El verdugo

Jul 12 • Ficciones • 4902 Views • No hay comentarios en El verdugo

Con motivo de la aparición en librerías de los Cuentos completos de la comedia humana, de Honorato de Balzac, Confabulario ofrece el cuento “El verdugo”, en una traducción de Mauro Armiño y bajo el sello de Páginas de espuma.

 

INTRODUCCIÓN

Es en 1830 cuando Balzac reúne en dos volúmenes seis novelas bajo el título genérico de Escenas de la vida privada.No era , desde luego, todo publicado por el novelista hasta entonces, sino una parten que tenía , en su opinión, un fondo común por más dispares que pudieran ser sus tramas. Cuatro años después, bajo el título general de Estudios de costumbres, se recogían esas escenas que, en el nuevo conjunto, se limitaban a ser un apartado más a lado de otras : Escenas de la vida de provincias, de la vida parisiense, de la vida política , de la vida militar y de la vida campesina. En 1835 se le suma otro título global más : los Estudios filosóficos que añade a nuevos textos algunos ya publicados en esas secciones citadas, porque a la casilla bautizada con el adjetivo de “filosóficos” pueden adscribirse títulos que, además de pertenecer por su trama a ambientes concretos -parisiense, provincianos, etcétera-, encierran un fondo de ideas sobre personajes y una visión del mundo que Balzac quiere exponer o demostrar, con intervenciones de los fantástico, de lo misterioso , del vitalismo de la voluntad o del pensamiento que reacciona sobre los órganos físicos del cuerpo.

En la década de 1830, a partir   de ese agrupamiento de narraciones, va surgiendo en Balzac la idea de su obra como un todo, dividido por las distintas secciones ya apuntadas; prensa primero en un título, Estudios sociales que subraya la intención básica del novelista:abrir con un escalpelo la sociedad para analizar las causas más profundas de sus movimientos, la creación de los caracteres, las ambiciones de toda suerte de personajes, desde políticos a campesinos… En 1841, esa idea se pefila para terminar , todavía más, definiéndose   por completo: recogerá toda su obra hasta la fecha, más la que escríba en el futuro, bajo el título general de La Comedia humana. Ha sido comparada, por la amplitud, con una catedral que tiene sus naves, principal y laterales, transepto, sus cruceros, su girola, su ábside y sus capillas, que van pegadas al muro exterior desde la entrada y dando, la vuelta al ábside, retornan por el otro lado hasta la puerta principal.

Seguro de lo que pretende, hacer de toda su obra un cuerpo único, Balzac se impone la tarea   de revisar todos sus textos anteriores para hacerlos partícipes de ese conjunto catedralicio. Las revisiones de los textos   anteriores no se limitan a un cambio de nombres para que se integren en una acción totalizadora, aunque en algún caso menor se limite a eso, personajes que hemos visto en la madurez, son dotados ahora, a partir de narraciones anteriores, de un pasado , en intrigas de juventud que denotan, bien la persistencia de sus caracteres o de sus andanzas , bien los cambios a que el choque con los turbulentos hechos históricos ha producido en ellos.

En estos Cuentos completos de La Comedia humana recojo las “capillas” laterales , relatos y narraciones que, creados en su mayoría de 1841, quedaron más exentos; en algunos, ni siquiera aparece un solo nombre capital de La Comedia humana; en otros Balzac se limita a convertir personajes con un peso específico en el conjunto en figuras menores o de acompañamiento; por ejemplo, la marquesa Béatrix de Rochefide, a la que dedicará   toda su novela titulada con su nombre, es una mera interlocutora del narrador en “Sarrasine”; solo la condesa de Beauséant, que tan importante papel desempeña en Papá Goriot, y a la se cita de refilón en “Un episodio bajo el Terror”, se vuelve ahora protagonista de un relato, “La mujer abandonada”, Con toda evidencia, y como toda decisión antológica, es discutible; han quedado fuera, además, nouvelles que parecen traspasar por su longitud los límites de términos tan indefinidos en ese terreno como cuento o relato.

En conjunto, las narraciones de estos Cuentos completos permanecen a todas las divisiones citadas en que Balzac distribuyó su gran obra; desde escenas de la vida privada a la militar y política , desde escenas de la vida de provincias a la vida parisiense o rural, así como los estudios filosóficos; sólo un apartado ha quedado al margen; el más incompleto de todos los que Balzac ideó: el de los Estudios analíticos, del que sólo llegó a publicar La Fisiología del matrimonio, aunque tenía previstos cuatro obras más, ya tituladas en sus planes, pero que se quedaron en proyecto.

En las páginas siguientes trato   de situar cada uno de los cuentos en el momento de su creación, indicando posibles fuentes de y algunas particularidades que me han parecido de interés para la lectura.

 

 

 

EL VERDUGO

A Martínez de la Rosa

El campanario del pequeño pueblo de Menda acababa de dar la medianoche. En ese momento , un joven oficial francés , apoyado en el parapeto de una larga terraza que bordeaba los jardines del castillo de Menda, parecía sumido en una contemplación más profunda de lo que lleva aparejada la despreocupación de la vida militar , pero hay que decir también que nunca hora,lugar y noche fueron más propicios a la meditación . El hermoso cielo de España extendía una cúpula azul por encima de su cabeza . El centelleo de las estrellas y la suave luz de la luna iluminaban u8n delicioso valle que desplegaba agradablemente a sus pies. Apoyado en un naranjo en flor, el jefe   de batallón podía ver, a cien pies por debajo de él, la villa Menda , que parecía estar puesta al abrigo de los vientos del norte , al pie de la roca sobre la que estaba construido el castillo . AL volver la cabeza, divisaba el mar, cuyas brillantes aguas enmarcaban el pasaje con una ancha lámina de plata. El castillo estaba iluminado. El alegre tumulto de un baile, los acentos de la orquesta, las risas de algunos oficiales y de sus parejas de baile llegaron hasta él mezcladas con el lejano murmullo de las olas. El frescor de la noche imprimía una especie de energía de su cuerpo agotado por el calor del día. Por último, los jardines estaban plantados de árboles tan fragantes y de flores tan suaves que le joven se encontraba como sumergido en un baño de perfumes. El castillo de Menda pertenecía a un grande de España que en ese momento vivía en él con su familia. Durante toda aquella   velada, la mayor de sus hijas había mirado al oficial con un interés impregnado de tal tristeza que el sentimiento de compasión expresado por la española bien podía provocar la ensoñación del francés. Clara era bella y aunque tuviese tre hermanos y una hermana , los bienes del marqués de Leganés parecían bastante considerables como para hacer creer a Víctor Marchand que la joven podría ser dada al hijo de un tendero de París! Además , los franceses eran odiados. El general G..t..r…, que gobernaba la provincia, sospechaba que el marqués preparaba un levantamiento a favor de fernando VII de ahí que en el batallón mandado por Víctor Marchand estuviese acantonado en la pequeña ciudad de Menda para contener los campos vecinos, que obedecían al marqués de Leganés. Un reciente despacho del general Ney hacía temer que los ingleses desembarcasen próximamente en la costa, y señalaba al marqués como un hombre que estaba en connivencia con el gabinete de Londres. Por eso , pese al buen recibimiento que ese español había hecho a Víctor Marchand   ya sus soldados, el joven oficial estaba siempre a la defensiva. Mientras se dirigía hacia aquella terraza desde la que acababa de examinar el estado de la villa y de los campos confiados a su vigilancia, se preguntaba cómo debía interpretar la amistad que el marqués no había cesado de testimoniarle, y cómo tranquilidad de la zona podía conciliarse con las inquietudes de su general; pero, desde hacía un momento, estas ideas habían sido expulsadas   de la mente del joven comandante por un sentimiento de prudencia y por una curiosidad muy legítima. Acababa de divisar en la villa una cantidad bastante grande de luces. A pesar de la festividad de Santiago, había ordenado aquella misma mañana que los fuegos se apagasen a la hora prescrita por su bando. Solo el castillo había quedado excluido dessa medida. Vio brillar aquí y allá las bayonetas de sus soldados en los puestos de costumbre ; pero el silencio solemne, y nada anunciaba que los españoles fueran presa de la embriaguez de una fiesta. Después de haber tratado de explicarse la infracción de la que se volvían culpables los habitantes, encontró en ese delito un misterio tanto más incomprensible cuanto que había dejado oficiales encargados de la zona nocturna y de las rondas. Con la perpetuidad de la juventud, iba a lanzarse o por una brecha para bajar rápidamente las rocas y llegar así más deprisa que por el camino habitual a un pequeño puestos situado en la entrada de la villa por el lado del castillo, cuando un leve ruido le detuvo en su carrera. Creyó oír la arena de las avenidas crujiendo bajo el paso ligero de una mujer. Volvió la cabeza y no vió nada ; pero sus ojos quedaron impresionados por el brillo extraordinario del océano. de repente distinguió un espectáculo tan funesto que se quedó paralizado de sorpresa, acusando a sus sentidos de error. Los rayos blanquecinos de la luna le permitieron distinguir velas a una distancia bastante grande. Se estremeció, e intentó convencerse de que aquella visión era una trampa de óptica ofrecida por los caprichos de las ondas y de la luna. En ese momento , una voz hacia la brecha y vio elevarse en ella lentamente la cabeza del soldado por el que se había hecho acompañar al castillo

 

⇁¿Es usted, mi comandante?

⇁Sí. ¿Y bien? ⇁le dijo en voz baja el joven , al que una especie de presentimiento advirtió que obrase con cautela…

⇁Esos bribones se mueven como gusanos, y si me lo permite me apresuro a comunicarle mis pequeñas observaciones.

⇁Había ⇁respondió Víctor Marchand.

⇁Acabo de seguir a un hombre del castillo que ha pasado por aquí con una linterna en la mano. Una linterna terriblemente sospechosa; no creo que ese cristiano necesite encender cirios a esta hora. “!Quieren comernos”, me he dicho, y me he puesto a examinarle los talones. Así, mi comandante, he dicho, y me he descubierto a tres pasos de aquí, en un trozo de roca, un montón de haces de leña.

Un grito terrible, que de repente resonó en la villa, interrumpió al soldado.Un resplandor repentino iluminó al comandante. El pobre granadero recibió una bala en la cabeza y se derrumbó. Una hoguera de paja y de madera seca brillaba como un incendio a diez pasos del joven. Los instrumentos y las risas dejaban de oírse en las sala de baile. Un silencio de muerte , interrumpió por gemidos, había reemplazado de repente a los rumores y a la música de la fiesta. Un cañonazo resonó en la llanura blanca del océano. Por la frente del joven oficial corrió un sudor frío. Estaba sin espada. Comprendía que sus soldados habían perecido y que los ingleses iban a desembarcar. Se vio deshonrado si seguía vivo, se vio llevado ante un consejo de guerra; entonces midió con la vista la profundidad del valle, y se lanzaba hacia el momento en que la mano de Clara cogió la suya.

⇁!Escape! ⇁dijo ella, mis hermanos vienen tras de mí para matarle. Al pie de la roca, por ahí, encontrará al andaluz Juanito ¡Corra!

 

Ella lo empujó, el joven, estupefacto, la miró un momento; pero obedeciendo enseguida al instinto de conservación que nunca abandona al hombre , ni siquiera al más fuerte, se lanzó hacia el parque tomando la dirección indicada, y corrió a través de las rocas que entonces solo habían utilizado las cabras. Oyó a Clara gritar a sus hermanos que le persiguiesen; oyó el paso de sus asesinos; oyó silbar en sus oídos las balas de avaris descargas; pero consiguió alcanzar el valle, encontró al caballo , montó en él y desapareció con la rapidez del relámpago.

 

En pocas horas el joven oficial llegó al cuartel del general G..t..r, a quien encontró cenando con su estado mayor.

⇁¡ Le traigo mi cabeza! ⇁gritó el jefe de batallón presentándose pálido y deshecho.

 

Se sentó, y contó la horrible aventura. Un silencio espantoso acogió su relato.

⇁Le considero más desgraciado que criminal ⇁terminó por responder al terrible general⇁. No es usted el culpable de la fechoría de los españoles; y , a menos que el mariscal decida otra cosa, yo le absuelvo.

 

Estas palabras no fueron sino un débil consuelo para el desdichado oficial.

⇁¡Cuando el emperador se entere! ⇁exclamó.

⇁ Querrá que los fusilen ⇁dijo el general⇁, pero ya veremos.En fin no se hable más de esto ⇁añadió en tono severo⇁ más que para preparar una venganza que imprima un terror saludable en este país donde hacen la guerra a la manera de los salvajes.

 

Una hora después, un regimiento entero, un destacamento de caballería y un convoy de artillería estaban en marcha. El general y Víctor iban a la cabeza de aquella columna. Los soldados , informados de la matanza de sus camaradas, iban   poseídos por un furor sin igual. La distancia que separaba   la vila de Menda del cuartel general fue franqueada con una rapidez milagrosa. En el camino el general encontró pueblos bajo las armas. todas aquellas miserables aldeas fueron cercadas y sus habitantes diezmados.

Por una de esas fatalidades inexplicables, los navíos ingleses se habían quedado al pairo, sin avanzar , pero más tarde se supo que esos barcos solo llevaban artillería y habían navegado más de prisa que el resto de los transportes. Así, la villa de Menda, privada de los defensores que esperaba, y que parecía prometerle la a aparición de las velas inglesas, fue rodeada por las tropas francesas casi sin disparar un tiro. Los habitantes, sobrecogidos de terror , ofrecieron rendirse a discreción. Por una de esas abnegaciones que no han sido raras en la península, los asesinos de los franceses, previendo, por la conocida crueldad del general, que Menda tal vez fuera entregada a las lllamas y todas la población pasada a cuchillo, propusieron denunciarse ellos mismos al general. Este aceptó el ofrecimiento , a condición de que los habitantes del castillo, desde el último criado hasta el marqués, le fueran entregados. Aceptada esta capitulación , el general prometió perdonar al resto de la población e impedir que sus soldados saquearan la villa o la incendiaran. Se les impuso una contribución enorme, y los habitantes más ricos constituyeron prisioneros para garantizar el pago, que debía efectuarse en veinticuatro horas.

El general adoptó todas las precauciones necesarias par la seguridad de sus tropas, proveyó a la defensa de la ona y se negó a alojar a soldados en las casas. Tras haberlos hecho acampar, subió al castillo, del que se apoderó militarmente . Los miembros de la familia Leganés y los criados fueron cuidadosamente vigilados, maniatados y encerrados en la sala grande donde había tenido lugar el baile. Desde las ventanas de esa pieza podía abarcarse fácilmente la terraza que dominaba la villa. El estado mayor se instaló en una galería   vecina, donde el general celebró, en primer lugar, un consejo sobre las medidas a tomar para oponerse al desembarco. Después de haber enviado un edecán al mariscal Ney y ordenado montar las baterías en la costa, el general y su estado mayor se ocuparon de los prisioneros. Doscientos españoles que los habitantes habían entregado fueron fusilados inmediatamente en la terraza. Tras esa ejecución militar el general ordenó levantar en la terraza tantas horcas como personas había en la sala del castillo y llamar al verdugo del pueblo. Victor Marchand aprovechó el tiempo que iba a transcurrir antes de la cena para ir a ver a los prisioneros. No tardó en volver a lado del general.

⇁Vengo ⇁le dije con voz emocionada⇁ para pedirle gracias.

⇁¡Usted! ⇁contestó el general con un tono de amarga ironía.

⇁¡Ay! ⇁respondió Víctor⇁, las gracias que pido con tristes. El marqués, al er plantar las horcas, ha esperado que usted cambiaría esta clase suplicio para su familia, y le suplica que ordene decapitar a los nobles.

⇁De acuerdo ⇁dijo el general.

⇁ Piden además que se les conceda los auxilios de religión y que se les libre de sus ataduras; prometen que no intentarán huir.

⇁Lo concedo ⇁dijo el general⇁; pero usted me responde de ellos.

⇁El anciano le ofrece también toda su fortuna si quiere perdonar a su hijo menor.

⇁¿De veras? ⇁respondió el jefe⇁. Sus bienes ya pertenecen al rey José.

Se detuvo un pensamiento de desprecio arrugó   su frente y añadió:

⇁Voy a ir más allá de su deseo. Adivino la importancia de última petición. Pues bien, que compre la eternidad de su apellido, pero que España recuerde siempre su traición y su suplicio. Dejó   su tortura y tu vida de aquel de sus hijos   que haga el oficio de verdugo. Vaya, y no me habla más del asunto.

La cena estaba servida. Los oficiales sentados a la mesa satisfacían su apetito que la fatiga había aguzado. Solo uno de ellos, Víctor Marchand, no estaba en el festín. Tras haber vacilado largo rato, entró en el salón donde gemía la orgullosa familia de Leganés, y lanzó una mirada triste sobre el espectáculo que ofrecía entonces aquella sala, donde dos días antes había visto girar, arrastradas por el vals, las cabezas de las dos muchachas y de los tres jóvenes. Se estremeció al pensar que dentro de poco iban a rodar cortadas por al espada del verdugo. Atados en sus sillones dorados, el padre y la madre, los tres hijos y las dos hijas, permanecían en un estado de total inmovilidad. Ocho servidores estaban de pie, con las manos atadas a la espalda . Aquellas quince personas se miraban seriamente, y sus ojos apenas revelaban los sentimientos que los animaban. Una resignación profunda y el dolor de haber fracasado en su empresa se leían en algunas frentes. Unos soldados inmóviles los vigilaban respetando el dolor de aquellos   crueles enemigos. Un movimiento de curiosidad   ánimo los rostros cuando apareció Víctor. Dió la orden de desatar a los condenados, y él mismo fue a soltar las cuerdas que mantenían a Clara prisionera en su silla. Ella sonrió tristemente. El oficial no pudo dejar de rozar los brazos de la joven, admirando su cabellera negra y su esbelto talle. Era una verdadera española: tenía la tez española, los ojos españoles, las largas pestañas rizadas y una pupila más negra que el ala de un cuervo.

⇁¿Lo ha conseguido? ⇁dijo ella dirigiéndole una de esas sonrisas fúnebres en las que todavía hay algo de niña.

Víctor no pudo reprimir un gemido. Miró sucesivamente a los tres hermanos y a Clara. Uno, y era el mayor. tenía treinta años. De baja estatura, bastante mal constituido, aspecto altivo y desdeñoso, no carecía de cierta nobleza en los modales, y no parecía ajeno a esa delicadeza de sentimiento que hizo tan célebre   antaño la galantería española. se llamaba Juanito. El segundo, Felipe, tenía unos veinte años, se parecía a Clara. El último tenía ocho años. Un pintor habría encontrado en los rasgos de Manuel algo de esa constancia romana que David ha prestado a los niños en sus páginas republicanas. El anciano marqués tenía una cabeza cubierta de pelo blanco que parecía salida de un cuadro de Murillo. Ante aquel cuadro, el joven oficial meneó la cabeza, desesperado de ver aceptar el trato del general or uno de aquellos cuatro personajes; sin embargo , se atrevió a confiárselo a Clara. La española se estremeció al principio , pero de golpe recuperó un aire tranquilo y fue a arrodillarse delante de su padre.

⇁¡Oh! ⇁le dijo⇁, haga jurar a Juanito que no obedecerá fielmente las órdenes que usted le dé, y nosotros estaremos contentos.

La marquesa se estremeció esperanzada; pero cuando, inclinándose hacia su marido, oyó la confidencia de Clara. aquella madre se desmayó. Juanito lo comprendió todo, saltó como un león enjaulado. Víctor se encargó de alejar a los soldados   después de haber conseguido del marqués la seguridad de una completa sumisión . Los criados fueron llevados y entregados al verdugo, que los ahorcó. Cuando la familia solo tuvo a Víctor por vigilante el anciano se levantó.

⇁ ¡Juanito! ⇁dijo.

Juanito solo respondió con una inclinación de cabeza que equivalía a una negativa, se dejó caer de nuevo en su silla y miró a sus padres con ojos secos terribles. Clara fue sentarse en sus rodillas y , con un aire alegre, le dijo pasándole el brazo alrededor del cuello y bésandole los párpados.

⇁Mi querido Juanito, si supieras lo dulce que será para mí la muerte sí me la das tú… No tendré que sufrir rl odioso contacto de las manos del verdugo. Tú me curarás de los males que me esperaban, y… mi buen Juanito, Yu no querías que yo fuese de nadie ¿verdad?

Sus ojos aterciopelados lanzaron una mirada ardiente sobre Víctor, como para despertar en el corazón de Juanito su horror por los franceses.

⇁Ten valor ⇁le dijo su hermano Felipe⇁, de otro modo nuestra estirpe casi real quedará extinguida.

De repente Clara se levantó, el grupo que se había formado alrededor de Juanito se disgregó; y aquel joven, rebelde con justo derecho, fue ante su anciano padre, quien de pie y con tono solemne exclamó:

⇁¡Juanito, yo te lo ordeno!

Como el joven conde permanecía inmóvil, su padre cayó a sus rodillas. de forma involuntaria, Clara, Manuel y Felipe le imitaron. Todos tendieron las manos a aquel que debía salvar a la familia del olvido, y parecían repetir estas palabras paternas.

⇁Hijo mío, ¿carecerías de energía española y de verdadera sensibilidad? ¿Quieres que siga más tiempo de rodillas, y solo tener en cuenta tu vida y tus sufrimientos? ⇁¿Es hijo mío , Señora? ⇁preguntó el anciano volviéndose hacia la marquesa.

⇁¡Él consiente! ⇁exclamó la madre desesperada al ver a Juanito hacer un movimiento de párpados cuyo significado sólo ella conocía.

Mariquita, la segunda hija, se mantenía de rodillas estrechando a su madre en sus débiles brazos; y como lloraba a lágrima viva, su hermano   menor, Manuel, fue a reñirla. En ese momento entró el capellán del castillo, que fue rodeado de inmediato por toda la familia y llevado al lado de Juanito. Víctor, que no podía soportar por más tiempo aquella escena, hizo una seña a Clara y se apresuró a intentar un último esfuerzo ante el general; lo encontró de buen humor, en medio del banquete y bebiendo con sus oficiales, que empezaban a mantener alegres conversaciones.

Una hora después, cien de los habitantes más nobles de Menda fueron a la terraza para ser testigos, siguiendo las órdenes del general, de la ejecución de la familia Leganés. Se dispuso un destacamento de soldados, para contener a los españoles , a los que colocaron debajo de las horcas en las que habían sido colgados los sirvientes del marqués. Las cabezas de aquellos moradores del pueblo casi tocaban los pies de aquellos mártires. A treinta pasos de ellos se alzaba un tajo y brillaba una cimitarra. Allí estaba el verdugo , para el caso de que Juanito se negase. No tardaron lo españoles en oír , en medio del más profundo silencio, los pasos de varias personas, el sonido acompañado de la marcha de un piquete de soldados   y el ligero ruido de sus fúsiles, Aquellos diferentes ruidos se mezclaban a los acentos alegres del banquetes de los oficiales como antes las danzas de un baile habían encubierto los preparativos de la sangrienta traición. Todas las miradas se volvieron hacia el castillo, y se vio la noble familia avanzar con un aplomo increíble. Todas las frentes estaban tranquilas y serenas. Un solo hombre, pálido y deshecho, se apoyaba en el sacerdote, que prodigaba todos los consuelos de las religión a este hombre, el único que debía vivir. El verdugo comprendió, como todo el mundo, que Juanito había aceptado su plaza por un día. el viejo marqués, y su mujer, Clara, Mariquita y sus dos hermanos fueron a arrodillarse a unos pocos pasos del fatal lugar. Juanito fue llevado por el sacerdote. Cuando llegó el tajo, el verdugo se lo llevó aparte y le probablemente algunas instrucciones. El confesor colocó a las víctimas de formas que no viesen el suplicio. Pero se trataba de verdaderos españoles y permanecieron de pie y sin muestras de debilidad.

Clara fue la primera en lanzarse hacia su hermano:

⇁Juanito ⇁le dijo⇁, ¡ten piedad de mi poca valentía! Empieza por mí.

En aquel momento sonaron los pasos precipitados de un hombre. Víctor llegó al lugar de aquella escena. Clara ya estaba arrodillada, su cuello blanco ya llamaba a cimitarra. El oficial palideció pero encontró fuerzas para acudir.

⇁El general te concede la vida si quieres casarte conmigo ⇁le dijo en voz baja.

La española lanzó sobre el oficial una mirada de desprecio y orgullo.

⇁Vamos, Juanito ⇁dijo con un sonido profundo de voz.

Su cabeza rodó a los pies de Víctor. La marquesa de Leganés dejó escapar un movimiento convulsivo al oír el ruido; fue la única señal de su dolor.

⇁¿Estoy bien así , mi buen Juanito? ⇁fue la pregunta que hizo el pequeño Manuel a su hermano.

⇁¡Ah!, estás llorando, Mariquita ⇁ le dijo Juanito a su hermana.

⇁¡Oh!, sí ⇁replicó la joven⇁. Pienso en tí, mi pobre Juanito, serán muy desgraciado sin nosotros.

No tardó en aparecer la gran figura del marqués, Miró la sangre de sus hijos, se volvió hacia los espectadores mudos e inmóviles extendió la mano hacia Juanito y dijo con voz fuerte:

⇁¡Españoles, doy a mi hijo mi bendición paterna! Ahora, marqués, golpea sin miedo, eres irreprochable.

Pero cuando Juanito vio acercarse a su madre, apoyada en el confesor, exclamó:

⇁Ella me dio la vida.

Su voz arrancó un grito de horror a los allí reunidos. El ruido del banquete y las risas alegres de los oficiales se apagaron ante aquel terrible clamor. La marquesa comprendió que el coraje de Juanito estaba agotado, se lanzó de un salto por encima de la balaustrada y fue a partirse la cabeza en las rocas. Se alzó un grito de admiración , Juanito había caído desmayado.

⇁Mi general ⇁dijo un oficial medio borracho⇁, Marchand acaba de contarme algo sobre la ejecución, apuesto a que usted no lo ha ordenado…

⇁¿Olvidan, señores ⇁exclamó el general G..t..r que dentro de un mes, quinientas familias francesas estarán llorando, y que estamos en España? ¿Quieren dejar aquí nuestros huesos?

Tras esta alocución, no hubo nadie, ni siquiera un subteniente, que se atreviese a vaciar su vaso.

A pesar del respeto que lo rodea, a pesar del título El verdugo que el rey de España ha dado como título de nobleza al marqués de Leganés, este se ve devorado por el dolor, vive en ansiedad y raras veces se deja ver en público. Abrumado bajo el peso de su admirable fechoría, parece aguardar impaciente a que el nacimiento de su segundo hijo le dé derecho de reunirse con las sombras que incesantemente le acompañan.

París, octubre de 1829.

 

(A Martínez de la Rosa)

« »