200 años de Frankenstein: el creador y su criatura

Mar 31 • destacamos, principales, Reflexiones • 14368 Views • No hay comentarios en 200 años de Frankenstein: el creador y su criatura

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¿Podemos seguir considerando Frankenstein un relato de terror? Dos siglos después de que Mary Shelley trazara las características de esta criatura sin nombre, hechura del doctor Victor Frankenstein, las diferentes versiones de este personaje, pariente lejano de los androides de Philip K. Dick, nos revela que los clásicos cambian, siempre cambian

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POR JOSÉ HOMERO

Oh, sí, es curioso el destino de los protagonistas de las novelas de terror más célebres. Como si en vez de criaturas de ficción fueran seres animados, una vez que las obras se publican no se resignan a permanecer constreñidos a sus particulares universos sino que echan a andar por el mundo impulsados por el soplo vital de sus lectores. De Frankenstein a Drácula, de El Hombre Invisible a Hannibal Lecter, mientras circulan adquieren rasgos y peculiaridades imprevistos.

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Si el personaje cambia es porque aunque continúa expresando inquietudes no resueltas, adquiere nuevas características para representar nuestras concomitancias. Frankenstein representa ejemplarmente este proceso. El sorpresivo éxito con que se recibió su aparición en 1818 provocó reediciones y reimpresiones en las que no escasearon las interpolaciones y añadiduras de los editores, al punto que en una fecha tan temprana como en 1831, Mary Shelley debió refundirla en un solo volumen –la primicia se presentó en tres tomos, según la usanza de la época–, con cambios sustantivos para enderezar erratas y desfacer intercaladuras, además de añadir un capítulo, con lo que asentó la edición definitiva. Si para la literatura la medida era necesaria, lo cierto es que el innominado ya había roto sus cadenas literarias emprendiendo sus propios recorridos. Comenzó en las adaptaciones escénicas, las cuales desde sus inicios no respetaron la trama ni el carácter, por cuyo proscenio habría de desembocar en el cine ya un siglo después para convertirse en uno de los monstruos emblemáticos de la tradición, aun cuando todo ello no sea más que la cabal ilustración de una suma de equívocos.

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El primero es denominar al engendro como Frankenstein siendo que el apelativo es en realidad el apellido de su creador: Víctor Frankenstein. Dicho de otra forma, la criatura nunca es bautizada, carece de nombre –se le denomina “engendro”, “demonio”, “criatura”, “bestia”, empero la calificación más frecuente es la de “monstruo”–, aunque no de lenguaje ni de raciocinio. Es incluso demasiado elocuente, atributo que delata su linaje infernal, pues como Sam Leith sugiere Satanás es el gran retórico. Al respecto, El paraíso perdido es uno de los libros que el desgraciado lee; Satanás posee aquí tal preponderancia que llevó a William Blake a afirmar que John Milton estaba “de parte del demonio, sin saberlo.” Esa marca que indica el intertexto desde el epígrafe, procedente del mismo poema, es una de las claves para captar la intencionalidad simbólica y a menudo ha servido de apoyo para urdir las lecturas más obvias que advierten del paralelismo entre el doctor ficticio y la cualidad maligna del conocimiento. Habría que añadir, la perspectiva alquímica. Sí Víctor Frankenstein anhela crear un ser vivo a partir de la materia inerte es porque su mentalidad está imbuida de enseñanzas herméticas, antes que de una disciplina científica, como bien detalla el relato. Cabría recordar que la alquimia persigue la inmortalidad pero también la transmutación del iniciado. Es significativa la mención a Cornelio Agrippa, Alberto Magno y Paracelso, quienes especularon sobre la creación de un homúnculo, un ser nacido por artes mágicas, no a través de la ciencia. Si bien la adaptación cinematográfica ha asentado la impresión de que el engendro proviene de un experimento científico vinculado a la electricidad, lo cierto es que el texto no propicia esa lectura sugiriendo en cambio un elemento esotérico, además de la manipulación de los restos humanos.

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Otro equívoco es la representación. Mientras que en Drácula de Bram Stoker, para citar el caso por antonomasia de suplantación icónica, la descripción es precisa y la decisión de convertir al anciano y extravagante conde en un mundano y relamido caballero de salón galante sea una deliberada desviación, en la novela de Shelley el trazo apela más a la reticencia, al ardite de insinuar y de permitir que nuestra imaginación complete la línea de puntos esbozada que a la semblanza. Sabemos que sus ojos son acuosos y su estatura elevada, que la huella de su pie es enorme al igual que su cabeza, deformes sus rasgos y carente de proporciones armoniosas, torpes y desmañados sus ademanes aunque ello no impide que sea fuerte, ágil y posea cualidades felinas. Tiene también el cabello largo y unos dientes firmes y perfectos, como perlas. ¿Por qué estás peculiaridades que parecen tan contradictorias con el resto: la piel marchita, las órbitas grisáceas, los labios zambos? Porque cabello y dientes son las únicas manifestaciones que simulan la vida en un cadáver. Ratifican esta condición que las pocas características visibles sean las esferas oculares cenagosas, con lo que se connota la delicuescencia de la muerte, y la piel apergaminada. En el capítulo añadido en 1831 se señala que su mano posee la apariencia de una momia, recalcando una comparación ya planteada en el momento mismo del alumbramiento (“Una momia a la que se le devolviera el movimiento no sería seguramente tan espantosa”), por lo que entendemos que su piel carece de lozanía. Nada sin embargo de la icónica apariencia de la cabeza con tornillos sobresaliendo de cuello y sienes ni por supuesto de las suturas visibles que son añadiduras de la adaptación cinematográfica. En este punto, al reparar en las peculiaridades que revelan que el ente presenta signos de muerte, ¿podrías considerarlo el primer zombie? Es claro que carece de las manifestaciones con que se ha imbuido ese monstruo que podríamos juzgar emblema de la posmodernidad pues a las criaturas terroríficas de la modernidad, que son espécimenes únicos, oponen la capacidad de reproducción y la anomia, pero posee en cambio signos de haber muerto: es un resucitado, como asume cuando al argüir que carece de padres, acota, “y si existieron, toda mi vida pasada no era ya más que una mancha, un vacío oscuro en el cual me resultaba imposible distinguir nada”.

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Paradójicamente la mayor alteración, más allá de las mistificaciones con el nombre y la apariencia, está en su actual recepción. ¿Podemos seguir considerando Frankenstein un relato de terror? Soslayemos la anécdota infaltable en los ensayos al respecto, sobre la reunión celebrada en una posada lacustre una noche en vela de 1816, el año sin verano a causa de la erupción del volcán Tambora, un episodio que a menudo se considera fundamental para la evolución del subgénero, pues no sólo estimularía la escritura de la novela de Shelley sino también el esbozo del arquetipo vampírico como lo entendemos. Concentrémonos en cambio en la declaración de la autora quien en su prefacio de 1831 al explicar la concepción señala también su intencionalidad:

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Yo también me dediqué a pensar una historia; una historia que rivalizase con aquellas que nos habían animado a abordar dicha empresa. Una historia que hablase de los miedos misteriosos de nuestra naturaleza y despertase un horror estremecedor; una historia que hiciese mirar en torno suyo al lector amedrentado, le helase la sangre y le acelerase los latidos del corazón.

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Para el lector de hoy probablemente sea esa propiedad la más difícil de apreciar y quienes leen la narración con actitud desprejuiciada no exenta de rigor crítico prontamente reparan en su escasa graduación terrorífica. Acaso estemos demasiado familiarizados con sus trucos y sus insinuaciones nos aterroricen menos que los quejidos de los muebles en la alta madrugada. Algo influye también nuestra dieta, tan rica en monstruosidades que poco parece sorprendernos. Y que a diferencia de los contemporáneos de Shelley, estamos más acostumbrados a las impresiones espeluznantes que a temerlas en nuestro entorno. Esa época de la historia está plagada de espectáculos macabros: ejecuciones, muertes frecuentes en la familia, temor a los robos de cadáveres, exhibiciones de fenómenos y de disecciones. Muerte y violencia rondan las vidas; el sentimiento trágico es inherente a la conciencia de la vanidad humana. Porque el temor es parte de esa ideología, esa enciclopedia de conocimientos compartidos, los estremecimientos se insinúan más que afanarse en provocarlos. Para el lector del tercer milenio la actualidad de Frankenstein va más allá de las líneas temáticas que ha sido costumbre se exploren en los devaneos hermenéuticos: la caracterización de la criatura como una suerte de buen salvaje; el tópico de Prometeo y la simpatía por el demonio propio del romanticismo inglés; la dualidad que se establece entre el creador y su vástago, que anticipa ya no sólo la dualidad de un individuo sino también la relación intrínseca entre protagonista y antagonista propio del relato posmoderno. Nuestra criatura abandonada es, como dudarlo, un pariente lejano de los androides de Philip K. Dick, con quienes comparte propiedades sobrehumanas. Si en el texto, la preferencia por una iluminación que acentúa el claroscuro y exagera los rasgos prefigura al expresionismo y en el sonámbulo criminal Cesare se anuncia ya lo que será la encarnación cinematográfica del humanoide, en la relación intrínseca entre creador y criatura se esboza ya la compleja vinculación entre los replicantes rebeldes y John R. Isidore, el hacedor. En la cinta hay incluso un guiño que pudiéramos decir al tercer grado: los autómatas de J. F. Sebastian apuntando como unas de las fuentes de la novela de Shelley los autómatas y fantasmagorías tan populares entonces.

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Es frecuente que en las alegorías plásticas se presente a los vástagos fabulosos de un autor prosternados en su lecho de muerte o en actitud de duelo delante de su tumba. Menos frecuente es que el personaje acuda a llorar la muerte de su creador, como sucede en la novela donde el monstruo arrepentido lamenta la defunción del científico. Comprende entonces el vínculo, el hilo que los ataba. Si Víctor, despojado de sus seres amados por la cólera vindicante de su engendro, sólo tiene como motivo para vivir la venganza, el desdichado ente, a su vez, solo y apartado de la humanidad, conserva como único aliciente perseguir a quien le dio tan desgraciada existencia. Su arraigo humano es atormentar a quien lo convirtió en un paria. El parlamento postrero del huérfano nos conmueve tanto o más que el de Roy Battie, añadido de última hora en la cinta de Ridley Scott, donde el poderoso replicante con acentos nibelungos, percibe la belleza de la vida y salva a su perseguidor, el hombre del sable, con lo que revela su humanidad, su transformación –pues los replicantes carecen de empatía–. En Frankenstein, esa belleza de la vida es indiferente porque los auténticos protagonistas están solos. Creador y criatura, hombre e híbrido, son ajenos a la belleza del paisaje, no porque no la perciban –ambos expresan en líneas sucintas cómo aprecian los cambios de luz, la monumentalidad de la naturaleza entonando una continua exaltación del elemento sublime– sino porque comprenden que su vida se ha reducido a estar mutuamente unidos. Disuelto el lazo se revela el verdadero páramo.

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Lejos de la lectura trágica, aun cuando sea indisociable de ésta, del mismo modo que en Blade runner palpita igualmente esa posibilidad, las criaturas que se rebelan contra su creador tras infructuosamente haber acudido a él para invocar mayor vida, el castigo a la soberbia racional, lo que nos acerca a Frankenstein a nuestra edad es la conciencia de la desdicha del monstruo pero también del creador. Ecos lejanos del paródico gnosticismo de Jorge Luis Borges y anuncio del existencialismo, Víctor Frankenstein es abominable porque multiplica la creación. Y el científico como su criatura y el capitán explorador son personajes solteros y solitarios. El fin de uno es el anuncio de la muerte de otro porque en realidad conforman una pareja primordial. Algo de esta dualidad anida en el corazón mismo del texto, con Víctor y el capitán Walton como extraños hermanos aquejados del moderno mal: el prometeísmo, el pecado demoníaco –diría Arthur Machen–, de adentrarse en los linderos desconocidos, para alcanzar la gloria, nudo tan romántico que convierte al genio en un monstruo. Y así mientras ese viaje de exploración hacia el norte presidido por la sombra del anciano marinero presagia ya el viaje hacia el polo sur de Las aventuras de Arthur Gordon Pym de Edgar Poe, los empeños del más desdichado de los alquimistas continúan siendo la más cabal encarnación de la hubris moderna. A doscientos años de su nacimiento seguimos escuchando el atormentado coloquio del innominado ser:

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Quien me creó ha muerto; y cuando yo muera, el recuerdo de mí morirá para siempre. Ya no volveré a ver el sol, ni las estrellas, ni sentiré el viento en el rostro. La luz, los sentimientos y la razón morirán. Y entonces hallaré mi felicidad.

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ILUSTRACIÓN: Dante de la Vega

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