1521: un proyecto que (por fortuna) no fue
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Si bien algunas corrientes históricas ubican el nacimiento de la identidad mexicana en 1521, otras posturas se inclinan por reconocer en esta fecha, el origen de otro proyecto colonial basado en la encomienda
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POR ALFREDO ÁVILA
En 1844, Lucas Alamán empezó a dictar en el Colegio de Santa María de Todos los Santos de la ciudad de México unas conferencias que serían publicadas con el nombre de Disertaciones sobre la historia de la República Megicana desde la época de la conquista que los españoles hicieron a fines del siglo XV (Mégico, Imprenta de J. M. Lara, 1844). Alamán tenía una trayectoria política importante, pero no completamente exitosa; lo mismo que una carrera empresarial destacada pero que le estaba dejando más deudas y dolores de cabeza que ganancias. Al cumplir cincuenta años, sus intereses se habían ampliado al conocimiento del pasado de su país, como una forma para explicar el presente.
Don Lucas sostenía en aquellas Disertaciones una hipótesis que no era muy original en la mayoría de los letrados de la época: que la nación mexicana había nacido con la conquista de México en 1521. Tanto conservadores como algunos liberales, incluido José María Luis Mora, ya la daban por cierta, aunque no la desarrollaron.
Tampoco es que se tratara de una propuesta exclusiva de México. Los países europeos consideraban, como señaló Alamán, que su origen se hallaba en procesos semejantes. La nación española, por ejemplo, habría nacido con lo que a partir del siglo XVIII se empezó a llamar “reconquista” y que, según los estudiosos actuales, no es más que una categoría inventada para justificar el nacionalismo español de los siglos XIX y XX, a partir de los muchos conflictos bélicos entre grupos y reinos (algunos cristianos, otros musulmanes) en la península ibérica medieval.
Después de Alamán, la visión de que la nación mexicana se fundó con la conquista del altépetl México-Tenochtitlan se mantendría de distintas maneras. Durante el Porfiriato, el Paseo de la Reforma se adornó con los monumentos de Cristóbal Colón y de Cuauhtémoc, y en el desfile de septiembre de 1910 se empezaba, precisamente, con una representación de las huestes indígenas y las castellanas.
La ideología del mestizaje, potenciada y arraigada tras la Revolución Mexicana del siglo XX, dio nuevo impulso a la creencia de que la nación mexicana era la que unía la sangre y tradiciones indígenas y españolas. La nación mexicana tendría como progenitores a Hernán Cortés y la Malinche, representados por José Clemente Orozco en el fresco de 1926 del Palacio de San Ildefonso.
Como ha insistido Federico Navarrete, entre otros autores, el mestizaje fue una ideología útil en la construcción del nacionalismo, pero no es una descripción de la realidad mexicana, en la que hay un alto porcentaje de poblaciones originarias y en la que los “mestizos” sufren discriminación por diversos motivos.
El encuentro de Cortés y Moctezuma en el otoño de 1519 ha sido revalorizado recientemente como un punto de partida de la nación mexicana. Esto se ha debido, en buena medida, a la publicación del excelente libro de Matthew Restall, When Montezuma met Cortés. The true story of the meeting that changed history (Nueva York: Ecco, 2018) que muestra, entre otras cosas, que Moctezuma no se rindió ante los europeos y sus aliados sino que al recibirlos estaba barajando varias opciones. El tlatoani, que podríamos traducir fácilmente como soberano, no estaba dispuesto a entregar su soberanía a un emperador que quién sabe en dónde estaba.
El Quinto Centenario del arribo de la expedición cortesiana al Anáhuac ha reforzado la citada creencia sobre la fundación nacional. Una rápida revisión de las notas de periódicos con motivo de la representación que hicieron Federico Acosta y Ascanio Pignatelli del encuentro de Moctezuma y Cortés da cuenta de la vigencia de ese discurso. Según Acosta, los mexicanos “somos la fusión de dos culturas, la europea y la nuestra [sic]. Somos el resultado de ese encuentro” (“Así fue el abrazo de los descendientes de Hernán Cortés y Moctezuma”, El Universal https://www.eluniversal.com.mx/cultura/patrimonio/descendientes-de-cortes-y-moctezuma-se-encuentran).
Incluso en la carta que el presidente de la República envió al Jefe de Estado español, Felipe de Borbón, publicada por Reforma el 11 de abril de 2019, se apunta que “Sin afán de ahondar en ellas [sic], Su Majestad, me ciño a los hechos: la incursión encabezada por Cortés a nuestro actual territorio fue sin duda un acontecimiento fundacional de la actual nación mexicana”.
En este ensayo sostengo que la nación mexicana no tiene su origen en los procesos de 1519-1521. Desde mi punto de vista, México como nación surgió cuando se estableció un Estado independiente el 28 de septiembre de 1821, pero no desarrollaré por ahora esta interpretación, pues habrá tiempo de hacerlo en otro momento, con pretexto del también inminente Bicentenario del Acta de Independencia.
Entre 1519 y 1521 nació un orden que, por fortuna, no se mantuvo por demasiado tiempo. Como es sabido, a partir de 1492 los expedicionarios europeos habían hecho, “bajo su cuenta y riesgo” la conquista de territorios para los reyes castellanos, Isabel la Católica y después su hija Juana y el hijo de ésta, el emperador Carlos. A cambio, esperaban la obtención de mercedes, que podían incluir dominios sobre territorios, recursos naturales y personas.
Algunos de los dirigentes de los conquistadores esperaban mayores concesiones que incluyeran jurisdicción y señorío, semejante al que los nobles feudales ejercían en la Edad Media de la península ibérica. Esa jurisdicción incluiría, entre otras cosas, la capacidad de cobrar tributo a los pueblos conquistados y la administrarles justicia. Eso ocasionó, por ejemplo, que los descendientes de Hernán Cortés tuvieran un marquesado que se extendió durante siglos y que les dejó enormes riquezas.
Para la mayoría de los soldados de las expediciones, las concesiones no fueron tan generosas, pero aun así tuvieron a su disposición tierras e indígenas. La condición de explotación de los naturales tenía variantes legales. En algunos casos, eran esclavos. La reina Isabel prohibió en 1495 que se esclavizaran los indígenas que habían sido capturados en guerra, pero la esclavitud subsistió.
Como ha visto Andrés Reséndez en su reciente libro La otra esclavitud (México: UNAM/Grano de Sal, 2019) hubo diversas formas en las que sobrevivió la esclavitud indígena. Un ejemplo puede servir. Tras la caída de México-Tenochtitlan y la colonización del territorio mesoamericano, las exigencias de trabajo y de tributo a los pueblos se incrementaron. Algunos de estos, enviaban esclavos para saldar esas contribuciones. Esto era legal, pues entre los pueblos prehispánicos la esclavitud existía y podía aducirse que esas personas ya tenían esa condición desde antes, y no fueron esclavizados por los europeos.
Sin embargo, la forma de explotación laboral más común fue la de la encomienda, resultado de una serie de disposiciones que se tomaron en Burgos en 1513. Una vez que quedó zanjada la polémica sobre la humanidad de las poblaciones americanas, lo cual las hacía capaces de ser cristianizadas, los conquistadores europeos se vieron en la obligación de proporcionar a los indígenas una guía que los condujera al paraíso cristiano, en donde hallarían el descanso y el bienestar que, en buena medida gracias a la conquista, no tendrían en vida.
La encomienda consistía en “encomendar” a los colonos españoles la salvación de las almas de cientos y a veces miles de personas originarias de América, que quedaban bajo su cuidado en diversos aspectos, particularmente el espiritual. A cambio, el encomendero disfrutaba del trabajo y las contribuciones de esas personas. Por supuesto, se trataba de una justificación para la explotación laboral de una mano de obra forzada, importante en regiones que, como el Caribe, no contaban con minas de oro ni con civilizaciones complejas para establecer con ellas comercio lucrativo.
Cabe la pena aclarar, sin embargo, que esa justificación no era instrumental, quiero decir, no estaba pensada sólo como un pretexto de explotación del trabajo indígena, pues los propios explotadores creían que, en efecto, su deber era proporcionar auxilio espiritual. A finales del siglo XV y comienzos del siguiente, los europeos estaban convencidos de la existencia de un dios y de que, al final de la vida, habría un paraíso o un infierno.
El resultado de la encomienda en el Caribe y en particular en Cuba es conocido. La sobreexplotación de aquellas comunidades, junto con otros factores (epidemias, pero también la crueldad de la guerra y el sometimiento), condujo a la casi total desaparición de las personas originarias de las islas, suplidas por esclavos africanos como mano de obra.
Ese era el proyecto que los conquistadores tenían para Nueva España tras la conquista de México Tenochtitlan, al que se opusieron de inmediato varios políticos, como el oidor Vasco de Quiroga y eclesiásticos, como Bartolomé de las Casas, sin duda el más conocido.
También, varios señores indígenas de Nueva España, antiguos tlatoani, se acomodaron a ese régimen de explotación. Algunos de ellos tuvieron encomiendas y aprovecharon la alianza con conquistadores o frailes para imponerse sobre otras comunidades que o no reconocieron a Carlos V como señor o no aceptaban el cristianismo.
Las gestiones de quienes se oponían a las encomiendas empezaron a tener impacto al finalizar la década de 1530. Hubo varias razones para que esto sucediera así. Los frailes contaban con redes que les permitían entrar en los lugares de toma de decisiones. Había dominicos lo mismo en Chiapas que en Toledo. En eso llevaban ventaja sobre los encomenderos, que debían pagar procuradores en la corte.
Por otro lado, el propio monarca estaba llevando a cabo una campaña para afianzar su poder sobre ayuntamientos, señores y nobles dentro de la propia península ibérica. Carlos de Habsburgo no lo sabía, pero a la larga eso ayudó a la construcción de un Estado moderno, más centralizado y soberano. Si eso pretendía hacer en sus dominios europeos, en donde era más difícil pues la nobleza tenía una arraigada tradición, en América buscaría impedir que eso sucediera.
En 1542, en Barcelona, se publicaron las Leyes y ordenanzas nuevamente hechas por su majestad para la gobernación de las Indias, en las que limitaba las encomiendas a una sola generación (los descendientes de los conquistadores no podían heredarlas, aunque en Nueva España se hizo una excepción temporal). Tiempo después, en 1573, Felipe II promulgó nuevas ordenanzas en las que afianzó el poder regio sobre la riqueza más grande de sus dominios americanos: la mano de obra indígena.
Serían los corregidores y los alcaldes mayores, cargos que dependían del virrey, quienes “repartirían” la mano de obra indígena, es decir, asignarían el número de trabajadores de los pueblos originarios para tareas que se debían llevar a cabo en iglesias, conventos, edificios públicos, caminos y, por último, para los colonos en sus haciendas y otras actividades productivas.
Los conquistadores, encomenderos y sus descendientes los colonos se quejaron de estas disposiciones, pero la explotación indígena no desapareció y hubo formas en las que se mantuvieron formas semejantes a la esclavitud, como pasó con algunos trabajadores en obrajes textiles o con los “indios bárbaros” del norte que eran capturados. Como aseguró el franciscano Gerónimo de Mendieta, dirigiéndose a los europeos que se quejaban, “si nosotros [los frailes] no defendiésemos á los indios, [vosotros] ya no tendríades quien os sirviese; nosotros les favorecemos y trabajamos que se conserven porque tengais quien os sirva”.
El sueño de los conquistadores, lo que nació en 1519-1521 no sobrevivió, por fortuna. Se mantuvo la explotación indígena, pero el destino de los pueblos originarios en Nueva España fue distinto del que tuvieron los caribeños: sobrevivieron. Al comenzar el siglo XIX, el sesenta por ciento de la población de México era indígena. Con otras condiciones surgiría, ahora sí, la nación mexicana.
FOTO: Nobleza Tlaxcalteca en época de la Conquista./mexicana.cultura.gob.mx
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