Breve semblanza de un vampiro: Manuel Rodríguez Lozano

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Como participante de un periodo en que el arte mexicano buscó alejarse del trance revolucionario, Manuel Rodríguez Lozano reinventó constantemente su ideario estético con una capacidad única para manipular la perturbación de todo, eso que algunos llaman perversidad. Esta es la breve semblanza de un vampiro, un artista que creó sus propios símbolos del deseo, la luminosidad y, por qué no, la redención

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POR GUILLERMO ARREOLA

En una ocasión, hace ya años, le confié a un amigo muy diestro en cuestiones pictóricas lo mucho que me entusiasmaba la pintura de Manuel Rodríguez Lozano.
—Ten cuidado —me advirtió—, Rodríguez Lozano chupa las almas.
En otra ocasión, mucho más reciente, se me apareció Manuel Rodríguez Lozano en un sueño. Le pregunté:
–Manuel, ¿qué es la verdad?
–La verdad —me respondió— es el pez que quieres atrapar con la mano en un río que se está incendiando.

 

 

1
Una silueta oscurecida dice su nombre: Manuel Rodríguez Lozano, y el sonido de su voz arrastra ecos de otros nombres. Al decir su nombre se alumbra, despierta, por así decirlo: la silueta se corporiza, se apersona, adquiere movimiento, quiere ser vista, quiere ser contada: quiere ser en nuestros ojos. Se muestra, muestra sobre todo su rostro, se aperfila, luego se nos enfrenta, se exhibe, y al hacerlo parece que dijera: “Este es mi reino”. De súbito, extiende las manos hacia su costado derecho y aparece un lienzo blanco que se incrusta en el aire y en el que empieza a dibujar y a pintar. Y la nada del lienzo se llena con la forma, y Rodríguez Lozano se vuelca con materia de colores que fluye de sus dedos, la continuidad del tiempo se anula, se condensa y luego quiere volar, y al querer hacerlo se revela, expira: emerge sobre el lienzo un rostro, una cabeza, unos hombros, un hombre. Y detrás de él: un paisaje, cezanniano por la pincelada, que abarca casas, torres de iglesia, la esquina de una calle, árboles. El hombre pintado por Manuel Rodríguez Lozano lleva puesta corbata y una gabardina con cuello alzado. La piel de su cara recibe –¿o exhuda?– una luz rojiza anaranjada. Su mirada es taciturna, y la tristeza que transmite pareciera ser el único sostén del rostro. La mirada ha sido pintada, atrapada, en el instante mismo en que los ojos empiezan a guarecer nubes, nubes que se antojan llanto suspendido, llanto crucificado en la superficie, tumba del tiempo. Es la mirada que precede al desbordamiento. Todo aquí es ya crepúsculo, y sin embargo la pintura es también una pieza que se quisiera feliz, y lo es en su composición colorística, en su emerger. El cuadro quisiera convencernos de que nos ve de frente. ¿Será por ese aire draculiano que permea el rostro que aparece en él? De hecho, cualquier espectador al observarlo podría sentirse asaltado por una intención hipnótica, y evocar la palabra vampiro y a su representante cinematográfico por antonomasia: el actor Bela Lugosi. ¿A quién mira? No, no a nosotros. A él, a su autor. ¿En qué lugar se halla? El paisaje concordaría muy bien con alguna población literaturizada o cinematografiada para un drama romántico. ¿Y si fuera un pedacito de El Oro, el pueblo de origen de Abraham Ángel, el pintor discípulo y amante de Manuel Rodríguez Lozano que muriera a finales de octubre de 1924 a los 19 años de edad? Rodríguez Lozano firma y data su cuadro: Yo, nombre, y debajo: 924. Ha terminado, se aparta del cuadro, se sacude las manos; enseguida, lo observa: el cuadro de su amor yo, el cuadro de él. Él es el cuadro. Un autorretrato.

Autorretrato de Manuel Rodríguez Lozano (óleo sobre tela, 1940).

 

 

2
Veo a Manuel Rodríguez Lozano pasear por su pintura; espolvoreándola de mandamientos, y restregándola con la piel de la que se va despojando su vida para ser otra, una y otra vez, como si se dispusiera a efectuar un robo ontológico a su propio porvenir; lidiando para que su obra no sea como la de los demás; para que no caiga postrada ante el despliegue ideologista que deviene a veces folclor en la expresión nacionalista que permea y define al arte mexicano de una gran parte de su época; para que no se confunda con el despliegue tributario que puede derivarse de la adscripción a algún ismo; que no se fusione a la intención colectiva de refundación artística de un país tan violentado saliendo de trance revolucionario; y sí para que reconozca su tragedia en el tiempo, la eternidad misma, que, supone el pintor, detenta el pueblo; si se trata de develar el alma de mi pueblo, será, pero a mi modo, parece decir a través de sus obras. Y esboza su pintura, la presiente, la invoca, la urde, para que se apareje, despojada ya de anécdotas, total en su tragedia, al peso de los acontecimientos de su propia vida, de su entorno, de la ley de su deseo.

 

Cuánto debió haber luchado Manuel Rodríguez Lozano para hacerse creer que establecía distancia definitiva entre aquello de lo que se había nutrido su ojo en el extranjero y de la realidad de su país que se levantaba de entre la ceniza y el plomo; cuánto debió haber pactado con su propia palabra, fuego de su pensamiento, para que la palabra se aliara, encajara y descubriera una obra pictórica, la suya, que se planteaba tan cerca de México, en su mera entraña, y tan lejos de sus iguales. “Hay que desentrañar el alma del pueblo, y no caer en jicarismos, en este México, país de geometría, de precisión, luminoso y claro hasta la crueldad”, dice. Lo veo ir y venir, de niño cadete, enceguecido por la pecaminosa actitud con que se regía la sociedad de su adolescencia; lo veo haciendo cuentas con el amor, mutando luego de vampiro a Cristo, pugnando por la redención, y la culpa de la duda de no ser lo que necesita hacer creer que es. Lo veo frente a su obra, impregnándola de símbolos, los construidos para enigmatizar el transcurso de sus años. Lo veo enigmatizándonos. Lo veo abominando de las guerras y repartiendo bombas verbales, resquebrajando tabúes.

 

Se dice que era perverso, y si por perverso entendemos la capacidad para planear y manipular la perturbación de todo, Manuel Rodríguez Lozano lo era en sumo grado, afortunadamente. No hay quizá otra obra en la pintura del arte mexicano, tan bien desarrollada y ejecutada a la par de un ideario estético personal, férreo en su expresión teórica, y la construcción de una personalidad tan demiúrgica como la de este pintor. En enero de 1959 declaró: “Puedo afirmar que desde el tiempo de los mayas y los aztecas, nadie ha descubierto nuestro país como yo lo he hecho, porque tengo una gran inquietud por conocerlo todo”.

 

 

3
Se ilumina el hipotético escenario de lo biográfico. En el centro, dos figuras se acercan en torno a una fuente. Se asoman a ella, se agazapan en la contemplación de sus propios rostros en el agua. Es Manuel Rodríguez Lozano y Carmen Mondragón, la posteriormente conocida como Nahui Olin. Alrededor de las dos figuras brotan polvaredas, y se oyen estruendos de balazos y el sonido de cascos de caballos. De entre las polvaredas sale la figura de un hombre. Es el general Manuel Mondragón, padre de Carmen. El general se aproxima a la pareja, los insta a ponerse de pie. Ve primero a Carmen y luego a Manuel. Enseguida, empieza a mover las manos frente a ellos como si fuera a ejecutar un acto alienista.

Autorretrato de Manuel Rodríguez Lozano (Óleo sobre cartón, 1924).

 

 

4
Encuentro definitivo o definitorio el que ocurre entre Carmen Mondragón y Manuel Rodríguez Lozano, cuando él se desempeña como cadete del Colegio Militar –aunque la posible avenencia carnal futura entre ellos podría haberse visto menguada por la homosexualidad de él–. Pero más definitiva será la intervención del general Mondragón en la modulación de ese encuentro. Si el general inventaba cañones, qué le costaba inventar remedios para la frenética capacidad de insumisión de la hija a las ataduras morales de la época. Y es que, se cuenta, Carmen pide cadete de nombre Manuel a su padre, como pedir un dulce para su antojo. Carmen y Manuel se casan, y el tiempo de matrimonio, que dura de 1913 a 1921, con transcurso la mayor parte en Europa, debió haber sido muy tormentoso, a saber sobre todo por las opiniones que cada quien daría del uno y la otra, y con un suceso funesto: la de un supuesto hijo que muere pequeño, por accidente dirán allegados a ella; a manos de ella, dirá él. El suceso es muy nebuloso.

 

Si Manuel ha accedido casarse con Carmen bajo presiones del padre de ella, no es de ninguna manera sin la clara certeza de la obtención de beneficios. Basta considerar las ventajas que se agenciará, por influencia del general Mondragón obviamente, para su carrera como diplomático en ciernes. De abril de 1913 a noviembre del mismo año, consigue tres nombramientos de ascenso, siendo el último de ellos el de Escribiente Auxiliar del Consulado General de México en París. Y que serán preámbulo para su nombramiento como Oficial Tercero del Departamento de Asuntos Internacionales en junio de 1914.

 

Hay fotografías del enlace matrimonial, efectuado en agosto de 1913. Y en particular una donde Carmen y Manuel aparecen, de pie, vestidos de novios; ella con gesto de cierto asombro, o de cierta incomodidad por estreno de investidura que le otorga su estatus de casada, y que ella nunca obedecerá, naturalmente–; él con la mirada bien dirigida al lente de la cámara, ¿o al fotógrafo?, ¿o a alguien más que se halle cerca de éste? Tiene, además, una mano metida en la bolsa del pantalón, como para remarcar su sexo. O la moda masculina de entonces dictaba apreturas en el tiro de los pantalones, develando protuberancias genitales, o el novio al meter la mano en su bolsillo y acercarla a su miembro, que está obviamente erecto, algo quiere indicar. “Este es mi reino”, pareciera pensar, con su mano tan cerca de su sexo.

 

¿En qué fechas de su vida habrá identificado Manuel Rodríguez Lozano que la pintura era la mejor alianza que podía tener su pensamiento, ese horno donde forjaba el lenguaje su llameante daga?

 

Se ha dicho que fue Carmen quien enseñó a pintar a Manuel, hipótesis totalmente descabellada, pues ¿cómo va a enseñar a pintar alguien cuyas composiciones pictóricas apenas alcanzarían el adjetivo de “destello”? Las relaciones Rodríguez Lozano-Mondragón es una entre las de la historia del arte mexicano que mayores rumores ha suscitado. Se rumoró, por ejemplo, que entre Carmen y su padre el incesto reclamó también su aroma; se rumoró que entre Rodríguez Lozano y el general Mondragón perpetró su fiesta Eros. Entre rumores y rumores no es desatinado creer que fuera Carmen quien estimulara a Manuel a tocar, dicho a la luz de la cursilería, a las puertas del arte. Y al hacerlo, ¿lo consideraría Manuel para perseguir algún tipo de inversión, social especialmente; o como un refugio propicio, el ámbito del arte, para la realización o sublimación de sus más íntimos deseos? ¿Y si anduviera en busca de algún tipo de heroísmo?

 

“La demagogia que reina y la falta de heroísmo de los pintores han sido hasta este momento el aspecto visible de su decadencia”, escribió en un artículo, no fechado pero que se ubica en su producción escritural de entre 1925 a 1930. Sea con las intenciones que fuere, lo cierto es que a Manuel Rodríguez Lozano sí se le abrieron las puertas del arte –y él procuró que fuera de par en par, mediante la disciplina, la pasión y la entrega–. “Es trabajando, como aparece la única posibilidad de que el artista llegue por sus propios medios a las grandes creaciones”, escribió en 1943.

 

“Mi corazón y mi cabeza marchan paralelos, mas no se mezclan. Mis afectos vienen del corazón y mis juicios de la cabeza”, escribió en 1959. Su pintura, ¿será el resultado también de juicios o de afectos? ¿O será el de una especie de religión como la que profesaba al pueblo?, su pueblo, el particularizado a través de palabra e imagen; el pueblo, al que anhelaba quizá pertenecer, entregarse, o fundirse con él. El pueblo, para el que exigía a México entero la devolución de su corazón, de sus emociones, del reconocimiento de su propio universo.

 

En 1920, en San Sebastián, Manuel Mondragón Valseca (hermano de Carmen) fotografía su rostro, una de las pocas fotografías que se conocen del pintor en la que parece disponible a obsequiarnos con el esbozo de una sonrisa. ¿O son en realidad sus ojos los que sonríen? La fisonomía agriegada de Rodríguez Lozano deslumbra por su belleza, y al deslumbrar casi nos hace postrar la vista, nos hiere. El rostro parece decir: “Este es mi reino”.

 

Las informaciones sobre el periodo europeo de la pareja Manuel Rodríguez Lozano y Carmen Mondragón no son abundantes, pero destaca la del encuentro y trato que tuvieron con Pablo Picasso y Georges Braque, aunque no se sabe hasta qué grado, pero sí que Manuel volverá a tener contacto con Picasso –dicho por él– en los años treinta, y de Picasso recibirá en obsequio una obra gráfica autografiada.

Manuel Rodríguez Lozano y Carmen Mondragón en su boda en 1913.

 

 

5
El elemento de Manuel Rodríguez Lozano era el fuego, y por lo que se sabe de un colapso mental, un ataque de locura, que precedió a su muerte, ocurrida en 1971, no consiguió domarlo. ¿Tendría que hacerlo? Y es que el fuego no se doma, menos cuando el juego del fuego es el fuego mismo. El fuego del amor, el fuego de la palabra, el fuego de la amistad, el fuego del arte, estar en el fuego, irse desvaneciendo hasta ser sólo uno: pura lumbre.

 

Nada de la frialdad dominante atribuida a ciertas gamas colorísticas en una parte de su obra; gamas: terminología al fin para nombrar la técnica: la técnica, esa prestidigitadora que desvía la visión del espíritu del artista. “La técnica en arte es el asombro de los bobos”, escribió en 1943. En sus pinturas hasta en los azules se siente la palpitación de su fuego, dejando su marca en la violencia travestida de gelidez, en la desolación de sus desiertos. El fuego sediento. El fuego que no termina por encontrar su agua incomprendida, el nombre de su orfandad. El fuego, la forma de vida más instantánea. Cómo me gustaría sacarle una radiografía a una de las pinturas de Rodríguez Lozano, una de las del periodo identificado como la “época blanca”. ¿Qué habrá debajo de esas pinturas?, ¿llamas o ceniza?

 

Por el día de nacimiento, 4 de diciembre, decía él, sabemos que tenía el Sol en Sagitario, y a Sagitario corresponde el elemento fuego; por la ausencia de un acta de nacimiento, y el desconocimiento de la hora precisa en que vino al mundo, su destino muestra desacato a ser esbozado a mayor escala por la vía astrológica. Se ha consignado como su año natal tentativamente el de 1890 pero también el de 1891.

 

La inteligencia molesta, la belleza hiere y el talento provoca envidias infernales que deviene en enemigos y procura duelos o abandonos, paranoias incendiarias, soledades abrumadoras, pero también convoca multitudes. Manuel Rodríguez Lozano era una soledad multitudinaria. Poseía los tres atributos: inteligencia, belleza y talento. Y uno más: el don de la lengua, que en su caso restallaba filo, el filo de la claridad; se rebelaba, se ensoberbecía, la lengua, que golpeaba como un fuego; generosísima por otro lado, por ejemplo en su opinión sobre la obra de sus discípulos; a Abraham Ángel lo llamó “el mejor pintor de México”; a Emilia Ortiz la definió como “la mejor pintora de México”; de Nefero dijo: “cuando digo que Nefero tiene talento y es un gran pintor lo hago basado en el conocimiento de lo que es la pintura”. Y aparte de generosa, magnánima es la lengua de Rodríguez Lozano hasta en la supuesta traición. “Lo hecho, hecho está”, dicen que respondió a su también discípulo Tebo cuando éste le confesó haber sido quien había robado los grabados por los que el pintor fue encarcelado.

 

“Soy hombre sin precio”, fue una de las autodefiniciones que se otorgó, pero él pagó todos los precios: los precios de su época, los precios a su deseo, los precios de su amor, los precios por su independencia artística, los precios de la bajeza mexicana –como llamó Rodolfo Usigli al vergonzante encarcelamiento del pintor–. Pagar, pagar, pagar precios, antes que tributos. Hasta en su pintura, en la serie de cuadros etiquetados como los colosos, se encargó Manuel Rodríguez Lozano de saldar cuentas con la genealogía artística de donde su ojo abrevó –dígase Pablo Picasso, dígase reminiscencias de la cultura griega, dígase pintura metafísica–. “Necesito demostrarle al mundo que mis colosos me emparejaron con Picasso”, le confió a su discípulo Nefero.

 

 

6
Se ilumina nuevamente el hipotético escenario de lo biográfico. En una esquina está Manuel Rodríguez Lozano, de pie, estático. En otra, aparece una mujer, vestida elegantemente y cubierta la cabeza con un sombrero, y dice: soy Antonieta Rivas Mercado. Al fondo, un retrato de Salvador Novo, firmado por Manuel Rodríguez Lozano. Antonieta Rivas Mercado ve a Manuel, a lo lejos, con cierto embelesamiento. Se le aproxima a paso lento. Se miran de frente, y enseguida se distancian, con cierta violencia. Da la impresión de que, por principio, se repelen. Luego, vuelven a aproximarse, se saludan. Ella se despoja de su sombrero, lo arroja al suelo. Él le extiende un brazo, como si la invitara a bailar. Ella le extiende los dos, como si quisiera entrar en un espejo. Vampiro frente a vampiro. La Leyenda observa. Transcurre el tiempo. Se escucha un balazo. Luz como un rayo súbito. Ahora vemos a Manuel Rodríguez Lozano vestido elegantemente, cargando una maleta, de pie frente a un navío.

La piedad en el desierto, de Manuel Rodríguez Lozano (óleo sobre tela, 1945).

 

 

7
Cuánto mundo, cuánta gente, cuanta carne, cuánto espíritu, cuántas guerras, cuánto tiempo habrán conocido las manos de Manuel Rodríguez Lozano, que hasta el porvenir se dio su paseo por ellas y se hizo vislumbrar en cuadros con composiciones que parecieran exigir lugar en algún aspecto de nuestro violento presente mexicano. Véase para muestra las pinturas La tragedia en el desierto, de 1940, o El abismo, de 1953. En ellas, el dolor –¿o la imperturbabilidad del dolor?– alcanza un grado siniestro, no sólo ante la presencia callada de la muerte, sino ante la sugerencia, muy tenebrosa, de que el dolor proviene de un crimen. Manos que pintan lo que no se puede decir, y escriben a la luz de su pensamiento, el de la pintura. Pero también manos que garabatean sentimientos, o su simulación: “Carmen mía, guarda ésta y recuerda mi inmenso e incomparable amor”, escribió Rodríguez Lozano en una fotografía que le tomó Martín Ortiz, cerca de 1915, y dedicó a Carmen Mondragón.

 

En 1940, Manuel Rodríguez Lozano pinta su segundo autorretrato al óleo. En él su rostro se asemeja a un teorema, y sus manos: completas, armoniosas, como si al querer levantar camino hacia su rostro, rostro levemente blanquecino, se congelaran de pronto para formar una cruz acostada. La luz blanca, muy empastada, que se asoma por la ventana que hay detrás de su cabeza parece susurrar: destino. Y los ojos del pintor dicen: “Este es mi reino”.

 

 

8
Al contrario de con Carmen Mondragón y Rodríguez Lozano, la naturaleza mostróse muy tacaña con Antonieta Rivas Mercado en el rubro de la belleza física. Culta, sí es; pero ¿inteligente? Rica sí es, pero ¿talentosa? La “Señora” como le decían los “Ulises”, jóvenes escritores que posteriormente serían conocidos como los Contemporáneos, y que constituyen el mayor vínculo artístico entre Rodríguez Lozano y Antonieta Rivas Mercado, se antoja toda una patrona de su entorno, generosa y comprensiva para con aquellos que compartían sus ideales culturales. Bien conocida es la pasión que prodigó al pintor, cuya expresión a través de 87 cartas que le escribe entre 1927 y 1931 alcanza niveles vampirescos, aderezados con teñiduras místicas, y también es conocido el aprovechamiento que él obtenía de ello para acrecentar influencia –sobre las decisiones de ella, naturalmente–, y robustecer su egolatría. Al margen de pasiones no correspondidas y nutrimentos para la soberbia de una y de otro, la médula de su amistad se materializa en la capacidad que ambos tenían para concertar y crear fenómenos culturales. Y la que más se vio beneficiada fue la cultura de los últimos años de la década de los veinte del siglo pasado; y en el presente la historia, oráculo del pasado desplegando mitos. Del entramado de esas relaciones surge el fomento al teatro, la edición de tres obras literarias de cierta importancia, y la creación de una orquesta sinfónica. Si la amistad entre ellos no es equitativa en la igualdad de los sentimientos, en los deseos, en mucho habrá dejado marca en Rodríguez Lozano el desenlace fatal con que Rivas Mercado corona su breve existencia –mediante tiro en el corazón, el 11 de febrero de 1931, en la catedral de Notre Dame, en París, ni más ni menos la misma ciudad en que el artista fraguó su formación pictórica–. Y el suceso se suma a la agenda de afectos agredidos por la muerte para Manuel, agenda ya menguada, siete años atrás, por el fallecimiento de Abraham Ángel (del corazón, se dice, o por una sobredosis de droga). Y si verbalmente el pintor se mostrará avaro en rememorarla; no escatimará pictóricamente en la persistencia de su recuerdo. Considérese el retrato a tinta que hace de Rivas Mercado en 1934. Mucho tiempo debió ocupar en la mente del pintor la imagen de Antonieta, cuyo rostro –muy embellecido– parece tomar por asalto algunas otras de entre las mejores de sus piezas, aunque no se consigne su presencia. Véase por ejemplo el cuadro Rebozo blanco de 1943, se verá todavía mejor si se compara con el dibujo a tinta antes mencionado. Aunque el rostro de la mujer de Rebozo blanco evoca en su embellecimiento también rasgos de la actriz Dolores del Río, a quien Rodríguez Lozano profesó amistad. ¿Es Antonieta travestida de Dolores del Río, o es Dolores del Río antonizada? Y algún sitio ocupará también presencia Rivas Mercado en algunos de los cuadros de la serie Santa Anna muerta.

 

 

9
Qué largo camino el de Manuel Rodríguez Lozano hacia las manos. En algunas de sus primeras pinturas, las manos de sus figuras son manos que se rehúsan a veces a mostrarse; como si se ocultaran de la mirada de su creador –¿o como si quisieran huir de ella?–, como si ellas mismas declinaran a ser miradas por los otros; o se desfiguran y se deforman, se alargan, quieren amasijarse, adquieren un matiz monstruoso, se agarfian, se anidan. Quisieran encubrir algún secreto, y al hacerlo rebelar alguna culpa. Qué extrañas son las manos, y los brazos, del padre de familia en Familia obrera, de 1927. Y las de El joven del suéter, del mismo año, manos con dedos casi de madera. Y una de las manos, en el entrecruzamiento de brazos, de la figura que aparece en Retrato de muchacha, de 1926, podría alcanzar la variante de un ala grotesca. Considerando el excelente dibujante que fue Rodríguez Lozano, su renuencia para dar configuración anatómica con congruencia figurativa a las manos en las obras que menciono, se excede en medida de capricho, o se somete a la voluntad de desfiguramiento en pos de mayor capacidad expresiva para la obra. ¿No era la desfiguración uno de los elementos que, subrayaba, más le atraía de los exvotos?

El joven del suéter, de Manuel Rodríguez Lozano (óleo sobre tela, 1927)

 

 

10
Veo a Manuel Rodríguez Lozano en actitud siempre dramática frente a la elaboración de su pintura. Hasta en las que se autoriza para practicar la luminiscencia colorística, o en la monumentalidad de sus colosos se siente su aprehensión dramática. ¿Qué tanto peso se necesitará para proclamar que la gravedad de un ser humano, tal como lo ve él, se asemeja al peso de los dioses?

 

Veo a Rodríguez Lozano, en 1924, reformando el método de dibujo que sistematizó Adolfo Best Maugard para impartir enseñanza artística en el marco de la educación escolarizada, e incorporando por su parte su gusto por los exvotos, para que desde niña el alma mexicana aprendiera a reconocer y representar las deformidades que emanan de la devoción y el milagro. Y lo veo cobrándoselas al grupo del Teatro Ulises, a causa de la omisión que de él hiciera el cronista y poeta Salvador Novo en un discurso sobre las actividades de esta agrupación. El resultado: disolución de Teatro Ulises. Tan generoso que había sido Rodríguez Lozano al pintar el retrato de Novo, rodeándolo de luminosidades fauvistas, en una escena citadina. Hasta de guapura lo había dotado, ¿o será que supo atrincherar con destreza el ímpetu de la edad de Novo, ímpetu propio de toda juventud, para plasmarlo en colores? Sea como sea, el retrato ya es ícono en cualquier revisión que se haga de la figura de Novo.

 

 

11
Cuando vi por primera vez el fresco La piedad en el desierto, de Manuel Rodríguez Lozano, supe que uno es el tiempo y que el tiempo muere; que si se vive es a veces sólo por misericordia, por la misericordia con que nos regala la esperanza, ambición desesperanzada de hollar con nuestra alma la espantosa eternidad de la nada. El azul de su fondo, de ceniza y plomo, me recordaron la soledad oceánica de la pintura Monje a orillas del mar, de Caspar David Friedrich; los sepias corrompidos de su desierto me recordaron el oro corrompido de la materia –materia de tiempo– en la pintura El perro semihundido de Francisco de Goya y Lucientes. Las figuras de La piedad en el desierto, la del hijo yerto y la de la madre que sostiene su cuerpo, y lo aposenta en su regazo y en la tierra, me descubrieron la nobleza del sacrificio, que nos devuelve al origen en la rueda infinita del soñar para nacer.

 

 

12
Brutal debió haber sido, en 1941, siendo director Manuel Rodríguez Lozano de la Escuela Nacional de Artes Plásticas, la irrupción de la injusticia contra su persona en la forma del confinamiento carcelario al que fue sometido, a razón del delito de robo de los grabados de Alberto Durero El nacimiento de la virgen, La huida a Egipto y San Jerónimo en su celda, y del titulado Cristo depositado en la tumba, de Guido Reni. Haya enraizado la urdimbre del hecho en terreno político, o en venganza personal, y haya sido el verdadero ladrón uno de los discípulos del pintor o no, lo único verdaderamente irrefutable y que no admite confusiones es que en tiempo de desgracia y de infamia contra el pintor, el arte se alía a él como tierra-madre, ángel de consuelo y redención, materializándose en el fresco La piedad en el desierto, realizado en Lecumberri, durante los casi cinco meses que allí permaneció preso.

 

 

13
En un sueño recurrente diviso a Manuel Rodríguez. Me encaminó hacia él y él voltea a verme. Nos miramos frente a frente. Su contorno irradia una luz taciturna, un aura de vampiro; y de su mirada salen colores y líneas que se incrustan como flechas en el aire y van creando volúmenes que se ofrecen como cuerpos de dioses.

 

 

“¿Qué día es en el que estamos?”, pregunta.
“Estamos en la noche de un día, maestro”, respondo.
“¿Aquí es a donde he venido a bailar un danzón?”, pregunta.
“Aquí es donde la vida reposa de su último danzón”, respondo.
“¡Ah!”. “¡Ya vamos llegando a un puerto!”, exclama.
El tiempo cruje. Y yo despierto.
Afuera del sueño, una llovizna chorrea sus hilos en el vidrio de la ventana.
La pintura crea ficciones, su contemplación también.
Me hubiera gustado conocer su cuerpo.

 

 

FOTO: Autorretrato de Manuel Rodríguez Lozano (Óleo sobre cartón, 1924). / Tomada del libro Manuel Rodríguez Lozano. Pensamiento y pintura. 1922-1958.

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