Acá pura matanza

Jul 11 • destacamos, Ficciones, principales • 4858 Views • No hay comentarios en Acá pura matanza

 

POR LOREL MANZANO

 

Uno, dos, tres disparos despertaron de golpe a Bulmaro. El mediodía ardiente hirió sus ojos, ariscos de tanta borrachera. Frente a él apareció una mujer como nacida del sol, que al azotar el casco contra la mesa, hizo brincar las colillas con sus cenizas. Le dijo que no había más, que era hora de largarse. Lánguido, Bulmaro se rebuscó el dinero en el uniforme, pero ella soltó una orden a gritos: ¡déjelo, pues, pero no regrese! En los ojos nublados de Bulmaro apareció la silueta de otra mujer; abrazó a la primera y como enfrascadas en una discusión vieja caminaron al interior de la tienda. Las miró alejarse triturando entre dientes que son unas viejas putas, unas muertas de hambre, no saben con quién tratan, un hombre de mi rango, ya verán, pinches indias, continuó hasta cabecear sobre las cenizas con sus colillas. Tras nueva retahíla de detonaciones, volvió en sí. Se buscó las llaves de la camioneta. Nada. Sólo las de la casa. Agarró su cerveza, su maleta y, antes de largarse, pateó la mesa, que soltó un chillido metálico al chocar contra el mostrador.

 

 

En los ojos plomizos de Bulmaro, las casas del pueblo, nopaleras de sombras anchas y mujeres arriando burros en el camino de terracería se consumían de a poco abrasadas por un sol rabioso. Tambaleante y ensopado de tanto sudar, caminó a su camioneta. Le dio tres, cuatro vueltas, la pateó, le gritó, quiso abrirla con la cacha de la pistola. Nada. Sólo unos niños arremedando sus desesperaciones de borracho a su espalda; la palomilla haciendo bizcos con los puños cerrados para golpear al aire, corriendo entre risas cuando les apuntó con el arma. Luego vio a la Piedad acercándose. Le preguntaría por Jacinto, por la Gringa. Después de levantar la mano en señal de saludo, se detuvo, pero ella, como si no lo hubiera visto, se siguió de largo. Se quedó ahí, mirando la trenza en la espalda de la mujer rumbo a la loma. Con la conciencia calada por una borrachera larga, recordó rencoroso la expresión lastimosa de la mujer: su cara de perra muerta de hambre, siempre al asecho de las sobras que él y su hermano le aventaban por debajo de la mesa. Nomás mendingando las frutas podridas, los pellejos de pollo, los centavos. Por un momento, Bulmaro pensó alcanzarla, no lo haría: el sol macizo le incendiaba el paladar.

 

 

Clavó sus ojos turbios en el camino que serpenteaba cuesta arriba. Caliente. Rabioso. Allá donde la Gringa, donde le maneaba las tortillas al Jacinto y le calentaba la cama y le había parido los hijos y le sonreía con sus labios de taimada. Frente a la puerta, Bulmaro se tambaleó un rato sin soltar la maleta ni la caguama ya tibia. Cómo deseaba lamer sus muslos, morderle la nuca, ahogarla con sus fluidos, obligarla a chuparle hasta el aliento. Una súbita cólera le nació entre las tripas y le subió espumosa hasta la nuca. Era la humillación. El dolor. La falta irreparable de no haberla dejado preñada antes de largarse para hacer carrera. Ahora deambulaba en el pueblo piojero. Y también en la duda: matarla a ella o al Jacinto.

 

 

Bulmaro aventó el casco contra la ventana. Un chillido vítreo. Un reguero de cristales reflejando soles al sol y en la mano donde antes colgaba la caguama, de pronto la pistola. ¡Sal, hijo de tu puta madre! ¡Sal! ¡Te voy a matar!, gritó Bulmaro muchas veces, al principio ardiendo en cólera, luego, tembloroso por el tiempo que pasaba lento, como el andar de las mujeres al otro lado del camino. Ellas hacían su día y algunas se detuvieron a chupar naranjas mientras veían divertidas al uniformado aquél amenazando a la nada con los odios corrompidos por el sol. Bulmaro tardó mucho en comprender que ahí no había nadie y cuando lo hizo, siguió su camino de cascabel.

 

 

En la casa de los difuntos padres los muebles eran de polvo. También el piso y los cristales. Bulmaro se paró a mitad de la cocina, aún con la maleta en una mano y los ojos heridos del mediodía. De pronto se atacó de la risa: con un soplido él, la casa y el pueblo entero se desmoronarían. Una vida de polvo. No: de cenizas. Se quitó la chamarra militar inflada de insignias y fue a buscar a don mezcalito en la habitación de su hermano. Nada. Ni en el ropero ni entre los uniformes de raso ni en la caja donde habitaban los juguetes de madera que su madre pintó para ellos. Tampoco en el cuarto de sus difuntos padres ni en el suyo. Hizo varios recorridos, buscó donde ya había buscado y de pronto, la habitación de su hermano giró veloz a su alrededor; al detenerse, Bulmaro miró la cama. Levantó el colchón. Entre cuernos de chivo y armas de mediano calibre encontró las botellas de mezcal. Un trago hondo, un cigarro entre los labios. Tumbado en el piso, Bulmaro acarició una escopeta, pero en sus ojos no se reflejó el cañón largo, sino los muslos de la Gringa, la boca desmesurada. Un cuerpo baboso y duro a la vez. Sus labios moviéndose: que si su madre había tenido la desgracia de toparse con un güero en el camino, si a la infeliz trenzuda se la habían apropiado de mala manera más de uno y luego la habían regresado por donde vino, que cuando regresó al pueblo, los hombres no podían ni verla de tan manchada por escupitajos albinos, y luego, cómo podía querer una cría bastarda y tan güera. Si no quiero a mi madre, tampoco la juzgo, había dicho la Gringa con un tabaco entre sus labios bermellón, al pie de la nopalera, porque ahí le gustaba ir. Siempre, antes de despedirse, Bulmaro la amenazaba porque le pertenecía; era su hembra, lo quisiera o no. Entonces ella le agitaba los pelos crespos, ¡todo un milico!, reía.

 

 

La humillación le calaba hondo. Cuando se enteró de la boda y los hijos, ya casi ni se acordaba de ella, sólo a veces se le aparecía en partes durante sueños húmedos: las puntas de sus cabellos meciéndose, las manos plantadas en la tierra, sosteniendo el peso de los dos. De momento se incomodó. Sintió un pinchazo en el vientre bajo, pero conforme transcurrió la tarde, aquél veneno le fue nublando los sentidos. Para la noche estaba hinchado de tanta ponzoña y en la madrugada se levantó de un brinco a vomitar bolsitas de bilis. La Gringa revolcándose con el Jacinto. Ese guarachudo a quien él y su hermano ayudaron alguna vez a desatascar la yunta, a quien le regalaron café y piquete pa el velorio del padre que le mataron por revoltoso, ese indio hambriado que lo despreció cuando le propuso meterse de raso. Ese, en dos patadas la dejó preñada. Era un escupitajo en la mejilla. Una traición. A él, hijo de un Teniente Coronel, nieto de un Subteniente, quien a su vez había sido hijo de un Sargento y nieto de un raso. Todos temidos y respetados en el pueblo, a lo largo de la sierra y hasta la costa, pensó Bulmaro con el ánimo embriagado de rencor. No le quedaba de otra: le metería dos tiros en la cabeza al Jacinto.

 

 

Al despertar, Bulmaro miró el reloj. Las 19:37. Sentía la fiebre de la borrachera en las coyunturas y el hambre hasta la nuca. Se levantó de un brinco. Nada en la cocina. Luego las detonaciones. Lejanas. A través de la ventana, sólo mujeres embozadas persignándose. Se puso la chamarra y salió a buscar dónde comer. De vuelta al camino de víboras, que aún exhalaba el vaho de un día calenturiento.

 

 

Bulmaro vagabundeó un rato cuesta arriba, de regreso, hacia la calle de la iglesia, revivida de pronto por las mujeres que iban o venían de misa, o regresaban del campo, o se secreteaban en el umbral de sus puertas. Ojos, caras conocidas se volvían hacia él. Al pasar, Bulmaro sintió las miradas colgándosele de las orejas, de la nariz, de los talones. Caminaba a la cantina, pero el cuerpo del cascabel no lo llevó sino al jacal de la Gringa. Había luz y por momentos, a través de la ventana, reconocía la silueta de una anciana. De seguro ahí estaba su hembra. Aunque le maneara las tortillas al Jacinto, a pesar de los tiempos que ya habían corrido. Se vio entrando a la casa, sacando el arma. Cuando la vieja lo miró, Bulmaro sintió todo el desprecio y el rencor del que ese saco de huesos era capaz. La hizo a un lado como quien espanta una mosca. Dos niños comían en la cocina. De dos zancadas llegó al otro cuarto. Se quedó ahí un momento, encañonando los dos camastros en la oscuridad, y cuando la cólera le golpeó el seso, le dio una patada a una silla, que soltó un chillido parco de madera contra la pared. Los tres lo miraron salir como entró.

 

 

En el camino, el pueblo giró veloz a su alrededor; al detenerse, Bulmaro vio la luz de la cantina. Afuera las mujeres discutían con sus tragos. La cantinera le sirvió un pulque. Bulmaro se lo empinó. Luego un mezcal. Otro, pidió. Dos más. Cuando sintió el golpe, se acodó en la mesa dolorido. Deme algo de comer, pidió a la mujer atareada con sus tecajetes. Aquí no hay taco, puro trago, respondió ella con sorna. Bulmaro la miró rencoroso. Traigo dinero, mucho dinero, dijo. Pus, órale, cómprese el pueblo, cabrón, respondió ella alegre. Él se tocó la pistola que llevaba en el cincho, pero el súbito rasgueo de un acordeón lo obligó a girarse. Reconoció a la Florina tocando las canciones tristes de su padre, que esa noche las trenzudas volvían alegres con sus destonos brutales. Bulmaro extravió la mirada entre el grupo de mujeres que discutían tambaleantes, con cigarrillos en las manos. Se preguntó dónde estarían los hombres, dónde la Gringa. Y en sus ojos turbios no aparecía el caos aquél de empulcadas, sino los miembros de una mujer que la memoria le había descoyuntado. La recordó, como desde hacía mucho, en trozos, en una sensación caliente, babosa. No era tocar sus carnes ni mirarla ni lamerla ni morderla ni penetrarla. Era disolverse en ella.

 

 

Las mujeres se agitaron entre la bruma que flotaba en los ojos de Bulmaro; reían, le servían otro trago, uno más, maldiciendo a los milicos como en un canto. Pa qué te volvistes, si acá pura matanza, lo encaró Piedad. Bulmaro caminó afuera de la cantina seguido por el griterío que de pronto se volvió un coro uniforme: ¡Asesinos! ¡Asesinos! ¡Asesinos! En la entrada, apenas lo tocó el viento serrano, sintió un espasmo y cayó cuál largo era. Las mujeres se reunieron en torno suyo. Deberíamos prenderle fuego, exclamó Piedad. Mejor lo ahogamos, opinó Florina envalentonada. Lo amarramos encuerado, dijo otra viuda. Desde atrás se abrió paso la madre de la Gringa y rabiosa comenzó a patearlo con sus pies de pajarillo. ¡Malditos asesinos!, gritaba sin mover siquiera el cuerpo de hierro del uniformado. En los rostros de las demás se reflejó la consternación: de seguir así, se quebraría la vieja. Ya, hombre, lo va a matar, dijo Piedad abrazándola. Unas rompieron en llanto, otras en carcajadas. ¡Malditos asesinos!, escupió la vieja al rostro del milico y desde el otro lado de la sierra llegó el sonido de la metralla.

 

*ILUSTRACIÓN: Leticia Barradas

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