Traducir a Shakespeare: he ahí la cuestión
POR VERÓNICA BUJEIRO
Quien ha experimentado a William Shakespeare, ya sea en la página o en la escena, sabrá que ante sus palabras nadie puede quedar indemne. La materia literaria, filosófica y emocional del autor irradia una vida que parece trascender toda regla de tiempo para llegar hasta nosotros y dialogar sobre las pasiones más profundas que ha conocido nuestra especie. Estaremos de acuerdo en la definición que hace el director inglés Laurence Boswell cuando dice que es “como un trozo de carbón que alberga energía en potencia”. Si seguimos esta idea, en el caso particular del lector y espectador mexicano, al no compartir la lengua original del autor, tenemos que reconocer que aquella “combustión” que lo hace cobrar vida se origina directamente en el trabajo de la traducción.
Por desconocimiento, pocas veces valoramos el quehacer de ese eslabón invisible que media entre nosotros y un autor clásico. Ese que es capaz de conectar dos realidades y tiempos que “trasladan” no sólo las precisiones y modos de la lengua origen a una lengua meta, sino que también se encarga de hacer adaptaciones que responden a la cultura vigente en la época. La traducción teatral, rubro especializado que conlleva una alta complejidad y conocimiento, opera bajo el entendido de que un texto dramático es ante todo una partitura y los retos incluyen, además de lo ya mencionado, el hacer vibrar la musicalidad y el drama hacia el verdadero cometido de toda la empresa: cobrar, literalmente, vida en el cuerpo de un actor sobre el escenario.
Desde la primer traducción al español realizada por Leandro Fernández de Moratín en 1798, ha transitado por las páginas del genial dramaturgo una lista distinguida de académicos especializados y escritores, entre los que se pueden mencionar a Luis Astrana-Marín, responsable de la primera colección de obras completas de Shakespeare, publicadas por el sello español Aguilar, así como el trabajo de la académica mexicana Enriqueta González Padilla, para la colección Nuestros Clásicos editada por la UNAM, y escritores como León Felipe, José María Pemán, Pablo Neruda, Salvador de Madariaga y más recientemente los reunidos en la colección Shakespeare por Escritores, realizada por la editorial colombiana Norma, como Circe Maia, Martín Caparrós, César Aira, Tomás Segovia, entre otros, bajo la coordinación del escritor argentino Marcelo Cohen.
Entre estas versiones subyace la polémica de la “literalidad radical”, con la que se ha criticado a la obra de Astrana-Marín, cuyo mayor obstáculo es que no representa un material susceptible a la decidibilidad que requiere un actor, versus las adaptaciones escénicas que trabajan minuciosamente el verso y la intención para proyectar adecuadamente la página hacia la escena, no sin contar el delicado tema de los localismos y la actualización al sentido de un lenguaje contemporáneo del texto.
Asimismo, podemos equiparar la suerte del autor dramático que escribe y nunca ve realizadas sus obras en la escena, con la del traductor cuyo trabajo, destinado al mismo propósito, se queda guardado bajo las tapas de un libro. Tal es el caso del brillante trabajo de Tomás Segovia, cuya traducción de Hamlet, ha sido considerada por Juan Villoro como “una obra maestra casi secreta. No se ha puesto en escena, ni ha contado con los lectores que debería tener”, pero que dichosamente fue reeditada por la UAM en conjunto con Ediciones Sin Nombre en 2009.
En México tenemos a uno de los mayores traductores de William Shakespeare en lengua hispana, Alfredo Michel Modenessi, doctor en literatura comparada, profesor de tiempo completo en la UNAM, quien es el único miembro mexicano de la Shakespeare Association of America, la International Shakespeare Association y la International Shakespeare Conference. Michel ha sido responsable de las traducciones utilizadas en puestas en escena recientes como Otelo y Julio César dirigidas por Claudia Ríos (en 2009 y 2013, respectivamente), Enrique IV, primera parte, dirigida por Hugo Arrevillaga Serrano para la Compañía Nacional de Teatro —estrenada en el Globe Theatre de Londres durante los Juegos Olímpicos de 2012—, y La Tempestad dirigida por Salvador Garcini en la UNAM (2011), entre muchas otras.
En conversación a larga distancia, pues actualmente goza de un año sabático en Stratford-upon-Avon invitado por el Instituto Shakespeare de la Universidad de Birmingham —en donde realiza un libro sobre la presencia de Shakespeare en el cine mexicano—, Alfredo Michel comparte los retos y el gozo de la traducción de un clásico de la talla de William Shakespeare, con las dificultades y polémicas que esto conlleva.
“Existe la resistencia, en eso que llamamos Shakespeare, a dejarse cooptar, definir o ser propiedad exclusiva de quienes lo quieren tal o intentan fijarlo en piedra. Si hay algo valioso en esos textos es que no se dejan ceñir enteros: su ambigüedad, su ironía, su elusividad son proverbiales. Intenta agarrar uno de ellos por el cuello: en cuanto crees que ya lo mataste, resulta que se te había resbalado, no se dejó convertir en una absurda totalidad de sentido, y ni cuenta te diste. Ese es el mayor placer de Shakespeare: now you see me, now you don’t”.
Sobre la idea que puede existir en el lector común sobre que un texto clásico es como una materia fija que no evoluciona, Michel enfatiza el papel del traductor en la vigencia permanente del autor británico: “Es de lo más absurdo seguir canonizando a Shakespeare el libro, el texto para leer. El propósito primario de un texto dramático no es la lectura cualquiera sino la lectura especializada del generador de teatro: el actor, el director, los creativos, etcétera. La transformación (falsa) de Shakespeare en objeto de lectura literaria no le hizo favor alguno: lo volvió objeto de museo y de libro de secundaria mal escrito y peor informado. El traductor es parte del universo de lectores especializados y creativos para el teatro en que Shakespeare puede convertirse, si se hace con él lo que se debe hacer: darle vida escénica, lo cual implica que, automáticamente, cada montaje es una manifestación de vigencia. Al igual que los creativos de una puesta, el traductor es a fuerzas un intérprete artístico de Shakespeare, con la responsabilidad específica de crear el texto de partida para un espectáculo en otra lengua —un texto que, por definición, es diferente del que hallaste al iniciar—, y el espectáculo que se crea a partir de eso es, por fuerza, de aquí y ahora, no de allá y entonces. Creer que hacer a Shakespeare es repetir una misma cosa hasta el cansancio es no sólo absurdo sino aburridísimo. Siempre que traduces, das vida de nuevo al texto de donde partes”.
El traductor también se enfrenta a que aquello que conocemos como español es un concepto que en la vida real y en la práctica implica una multiplicidad de dialectos con los que también habrá que hacer una toma de decisiones importantes: “Evidentemente, cuando yo traduzco para el mercado mexicano —y quizá se podría decir que para el latinoamericano, pero habría que ser cautos allí también— uso criterios totalmente míos y mi lenguaje como mexicano e hispanoamericano, con estrategias que evitan que llegue a la tropicalización. ¿Dónde radica el sentido de un texto? No en su semántica, radica en la articulación de su contenido lingüístico —que contiene lo que de semántica contenga— con su contenido pragmático, sus insumos técnico-estéticos y su eficacia artístico-performativa. Doy un ejemplo sencillo al respecto: Yo soy responsable de La comedia de los enredos en Espasa, pero la hice en México como La comedia de los errores para la UNAM, en 2007. Es decir, he hecho dos versiones enteramente diferentes de la misma cosa. Casi al final de La comedia de los enredos o de los errores, Adriana, la esposa de Antífolo de Éfeso, ve a su marido junto con su gemelo y dice: ‘Mine eyes deceive me, or I see two husbands’. La versión en España, y en página —que se vende y se lee como libro, con el visto bueno final del director de la colección, Ángel Luis Pujante— dice: ‘O me engaña la vista, o veo a dos maridos’. Pero yo no tengo empacho en decir que eso, que es cercano, bien medido, decible, actuable y equilibrado, es tan buena traducción como lo que decía Adriana en el Carro de Comedias de la UNAM: ‘¿Me engaña la vista, o tengo dos maridos?’. Más aún, luego, durante la temporada, lo cambié a ‘O me engaña la vista, o me casé dos veces’. Para mí, las mexicanas funcionan mejor. pero las tres son buenas traducciones de Shakespeare: las tres son Shakespeare”.
La declaraciones de Michel constatan que, como cualquier creativo de una puesta teatral, el traductor no termina su trabajo en el escritorio y hace seguimiento a su obra durante ensayos y funciones para realizar los ajustes necesarios, exigiendo el mismo respeto de todos los creativos ante cualquier cambio o interpretación. El también corresponsal de la World Shakespeare Bibliography llama la atención sobre la pésima costumbre que existe en nuestro país de no dar crédito en primer plano al traductor, como sí sucede sin reparos ni omisiones en la escena mundial.
“Traducir es crear; no es re-crear. Es crear un texto dramático nuevo que sea vehículo capaz de provocar satisfactoriamente el efecto escénico, vivo, que exige el texto dramático primario desde su silente originalidad”, afirma Michel, reivindicando el puesto del traductor como autor original.
Pero la profesión no viene exenta de cierta controversia, y al tratarse de un clásico del tamaño de William Shakespeare, persisten ideas sobre lo que debe “ser” y “no es” una traducción adecuada: “Hay ejemplos donde me crucifican por la simple razón de traducir a Shakespeare eficazmente; es decir, de darle a sus personajes vulgares lenguaje vulgarmente divertido, tal cual lo hace Shakespeare en su texto. Existe un prejuicio de que Shakespeare es exquisito y que sólo eso puede ser… [Cierto público] no parece estar enterado que el poeta es un dramaturgo capaz de dar retratos tan sublimes como mundanos. Esto es parte frecuente de la vida del traductor y estudioso de la figura cultural más mentada pero, a la vez, menos seria y críticamente abordada”, apunta Michel, quien reconoce en el autor a un absoluto monstruo del arte dramático y teatral, una mente a la que sus traductores no pueden sino entregarse con profundo amor profesional.
Muestra de esta pasión y entrega, es el sueño labrado a lo largo de 30 años por el traductor español ángel Luis Pujante, editor y traductor principal de la nueva edición de Teatro Completo de Shakespeare en español para la editorial Espasa de Madrid, que aparecerá completa a fines de este año.
Dada su reconocida trayectoria, Alfredo Michel fue uno de los dos invitados, junto con Salvador Oliva (el mayor traductor de Shakespeare al catalán), a contribuir con cuatro traducciones para la colección, entre las que se encuentran La comedia de los enredos y Afanes de amor en vano, una de las obras que más retos implican para cualquier traductor, según comenta el académico de la UNAM. La aparición de esta colección es un acontecimiento histórico, pues “por primera vez desde Astrana-Marín (cuya edición apareció en 1929), habrá una serie completa con criterios homogéneos y, además, filtros que garantizan calidad literaria y solidez académica”. Orgulloso por su participación dentro de esta gran empresa, Alfredo Michel asegura que el método empleado en esta compilación posee amplias garantías literarias y teatrales que facilitarán tanto el goce de la lectura como el trabajo para el actor.
El traductor es un personaje la mayor de las veces invisible, a quien al correr el telón olvidamos, cuando es en realidad quien insufla ese aliento de vida que nos procura la “larga vida al rey” de que han gozado la literatura y el genio de William Shakespeare hasta nuestros días.
*Fotografia: “La Tempestad”, dirigida por Salvador Garcini en 2011 y presentada en el teatro Juan Ruiz de Alarcón, es una de las obras de Shakespeare que ha traducido Alfredo Michel/ DIFUSIÓN CULTURAL UNAM.