotecas especializadas en un tema, en una época, en un país. Invendibles en México.

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En la biblioteca de don Julio nos encontramos una sección pornográfica de libros y revistas europeas, sobre todo revistas francesas de vodevil, espectáculos a los que seguramente asistía y de los que coleccionaba sus programas lujosos con fotografías. Todo eso lo pusimos en cajas con marcas especiales para la maestra María del Carmen. Cuando le preguntamos qué había hecho con esas cajas para poder verlas a placer, nos dijo que las había tirado, que las había quemado para guardar impoluta la memoria del maestro. Siempre hemos tenido la duda de que ella se apropió de ese tesoro.

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A partir de lo que Luis Mario y Capistrán hallaron en algunos archivos lograron que la Universidad publicara la obra completa de Jorge Cuesta, que entonces sería incompleta porque años después le agregaron otro tomo, y siempre están apareciendo textos desconocidos. Muertos ambos, puedo decir que nadie ha continuado la búsqueda de Jorge Cuesta, que yo sepa.

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Las universidades de Estados Unidos están ávidas de llevarse nuestras bibliotecas. A mí me da rabia saber de tantas que se apropian. Hay universidades que compran en vida esas bibliotecas, y se esperan hasta la muerte para recogerlas. Luis Mario, según tengo entendido, le vendió su biblioteca a Emilio Chuayffet.

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Luis Mario tenía casas por todas partes: Argentina, España, México y Estados Unidos. También tenía una casa con Coyné en la Costa Azul. Con Margo Glantz hizo su casa en Coyoacán. Además, con la poeta Margarita Villaseñor reconstruyó y remodeló una casa en la calle de Colima. Un día Luis Mario se rompió la pierna y me llamó para que fuera por él porque estaba imposibilitado; cuando llegué ya se había ido. Margarita me explicó que ya se había ido definitivamente, era una mujer muy rica que se había traído de Guanajuato con todas sus cosas: muebles antiguos e increíbles.

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Una vez se me acercó un alemán de la Facultad de Filosofía y Letras para proponerme que le ayudara a comprar un terreno muy grande en Malinalco. Le dije que no sabía ni dónde estaba ese lugar, que ahora sabemos que es importante por sus ruinas prehispánicas y porque fue centro de formación de los jesuitas. Está muy cerca de Chalma. Malinalco es precioso. Se puso de moda en tiempo de Carlos Salinas de Gortari, cuando ahí se fue a veranear la famosa “efebocracia”. Luis Mario compró en un lugar alto, contiguo a la propiedad del político más importante de México de aquella época, Carlos Hank González, quien por cierto le regaló a Fernando Benítez su casa preciosa en esa parte alta de Malinalco. Pero cuando Benítez fue a conocer su nueva casa se fue manejando y casi se mata por las curvas sinuosas de la carretera, sobre todo antes de llegar a Chalma. Luego le reclamó a Hank González por qué quería matarlo, que mejor le regalara una casa en otra parte. Y le dio una en Coyoacán, increíble. Le encargó a Benítez que hiciera una historia de la Ciudad de México. Benítez pidió libros de todo el mundo. Hank se los traía para investigar. Fernando nos encargaba el trabajo a sus amigos: a José Emilio Pacheco, a Carlos Monsiváis, a mí…

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Luis Mario Schneider hizo una gran biblioteca, muy grande. Con dos plantas internas, como la Capilla Alfonsina. Pasaba grandes temporadas ahí, escribiendo, investigando. ¿Cómo podía meterse en aventuras como ésa sin un centavo? ¿Cómo pagaba?

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Aquí en la Ciudad de México, Luis Mario tenía la habilidad de que la gente le prestara su casa cuando se iba de viaje. Eran casas que él convertía en una fiesta continúa, y todos gozábamos de sus préstamos. Pero él también tenía un departamento en Coyoacán, cerca de la casa de Margo Glantz, con quien tuvo una hija. Él ya tenía un hijo en Argentina. En una ocasión me dijo que la mujer argentina había venido y lo perseguía mucho, se lo quería llevar de regreso. Con Margo no duró mucho. Tuvieron a su hija Renata. Margo también había tenido otra hija de Francisco López Cámara, un intelectual de la pandilla de Enrique González Pedrero, el que fue gobernador de Tabasco, esposo de Julieta Campos, íntima de Margo. Julieta me reclamaba por las colaboraciones de Margo que publicaba en unomásuno, porque decía que nada más la exhibía.

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Estando en Malinalco Luis Mario tuvo problemas cardíacos a finales de 1998. Se vino una noche en su Volks Wagen a la Clínica Londres, donde lo atendieron y lo salvaron. Lo salvaron unos días porque después murió, el 18 de enero de 1999. Nadie lo esperaba. Margo se dolía de que Luis Mario no le hubiera heredado nada a su hija Renata. Esa es la vida azarosa de tantos intelectuales que nos visitan, que viven de nosotros pero que nos dan sus descubrimientos que no somos capaces de hacer.

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FOTO: A principios de los años 60, Luis Mario Schneider llegó a la Ciudad de México. Junto con Miguel Capistrán logró una revaloración de la obra poética de Jorge Cuesta./Fotografía tomada el libro Lo que Cuadernos del Viento nos dejó, de Huberto Batis.

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