Mayo del 68 revisitado: Badiou y Finkielkraut

Feb 24 • destacamos, principales, Reflexiones • 3471 Views • No hay comentarios en Mayo del 68 revisitado: Badiou y Finkielkraut

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Clásicos y comerciales

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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

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Le he cobrado afición a los libros hechos al alimón que reúnen, gracias al correo electrónico o a los buenos oficios de un moderador cordial, a un par de escritores o a dos intelectuales con posiciones encontradas. Ése es el caso de la conversación tenida en 2010 y publicada como L’explication. Conversation avec Aude Lancelin (Lignes), entre el neocomunista Alain Badiou (1937) y su tocayo, el liberal conservador Alain Finkielkraut (1949), que viene a cuento de las inminentes celebraciones por el cincuenta aniversario de los acontecimientos parisinos de mayo de 1968.

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Antes de entrar en materia –el libro trata no sólo del 68, sino de la fracasada campaña por la identidad nacional emprendida por el expresidente Sarkozy, de Israel y el judaísmo, así como del comunismo como hipótesis, pasado o devenir– no deja de asombrar a quienes aún vivimos en sociedades escasas en debate público, la vehemencia, en combinación con la hidalguía, con la cual se tratan adversarios ideológicos irreconciliables como Badiou y Finkielkraut. Pero no sólo ellos. Quien haya pasado por Francia durante alguna temporada electoral, se sorprenderá, ante la televisión, de los debates nocturnos entre los candidatos a distintos puestos de elección popular o de sus voceros, a veces violentísimos, pero nunca carentes de interés, fuentes verdaderas de información que ponen al votante en condiciones privilegiadas para ejercer su voto, si cabe. No puede ser de otra manera, cuando un Finkielkraut le dice a Badiou que entra en discusión con él para que los unos y los otros –los partidarios de ambos– abandonen sus automatismos, esa pereza intelectual extremadamente nociva.

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Se discute no para ponerse de acuerdo, meta acaso necesaria entre políticos pero prescindible entre intelectuales, pues el objetivo es “hacer surgir la verdad del diferendo”, como dice Finkielkraut, pues sin esa verdad, compartida muy lejos de la complicidad, desaparece la vida intelectual. Y el diferendo ante Israel, la identidad francesa y el comunismo, curiosamente es más profundo, que frente a 1968, entre Badiou y Finkielkraut. La moderadora Lancelin, cita al radical Badiou, quien en L’hypothèse communiste (2009) afirmaba que el verdadero resultado del 68 francés, y de su irradiación, fue la victoria del aborrecido capitalismo liberal, el cual absorbió, en la esfera del consumo, la transformación de las costumbres, el individualismo y el gusto por el placer, todas ellas ideas libertarias que aquellos jóvenes –uno diría que gratis– le brindaron.

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Finkielkraut coincide con el diagnóstico, pero donde el apocalíptico Badiou ve una derrota, él encuentra la victoria, una muestra más de la capacidad de la sociedad abierta para enriquecerse con los reclamos de sus nuevos protagonistas, integrándolos. Su rechazo del 68 y de su pensamiento está en una doble confusión introducida, acaso con nobleza, por esa generación, precisamente la de Finkielkraut. Primero, entre la dominación y la autoridad, esa confusión entre el maestro que conquista y aquel que enseña, según la distinción de Lévinas, el guía de Finkielkraut. Creer que la acción pedagógica, por más discutible que sea, es una violencia simbólica, resultó ser la maldición que el 68 lanzó sobre el futuro, a la cual se agrega (segunda confusión y para ella Finkielkraut cita a su camarada Simon Leys), la de ignorar que la democracia es el único sistema político aceptable siempre y cuando sólo se aplique a la política, pues ni la verdad ni la inteligencia ni la belleza ni el amor pueden ser democráticas.

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El igualitarismo del 68, su pulsión antiinstitucional, tan iconoclasta, según Finkielkraut, devoto educador en la estela de Alain, destruyó la escuela francesa, enardeció al magisterio en la doctrina de la revolución permanente y abolió la disciplina. Vemos –y hoy más que hace diez años cuando Finkielkraut hablaba– borrarse las fronteras entre el adulto y el niño, lo mismo que entre la cultura y el divertimiento pues la detestada cultura legítima no puede ser otra que la dominante. Peor aun: el afán de democratizarlo todo, obra de los sesentaiocheros, confirmó los temores de Tocqueville sobre la democracia, menos que el desprecio de Marx. Badiou, sin duda alguna, rechaza el elitismo aristocrático de Finkielkraut y rescata aquel igualitarismo de mayo justamente por ser incompatible con una democracia representativa que el antiguo maoísta execra. Pero coincide con que la victoria, en el 68, se la llevó lo que él llama una oligarquía mundial, a la vez destructora de la verdad y productora de desigualdad.

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Tiene mayor miga de lo que mis prejuicios suponían el universalismo de Badiou –fue por éste hasta San Pablo en un movimiento cuyos adversarios han calificado de antisemita– pues apela, paradójicamente, a lo más ilustrado que en el marxismo subsiste, precisamente: su sed de universalidad. Por ello, la identidad francesa, occidental y cristiana, pretendida por Sarkozy remite directamente a Badiou a la carnicería de la Gran Guerra y al régimen de Vichy, sustentados una y otro, en esa santa cruzada. Pero en su nueva predicación por los gentiles, Badiou fantasea en tratar a los inmigrantes musulmanes –reconociendo la naturaleza fascista de los grupos terroristas que actúan en su nombre– como los nuevos provincianos franceses –en un país cuya lengua sólo se homogeneizó a plenitud a fines del XIX– apoderándose con todo derecho de París. Como Rastignac, yo diría.

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Aquí el diferendo no puede ser más hondo: decía Finkielkraut que esos nuevos franceses aborrecen a su país de adopción –no hacía mucho de los disturbios del otoño de 2005– y son voluntaria, y orgullosamente extraños a su lengua, a su literatura, a sus paisajes, a su historia. ¿Cómo puede apelar Badiou, se pregunta el lector, al universalismo cuando el Islam es ferozmente particularista? ¿Qué compromiso puede pedírsele cuando Badiou aspira, sin proponer otra cosa que un no–lugar religioso, a enterrar la democracia representativa como lugar de encuentro? Trasladada a Israel y los palestinos, la polémica sobre la identidad entre el gentil y el judío, se vuelve todavía más borrascosa. Irreal la posibilidad de los dos Estados en la antigua Palestina, Badiou aboga por la disolución de Israel y su substitución por un solo Estado binacional, el cual, replica Finkielkraut, sería un Auschwitz demográfico, una liquidación de los judíos en la nación que construyeron como hogar.

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Discutiendo sobre el comunismo, que para Badiou sigue siendo una hipótesis factible de ingeniería social que el fracaso en el siglo XX no tiene porque descartar, éste insiste –viejo argumento– en la identidad de los contrarios. La sociedad democrática, dice, ha sido tan criminógena como la totalitaria. Quien desea destruir el viejo mundo para crear uno nuevo sobre sus cenizas, contraataca Finkielkraut, olvida, que como dijo el sabio judío Hans Jonas, el hombre auténtico, en su grandeza y en su miseria, siempre ha existido y existirá. Ante el pensamiento binario del neocomunista, enaltece la ambigua riqueza de lo humano, irreductible al ya remoto, sangriento, periplo de sus emancipadores, desde Espartaco hasta Mao, pues la violencia social le parece ajena al sistema capitalista.

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“La palabra explicación no explica nada”, decía el vate Rivas. Pero en el meridiano de L’explication, Badiou y Finkielkraut se encuentran no sólo como franceses declinistas, alarmados, desde el comunismo y desde el liberalismo, por la postración de una nación a la cual se sienten obligados a agasajar con sendas declaraciones de amor, sino que como hijos, Alain Badiou y Alain Finkielkraut, bajan la guardia. Uno, hijo de un alcalde de Toulouse; el otro, hijo de pequeños empresarios judíos deportados por los nazis y recobrados por Francia. Ambos son académicos premiados con la más alta dignidad que su Estado les ofrece. ¿Lo hacen por esa condición, gracias al mayo del 68 o por la identidad nacional a fin de cuentas compartida? No lo sé. Pero al verlos despedirse como “dignos hijos de sus padres”, el lector les da las gracias, de buena ley, por la conversación y busca, aliviado, a su Montaigne.

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FOTO: La identidad francesa y el comunismo son algunos temas sobre los que polemizan Alain Badiou y Alain Finkielkraut. En la imagen, una protesta en París en 1968.

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