Recuerdo de Felipe Cazals

Oct 23 • destacamos, principales, Reflexiones • 2900 Views • No hay comentarios en Recuerdo de Felipe Cazals

 

En memoria del cineasta mexicano, fallecido el 16 de octubre, este es un recorrido por su creación multifacética, que exploró desde la violencia en la sociedad hasta el decadente cine de ficheras

 

POR ROBERTO FIESCO
No había terminado la preparatoria cuando unos amigos organizaron un viaje a Oaxaca, el primero que haría sin mi familia; es decir, algo que se antojaba como una suerte de iniciación. Uno de los nuestros era de allá y nos llevó a conocer a un maestro de teatro que había sido muy significativo en su vida. Recuerdo aún con emoción su casa llena de libros y videocasetes —así quería vivir yo algún día— y a aquel hombre sonriente quien, seguramente aburrido de los adolescentes imberbes y acalorados, nos invitó a elegir una película de su colección para verla en la televisión.

 

Pancho Méndez, el mayor de nosotros, eligió Canoa (1975), la historia de un grupo de jóvenes empleados de la Universidad de Puebla que viajan a la Malinche y acaban linchados por los habitantes de San Miguel Canoa, teniendo como instigador principal a un cura que ve en ellos la representación de la amenaza comunista. Aquello fue el deslumbramiento. A los 15 años era difícil discernir qué era esa película que comenzaba como un documental testimonial sobre un anodino pueblo serrano y que iba transformándose, poco a poco, en una tragedia de proporciones épicas y, sobre todo, en una especie de metáfora de los sucesos cercanos de 1968 y su masacre de estudiantes.

 

A partir de entonces, las películas de Felipe Cazals se volvieron necesarias para mi incipiente cinefilia, que las perseguía en los remotos cineclubs de la Universidad o en los programas dobles de los cines Mariscala y Alex Phillips. Así pude completar el visionado de su monumental “trilogía Alarma” —bautizada por Ayala Blanco en honor de aquel célebre tabloide que daba cuenta de los más concupiscentes crímenes de nota roja—, donde se ubican El apando (1975), alucinante drama carcelario a partir de José Revueltas, con aquel inolvidable clímax donde los presos quedan inmovilizados entre tubos de acero, y El Carajo (José Carlos Ruiz, inolvidable) emerge para denunciar a su propia madre; y Las Poquianchis (1976), tal vez mi favorita por barroca y desmedida en su violencia prostibularia y en lo complejo de su estructura, con Diana Bracho, una pupila de las célebres lenonas, golpeando a su hermana con un palo hasta los límites del paroxismo. Crónicas de la violencia concebidas con rigor, mierda y sangre en pleno periodo echeverrista.

 

 

Un azaroso día, en el que tenía que entregar una escalera en los Estudios Churubusco, me encontré con Elvia Romero, brillante maquillista y gran amiga de entonces, que estaba filmando con Cazals, Las vueltas del citrillo (2004). En las calles que hay entre los foros deambulaban algunos extras asoleados, vestidos a la usanza de principios del siglo XX, mientras el desfile de técnicos acarreaba luces al set. Afuera de los cámpers de descanso estaban Jorge Zárate y Damián Alcázar vestidos de militares, y pude ver como Vanessa Bauche y Giovanna Zacarías, enrebozadas y con faldones, se acercaban a bromear con ellos. Eran los protagonistas de la película y yo me sentía, de verdad, en una fábrica de sueños.

 

Después de un millón de advertencias, Elvia me introdujo al foro de la película de Cazals, un lugar oscuro y excitante que penetraba por primera vez. Ahí, Ángel Goded, el fotógrafo, estaba cambiando luces y había un movimiento constante de eléctricos y tramoyistas. Algunos murmullos aislados alcanzaban a escucharse hasta que una voz potente gritó: “¡Silencio!” Y todo se detuvo. No se escucharon ni siquiera los pasos del ejército de técnicos que continuaba su labor. Volteé hacia el lugar de donde provenía el grito y vi a un hombre alto, solemne, de gorra y gafas, sentado frente al monitor del video village. Era el director, el demiurgo de ese misterio llamado cine, imponiendo su voluntad a una centena de personas; reafirmando con la imposición del silencio sepulcral en su foro aquella leyenda negra que se había empeñado en forjar de director cruel y maltratador, desde los tiempos de aquel fallido Emiliano Zapata (1970), que, en medio de desplantes, realizó para Antonio Aguilar. Una actriz me dijo un día: “Es un cabrón Felipe Cazals.” Salí de inmediato de ahí.

 

A los pocos meses, cuando comenzaba a dedicarme profesionalmente al cine, tuve la suerte de ser apoyado por el IMCINE para la realización de un cortometraje llamado David (2004). En el jurado estaba el maestro Cazals, quien también sería el asesor de realización de esa promoción de cineastas incipientes. Pidió que yo fuera el primero en pasar al patíbulo, porque creo que mi guion era el que más le había irritado. Mi contacto con él, hasta entonces, se había limitado a un par de cruces en el elevador del Instituto, donde él no era capaz de contestar un “Buenos días”.

 

 

Muerto de miedo, entré a la sala de juntas donde me esperaba. Comenzó diciendo que el IMCINE no tenía por qué apoyar un corto donde había una relación erótica entre un joven y un adulto, que los iba a meter en problemas. Le contesté que el año anterior habían apoyado un trabajo donde un niño tenía relaciones sexuales con la trabajadora doméstica de su casa y nadie lo había cuestionado, y le pregunté si el problema de mi película era que se trataba de una pareja homosexual. Se quedó callado unos segundos, asintiendo, y dijo: “Empecemos.” Lo que siguió fue una clase magistral, donde desmenuzó cada una de las escenas del guion, me explicó los pros y los contras de su construcción y me previno de lo que podía ocurrir con el crew ante tal o cual escena y cómo debía reaccionar ante ello. Su generosidad y sabiduría eran prodigiosas. Jamás obtuve tantas lecciones del oficio como esa mañana e, incluso, le pedí que firmara mi ejemplar de Felipe Cazals habla de su cine (Universidad de Guadalajara, 1994), libro de Leonardo García Tsao, verdadero ego-trip donde se encarga de derribar y construir su mito a lo largo de 300 páginas de conversaciones sobre cada una de sus obras, que debería ser lectura obligada para cualquier aspirante a director de cine en nuestro país.

 

Precisamente era la entrevista uno de los territorios donde parecía más cómodo. De frases contundentes y demoledoras, era capaz de analizar con profunda autocrítica su obra y de explicar puntualmente la utilización de un lente de larga focal —como él llamaba a los telefotos, traduciendo el término aprendido seguramente durante sus estudios en el Instituto de Altos Estudios Cinematográficos parisino a principios de los años sesenta—; la geografía del espacio cinematográfico, que le interesaba particularmente; las políticas culturales del sexenio en turno, o la historia de México, donde era un verdadero maestro.

 

Tuve la oportunidad de entrevistarlo cuando el IMCINE editó el DVD de Bajo la metralla (1982), relato claustrofóbico sobre una célula guerrillera, filmado en la escenografía que se había construido en los Churubusco para Amityville II: La posesión (Damiano Damiani, 1982), donde Cazals demuestra lo mejor de su investigación formal sobre la construcción del plano y algunos de los cuestionamientos más severos a la izquierda dogmática nacional. Sin embargo, previo a ella había dirigido Rigo es amor y El gran triunfo (ambas de 1980 y al servicio del cantante tamaulipeco Rigo Tovar), y la sexycomedia Las siete Cucas (1981), en uno de los momentos más bajos de su carrera y de una industria fílmica que el sexenio de López Portillo había prácticamente desmantelado. Cuando le pregunté por ellas me asombró su respuesta: “No hay manera de escupir sobre el trabajo que se hace. Trabajo es trabajo. Tengo que admitir el haber hecho las de Rigo Tovar y Las siete Cucas porque cobré. Y cuando un profesional en el cine cobra tiene que tragarse y asumir la responsabilidad. Eso no quita que sean abominables, son lo que son.”

 

 

Hace poco tiempo quise volver a entrevistarlo para un programa de TVUNAM que pretendíamos dedicarle. Cuando Georgina Cobos, nuestra productora, le llamó, él agradeció la invitación, pero se negó a la entrevista diciendo: “El cine se terminó para mí.” Me pareció una frase lapidaria para la carrera de un cineasta mayor que ya se había retirado cuando hizo Kino (1992) y que, sin embargo, regresó al plató a principios de siglo con una serie de frescos históricos que iban desde la decimonónica Su alteza serenísima (2000) hasta Ciudadano Buelna (2012), ubicada en tiempos la Revolución; cine vigoroso e inteligente, aunque de difícil lectura para el espectador contemporáneo.

 

En los últimos años pude verlo algunas veces en la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas cada vez que había un tema que le interesaba particularmente. La última vez que lo recuerdo en una asamblea, hizo una vehemente defensa de la candidatura de María Rojo para el Ariel de oro, que obviamente ganó y que él mismo le entregó a la actriz en la ceremonia pandémica del año pasado. Solía ser muy activo en el chat de la Academia escribiendo mensajes a veces muy crípticos, y otras detonando —o atajando— discusiones en torno al incierto futuro de nuestro cine; no escatimaba elogios a algunas películas y compañeros; y nos compartía incluso algunos de los tweets flamígeros que publicaba. Los últimos meses, supe de él por Giovanna Zacarías, con quien estaba desarrollando un proyecto que él tenía muy claro que ya no dirigiría, pero que quería dejar sembrado en una actriz a la que respetaba.

 

Su muerte, el sábado 16, anunciada en Twitter como todo ahora, generó numerosas especulaciones y llamadas de desconcierto en el medio. A mí me encontró en el rodaje de una película de Sergio Olhovich, contemporáneo suyo, que ahora filma una cinta sobre la expropiación petrolera. El interés por contar a través del cine la historia de nuestro país, probablemente muera con esa generación de directores. Sergio estaba triste. El asistente de dirección nos reunió a todos y el staff entero le dedicó un minuto de aplausos a un director capaz de concitar la admiración o el repudio. Jamás la indiferencia.

 

FOTO: El director Felipe Cazals (1937-2021) /Crédito: Archivo Mil nubes-Foto

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