500 años de la Conquista: reflexionar sobre las ideas y la palabra

Nov 16 • destacamos, principales, Reflexiones • 12297 Views • No hay comentarios en 500 años de la Conquista: reflexionar sobre las ideas y la palabra

Por /

Por Clementina Battcock

 

A cinco siglos de la Conquista, el estudio de este periodo histórico impone la consideración de la naturaleza multicultural, de los territorios que hoy ocupan las naciones fundadas en el siglo XIX

 

En el ya inminente 2021 se cumplirán 500 años de la conquista de México-Tenochtitlan a cargo de las tropas capitaneadas por Hernán Cortés. En el terreno de los hechos, los efectos de ese acontecimiento resultaron determinantes para la historia de muchas de nuestras actuales sociedades y, en el plano del imaginario, después de la independencia los pensadores decimonónicos fabricaron sobre el espíritu de los vencidos el mito de “lo mexicano”.

 

El imperativo de construir la nación y forjar el panteón de los héroes propios echó tierra sobre la etapa novohispana, de ahí también que la visión de la conquista sea maniquea y que se considere que solo dos grupos entraron en conflicto, con exclusión de cualquier otro: los conquistadores europeos y los indígenas conquistados.

 

Empero, el examen de los corpus documentales de la conquista nos dice que sí hay matices y medias tintas; que los partícipes de aquel proceso eran mucho más distintos, plurales y heterogéneos entre sí de lo que suponemos, incluso dentro de su propio bando. Los “conquistadores” no eran aquella entidad homogénea y compacta de soldados en la que comúnmente solemos pensar, porque entre los castellanos y extremeños había también griegos, italianos e incluso combatientes y esclavos provenientes del África. Y, por el otro lado, en el número de guerreros mexicas habría igualmente algunos de origen distinto; no todos los nahuas estaban aliados a Tenochtitlan, sino que muchos de otros centros como Chalco, Huejotzingo, Texcoco y el afamado Tlaxcala, pasaron a ser fundamentales en el asedio final de los lagos del Altiplano.

 

Las fuentes no deben ser leídas linealmente, ni su contenido ha de tomarse al pie de la letra; es necesario asomarse entre sus líneas, rebuscar cuidadosamente entre sus pliegues para identificar las visiones del mundo, las voces lejanas que nos llegan desde el siglo XVI o XVII: las relaciones, las crónicas y las historias generales guardan un sin número de elementos entretejidos de otras fuentes más tempranas que fueron destruidas, o “interpretadas” en anales por los frailes franciscanos (con todas las limitantes culturales y riesgos anacrónicos que posee tal verbo con la dura visión escatológica de los padres seráficos).

 

La conquista es un proceso de múltiples vertientes, líneas y derivaciones cuyo desentrañamiento nos puede ayudar a entender el abigarrado mosaico social de la actualidad, en el que nos resulta urgente analizar los críticos momentos sociales por los que atraviesan los Estados Nación decimonónicos para reconocerse plurinacionales, y con ello construir jurídicamente contextos políticos que ayuden a colaborar con la autodeterminación de los pueblos, el respeto a sus culturas y a sus devenires epistémicos. La reflexión sobre las representaciones históricas de sus protagonistas regularmente permite avizorar que tales retratos tienen por marco una concepción occidental del proceso bélico, algo que plantea grandes retos a los historiadores cuando se enfrentan al análisis de las narrativas.

 

Pero no es ése el único problema: también hay que sacar en claro las circunstancias y contextos, muchas veces oscuros y multiformes, en medio de las cuales se buscó construir un nuevo régimen político en el territorio de Anáhuac; es menester espigar en los testimonios de los hechos de armas y sondear en las intenciones de quienes registraron aquellas acciones que marcarían la desaparición de los antiguos centros gobernantes prehispánicos y el surgimiento de un crisol que se llamaría Nueva España.

 

Reconsiderar la guerra de conquista, la lucha entre los pueblos amerindios y los colonizadores europeos demanda asimismo tomar en cuenta la cosmovisión de los soldados españoles que se embarcaron en Europa rumbo a las nuevas tierras, tener en mente sus idearios y anhelos: la búsqueda de ciudades perdidas, la promesa de riquezas y la búsqueda del honor y la gloria que les permitiera incorporarse a la aristocracia dominante de las cortes europeas.

 

Muchos de ellos tenían la posibilidad de dejar registro escrito de sus andanzas, y no pocos también la necesidad de referirlas a sus superiores a fin de que estos les reconocieran y retribuyeran sus servicios. A estos informes inmediatos, comúnmente denominadas “relaciones”, pertenecen las primeras noticias epistolares que Hernán Cortés envió al emperador Carlos V, que no solo incluyen sus proezas, sino que inician con un sumario de las dos primeras expediciones a las costas continentales del sureste de lo que hoy llamamos Mesoamérica, emprendidas respectivamente por Francisco Hernández de Córdoba y Juan de Grijalva entre 1517 y 1518.

 

Respecto del “espacio mesoamericano” debo hacer un pequeño paréntesis explicativo. Dicho modelo de super área cultural se creó en 1943, en una formulación teórica del estudioso alemán Paul Kirchhoff. Éste propuso delimitarla a partir de la composición de las familias lingüísticas originarias y de la presencia o ausencia de determinados rasgos culturales (el cultivo de algunos frutos, las técnicas constructivas, las formas de computar el tiempo, entre otros). Aunque el modelo no ha estado exento de críticas, ha resultado sumamente útil para los especialistas, pues aporta un terreno común de diálogo en el estudio de los fenómenos humanos de estas áreas, desde los tiempos prehispánicos hasta el de las múltiples avanzadas de conquista. Pues cabe señalar que la conquista no culminó en 1521, sino que el proceso de sujeción de territorios a cargo de los europeos persistió durante dos centurias más, en cuyo transcurso se encontraron con múltiples grupos culturales de la región que tenían modos de vivir diversos.

 

De vuelta al proceso de conquista, diré que de las seis cartas cortesanas de relación que se conocen, me interesan particularmente las tres primeras, es decir aquellas que incluyen desde la noticia de la fundación del Ayuntamiento de la Vera Cruz, hasta las informaciones enviadas tras el colapso del orden político mexica en la Cuenca del Altiplano Central del actual país mexicano.

 

Es menester recordar que los soldados, vasallos de la corona de Castilla, tenían experiencia previa en la conquista y colonización de territorios americanos, pues ya habían ocupado las islas del Caribe y domeñado a sus pobladores. Con ese bagaje vivencial y lingüístico vieron y nombraron las nuevas realidades continentales que enfrentaron: los templos ceremoniales fueron denominados cúes y a los señores y líderes principales de las poblaciones se les denominó caciques.

 

Aparte de dar nombre a la novedad, que era una forma de apropiación, la cultura hispánica determinaba que el segundo paso era modelarla jurídicamente, con leyes y autoridades que la rigiesen en representación de su monarca. Cortés sabía algo de derecho, aprendido en sus años de bachiller en Salamanca, y por ello fundó cabildo en la costa veracruzana. Esto cumplía un triple propósito: establecía un poder en el territorio recién ocupado y que este mismo cuerpo autorizaba, primero su ruptura con la autoridad castellana radicada en la isla de Cuba; y segundo, daba su licencia para emprender el avance tierra adentro, provocando conflictos que incluso complicarían la estancia de Cortés en el Altiplano, al tener que volver a la costa a enfrentar a Pánfilo de Narváez que traía órdenes de apresarlo y llevarlo de vuelta a Cuba.

 

Al fundar el Ayuntamiento, Cortés no podía aguardar: deseaba enterarse de la situación política de los pueblos que iba encontrando, quería persuadirlos de hacerse sus aliados y, sobre todo, anhelaba contemplar con sus propios ojos el centro rector al que parecían responder todos los caciques: Tenochtitlan.

 

Las relaciones de Cortés pintan con elocuencia los escenarios y a los actores, reproducen vívidamente las batallas “justas”, hablan del asombro y las miserias de sus huestes; todo desde el punto de vista del capitán que busca realzar sus hazañas, un sujeto que transita en pos del reconocimiento de su prestigio y de la honra que a él va aparejada. Así traduce las “grandezas” de unos territorios “nuevos” que “van reconociendo y rindiendo vasallaje” a la autoridad real de la península ibérica.

 

Cortés espera de su emperador el justo premio a su inédito servicio, pues someter un mundo nuevo con el solo valor de su brazo amerita una muy generosa retribución: ser elevado a una dignidad señorial. El Conquistador tiene, como cabría esperar, una visión genuinamente europea, híbrida de letrado y de hombre de capa y espada, que busca herramientas dentro de su propio acervo cultural para sujetar y dominar lo desconocido y para explicar lo culturalmente intraducible.

 

Por otro lado, don Hernando advierte en sus escritos de manera sutil pero insistente, que no todos los grupos que ha encontrado hablaban un mismo idioma, no obstante, logra “entenderse” con ellos. Por las solas cartas uno alabaría su enorme habilidad y su gama de recursos, de no ser porque sabemos que en el discurso hay una omisión: la de Malitzin o Marina, la mujer que le fue entregada como parte de una ofrenda. Ella y Jerónimo de Aguilar fueron sus intérpretes “en cadena”: Malitzin traducía del náhuatl al maya y Aguilar vertía lo dicho en esta lengua al castellano, a fin de que lo entendiera el capitán.

 

En cambio, las Cartas de Relación sí se vuelven explícitas cuando se trata de referir los pactos y alianzas de Cortés con grupos enemigos de los mexicas, que, sumados a su puñado de hombres de armas, formaron la gran hueste que logró encarar el poder de la Excan Tlatoloyan de la Cuenca de México, la famosa triple alianza –política, económica y militar- liderada por los tenochcas. Pasajes también de gran viveza y energía son los que se dedican a la entrada de la tropa española a Tenochtitlan, al encuentro con Motecuhzoma en la calzada meridional de la ciudad y al periodo de residencia en el recinto urbano, en el que el propio Motecuhzoma, ante la formulación del “requerimiento” conquistador, entrega el reino, y su “corona”, a la sacra cesárea católica majestad de Carlos V. La última parte del drama nos conduce por el inicio del sitio, el acoso y arrinconamiento de los mexicas en Tlatelolco, antes del episodio final en la que el último Tlahtoani, Cuauhtemotzin, es apresado y conducido ante las tropas castellanas.

 

De sobra es sabido que no fue exclusivamente Cortés quien dejó testimonio de las guerras de conquista, aunque la historia decimonónica haya tratado de “cotejar” los “hechos” para “validarlos” como “reales”. Aquí radica el punto de quiebre con una historiografía que desmonte, y busque complejizar, los grandes mitos nacionales elaborados por la erudición criolla: debemos arrojar una mirada hermenéutica que indague las “posibilidades” y las razones que versan sobre el relato de la Conquista, y para ello tenemos acceso a un sinfín de obras para revisar y para encontrar los ejes que las estructuran, de las cuales quizá la Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo, sea la más socorrida debido a que trata de un soldado que reclamó décadas después, para sí y sus compañeros de armas, sus partes de la gloria bélica que Cortés quiso monopolizar.

 

El de Bernal es un recuento tan épico como el cortesano, pero sin duda menos grandilocuente, mucho más apegado a lo terrenal y a lo colectivo: él no acalla los méritos de Malitzin y de Aguilar, sin cuyas voces jamás habrían entendido los españoles el balance de poder en los territorios sobre los que avanzaban. Sobre todo, exalta a la mujer, no solo por su destreza de traductora, sino por su habilidad para abrir espacios y fomentar contactos, lo que hace de ella una pieza fundamental al lado de Cortés en el diseño de tácticas de conquista.

 

En suma, la información plasmada en el corpus documental sobre la Conquista del Altiplano Central Mexicano no es igual en sus contenidos, pues las composiciones y sus códigos escriturarios, e incluso pictóricos (como el Lienzo de Tlaxcala, por citar un ejemplo) no permiten homologarlos. Los registros deben leerse como complejos interpretativos con intenciones específicas de las que sus autores podían beneficiarse para recomponer sus posiciones políticas, sociales y económicas en un orden convulso, del cual se desprende que una nueva labor historiográfica intente dar respuestas a las inquietudes que despiertan estos hechos, en la coyuntura de los 500 años. Seguramente estas labores nunca tendrán un cierre de elaboración definitiva y seguirán atrayendo numerosos acercamientos críticos que busquen dar sentido a las preocupaciones sociales contemporáneas por explicar el pasado, sin embargo, es una tarea urgente procurar una revisión de las nuevas posiciones sociales que se involucren en el tejido de otras miradas historiográficas que procuren hilar posiciones que detonen otras historicidades posibles, en un momento en el que nuestras sociedades latinoamericanas deben reconocerse plurales, multiculturales y con historicidades diversas.

 

FOTO: Detalle del Códice Durán./ Especial

 

« »