500 años de historias indígenas después de 1521
/
En este artículo, el autor hace un recorrido por el lugar que se les ha asignado a los pueblos indígenas desde los discursos oficiales a lo largo de 500 años, desde la conquista, pasando por momentos de ruptura política como la independencia y la revolución, hasta llegar a nuestro días
/
POR FEDERICO NAVARRETE
Me da mucho gusto compartir este espacio sobre la historia y la cultura de los pueblos indígenas con intelectuales de los pueblos originarios. Celebro que sus voces tengan tanto o más relieve que las voces de quienes como yo, y muchos de mis colegas académicos, hablamos desde la cultura mestiza desindianizada. Durante siglos ya, por desgracia, han sido nuestras voces de hispanohablantes urbanos, con educación universitaria y una cultura occidental, y occidentalizante, enarbolando las banderas de la ciencia y de la nación, las que han hablado acerca de, a favor de o en contra de los pueblos indígenas. Las voces de personas de estos pueblos no participaron en los debates de los historiadores sobre el impacto de la conquista en sus propias comunidades, tampoco en las polémicas de los antropólogos sobre sus identidades étnicas y culturales, y menos en las discusiones los arqueólogos sobre la historia “pre-hispánica”. Los mestizos éramos los encargados de estudiar a los indígenas, de incorporarlos a la historia nacional, siempre en un papel subordinado, como un pasado glorioso pero ya perdido o en trance de ser perdido; también, de transformarlos en mestizos, por su propio bien, para liberarlos de la “falsa conciencia” de su identidad étnica, como pretendían los marxistas.
La exclusión de los indígenas de estas conversaciones relativas a ellos siempre en su relación con los mestizos y su Estado, culminaba y hacía parecer natural toda una cadena de actos de despojo y apropiación cultural. La ciencia arqueológica ha ignorado y devaluado las interpretaciones comunitarias de lo que llama “vestigios arqueológicos”, pero que pueden ser seres gigantes o antepasados, seres poderosos o deidades cristianas para los pueblos indígenas. Igualmente, la historia académica ignoró hasta fines del siglo XX, cuando fueron historiadores norteamericanos y franceses quienes la descubrieron, la increíble cantidad de documentos en lenguas indígenas que se guardaban en los archivos coloniales y que permiten conocer la vida de comunidades que constituyeron el 90% de la población novohispana hasta el siglo XVIII. Como resultado de esta ignorancia deliberada, la inmensa mayoría de las obras de historia novohispana se concentra en los documentos escritos en español o latín por menos del 10% de la población, documentos que suelen referirse a a la mayoría únicamente en su calidad de objeto de dominio del régimen colonial.
Fue así como las instituciones académicas construyeron una historia indígena al servicio de la nación, no de los pueblos. La arqueología reconstruyó un periodo prehispánico pletórico de glorias monumentales, testimonios de la existencia de estados centralizados de los que el estado mexicano podía sentirse orgulloso sucesor. Se ignoró la existencia de sociedades no-estatales en gran parte del territorio y también se dio poco peso al estudio de las dinámicas de resistencia de las comunidades campesinas y a las desigualdades y conflictos sociales. La conquista fue presentada por la historia como el fin definitivo del mundo indígena, derrotado, derrumbado por la fuerza de las armas y la “superioridad” cultural española. El régimen colonial, iniciado de manera casi mágica el 14 de agosto de 1521 sobre las ruinas humeantes de la “civilización” mesoamericana, tenía como protagonistas exclusivos a los españoles, su religión y su cultura, y los indígenas jugaban un papel subordinado, como meros vestigios de su antiguo esplendor. La independencia significó la restauración de la soberanía perdida, pero no la restauración de los pueblos indígenas, pues estos fueron definidos como herederos deficientes de su pasado glorioso, postrados por tres siglos de dominio colonial. Esta historia confirmaba que el control del nuevo país debía ser dirigido por las élites criollas y de mestizos blanqueados, hablantes de español, católicos o liberales, poseedores de una cultura occidental juzgada incuestionablemente superior. Su labor sería redimir a los indígenas, levantarlos de su postración e integrarlos a la raza mestiza, definida como la raza nacional mexicana.
Esta historia de los pueblos indígenas es falsa. Por lo tanto es falsa también la ficción narrativa llamada “la historia de México”, anclada como está en la subordinación de los primeros. ¿Cómo podríamos imaginar una historia diferente? Para empezar no sería ya “la historia de México”, una sola entidad, o una nación que se proyecta imaginaria y autoritariamente al pasado. Sería un conjunto de historias plurales y complementarias, muchas veces brutalmente enfrentadas, y subordinadas las muchas por la más poderosa. Muchas de estas historias tienen sus propias formas de memoria, pictográfica, visual, ritual, escrita, oral. Para construir esta nueva historia no se trata de que los historiadores y antropólogos decidan lo que es verdadero de esas tradiciones diferentes, de acuerdo a sus ideas, sino que encontremos maneras de que dialoguen y construyan verdades compartidas, no impuestas.
Ensayemos un primer esbozo, sujeto, desde luego, a muchas revisiones y ampliaciones. Para empezar, la guerra de 1519 a 1521, la llamada conquista de México debe dejar de considerarse como el fin de la historia indígena. En muchos ámbitos y regiones del territorio de lo que hoy es México, estos pueblos siguieron siendo los actores determinantes con significativa autonomía hasta bien entrado el siglo XIX, aun si fueron dominados por el régimen colonial y por los gobiernos nacionales, de manera violenta y esporádica. En los tres siglos de dominación española y tras la independencia, los indígenas controlaron de manera efectiva la mayor parte del territorio nacional, produciendo la inmensa mayoría de los alimentos, manteniendo sus órdenes sociales con considerables grados de autonomía.
Esto no significa que no haya habido cambios, ni dominación colonial y nacional. Pero las relaciones entre africanos, españoles, mexicanos e indígenas deben entenderse de manera diferente. La guerra por México-Tenochtitlan puede considerarse la primera de una larga serie de guerras multiétnicas que han definido grandes transformaciones en la Nueva España y México. Un grupo muy diverso de pueblos y grupos, tlaxcaltecas, texcocanos, chalcas, y españoles, se unieron alrededor de un objetivo común: vencer a los mexicas. Lo lograron y revolucionaron el orden social de la región. Luego extendieron su alianza, y su guerra compartida a ámbitos muy dispersos, creando juntos la Nueva España. Tres siglos después, una coalición similar pero más facciosa de indígenas, africanos, mestizos criollos y españoles se unieron para terminar con el régimen de castas colonial y eventualmente separar a México de la monarquía española. 40 años después se reunieron en dos coaliciones opuestas que se disputaban el control del país, una conservadora y la otra liberal, que terminó por imponerse. También la revolución mexicana, acaecida cuatro siglos después, puede ser entendida como una rebelión multiétnica del tipo que fundó un nuevo régimen nacionalista e integrados. En todos estos procesos, los pueblos indígenas jugaron un papel fundamental, junto con los otros grupos. Más que las diferencias étnicas, los unían los objetivos politicos y sociales compartidos, descontentos y aspiraciones comunes.
De su participación en estas coaliciones los indígenas obtuvieron beneficios tangibles. De las guerras mesoamericanas del siglo XVI, el desmantelamiento del dominio mexica y su participación en un nuevo régimen político; de la independencia, la abolición del sistema de castas que los marginaba; del triunfo del liberalismo, la reivindicación de sus derechos ciudadanos; de la revolución, la recuperación de sus tierras.
Al mismo tiempo, y de manera contradictoria y decepcionante para los indígenas, los regímenes que nacieron de cada una de estas rebeliones interétnicas establecieron nuevas formas de poder y de dominación sobre ellos. Esto se debió a que los participantes no indígenas de las coaliciones las aprovecharon para imponer sus intereses y lograron excluir, o disminuir el poder, de los participantes indígenas por medio de sus prejuicios racistas y sus prácticas discriminatorias. En el siglo XVI, los indígenas fueron definidos como paganos, incapaces de gobernarse a sí mismos, por eso se les impuso el catolicismo y se les quitó poder y autoridad política. A partir de 1824, fueron considerados ignorantes y hablantes de dialectos incapaces de gobernar, por eso se impuso el español como única lengua de gobierno y cultura y se excluyeron sus idiomas y culturas. A partir de la reforma, fueron condenados como miembros de comunidades corporativas atrasadas que les impedían progresar económicamente y convertirse en ciudadanos individuales, por eso se despojaron sus tierras comunitarias. Tras la revolución, se les consideró víctimas de los anteriores sistemas, y por ello fueron sometidos a las políticas indigenistas y educativas que buscaban redimirlos y transformarlos en campesinos y obreros mestizos.
Los pueblos indígenas no fueron transformados en minoría demográfica hasta el siglo XX, y eso sólo porque las políticas de imposición del español y la cultura occidental de los gobiernos mexicanos obligaron a millones de ellas a abandonar sus lenguas originarias, a adoptar formas de vestir y de comportarse afines al ideal mestizante.
En términos culturales, sin embargo, es dudoso que hayan sido jamás minoritarios, pues muchos de sus elementos culturales centrales siguen jugando un papel clave en la cultura de sectores mayoritarios de la población. Además, pese a que sus culturas han sido perseguidas, sus religiones destruidas y sus formas de conocimiento menospreciadas, han mantenido una significativa autonomía cultural y territorial. No es casual que en el siglo XXI los territorios indígenas son los que mayor diversidad ecológica y recursos como agua preservan: testimonio de la capacidad de las comunidades que se ocupan de mantener en funcionamiento milenarias redes de relación con seres naturales, el paisaje y los seres sobrenaturales que lo habitan. La riqueza y complejidad de los sistemas rituales indígenas es también testimonio de una capacidad impresionante de adaptarse a los cambios, de incorporar elementos nuevos y de imaginar maneras de reinventar sus memorias y sus culturas con ellos.
Constatar la vitalidad y la capacidad de los pueblos y culturas indígenas para definir sus presentes e imaginar sus futuros, no implica, de ninguna manera, negar la violencia y la opresión a la que han sido sometidos tanto por el régimen español como por estado mexicano. Significa empezar a pensar, juntos, unas historias diferentes.
FOTO: López Obrador, recibiendo el bastón de mando, una ceremonia protocolaria de origen español, acompañado de indígenas en el Zócalo de la Ciudad de México/ Crédito: Sashenka Gutierrez/EFE
« Relatos Iknalíticos Desestabilizar la alteridad para una política desde lo común »