Los seis de Hiroshima
POR ENRIQUE DÍAZ ÁLVAREZ
Hay imágenes que inauguran una época. El hongo de fuego y humo levantándose sobre el cielo de Hiroshima es una de ellas. El poder de destrucción de la primera bomba atómica no sólo precipitó el fin de la Segunda Guerra Mundial, sino que mostró el rostro más sombrío de la razón instrumental moderna. El progreso científico-tecnológico se acompañó por un proceso de deshumanización radical. El resultado salta a la vista: la era atómica se erigió sobre los restos mortales de más de 140 mil japoneses.
El daño causado por la bomba atómica es probablemente la metáfora más acabada del pacto fáustico; el insaciable afán de conocimiento y dominio del hombre representa, al mismo tiempo, su propia condena. A partir de agosto de 1945, nuestra especie presume el estrafalario logro de ser la única con la capacidad para aniquilarse a sí misma. Tiene razón Bertrand Russell, ninguna otra acción simboliza mejor el delirio suicida de nuestro tiempo que la bomba atómica.
A setenta años de distancia, Hiroshima es el ejemplo paradigmático del sufrimiento ocasionado por las armas nucleares. No siempre fue así, la conciencia crítica tardó en llegar. El gobierno de Truman justificó el bombardeo como un medio de disuasión para alcanzar o garantizar la paz. La narrativa hegemónica defendió esa demostración de fuerza como un medio efectivo para acortar una guerra que ya había causado millones de muertes.
La cuestión es que buena parte de la opinión pública estadounidense pasó por alto el costo humano de una operación militar que puso a prueba un avance técnico del que ignoraba sus efectos. Hiroshima y Nagasaki, como antes Auschwitz, fueron ante todo un macabro laboratorio de experimentación.
No fue hasta que surgieron algunas voces críticas que se visibilizó el sufrimiento extremo que implicó la bomba atómica. Entre ellas destaca John Hersey, corresponsal de guerra durante la Segunda Guerra Mundial. Una vez acabada la contienda, Hersey acordó con William Shawn, editor ejecutivo del New Yorker, escribir un reportaje sobre Hiroshima. Ambos pensaban que la opinión pública de su país estaba haciendo una apología de la bomba y que esto se debía a que la mayoría de los textos publicados hasta entonces giraban alrededor de su poder destructivo. Con esto en mente, Hersey se planteó indagar sobre el impacto que había tenido aquella explosión en la vida de las personas. Centrar su historia en los cuerpos, ya no en estadísticas o escombros.
Al llegar a Japón, Hersey optó por relatar la experiencia de seis supervivientes; cuatro hombres y dos mujeres. Pasó tres semanas preguntando extensamente a cada uno de esos hibakushas dónde estaban, cómo reaccionaron y qué pensaron aquel fatídico día y los meses posteriores. Una vez recopilados esos testimonios, Hersey regresó a los Estados Unidos para escribir, en tan sólo un mes, la catástrofe de Hiroshima vista a través de los ojos de los damnificados.
Al detallar el dolor de esas víctimas concretas, Hersey des-veló lo que prometía la carrera nuclear a la humanidad entera. Nada mejor para mermar el marco de guerra y ampliar el juicio moral de sus compatriotas, que enfrentarlos al dolor y expectativas rotas de la señorita Toshiko Sasaki, el doctor Masakazu Fujii, la señora Hatsuyo Nakamara, el sacerdote Wilhelm Kleinsorge, el cirujano Terufumi Sasaki y el reverendo Kioshi Yamamoto. A través de ellos Hersey no sólo rescata el horror y el caos que secundó a ese inédito resplandor, sino los primeros malestares de la radiación y el desconcierto de los doctores ante unos síntomas sin precedentes. En el inventario de Hiroshima no hay contemplaciones: “Sobre algunos cuerpos desnudos, las quemaduras habían trazado dibujos que parecían prendas de vestir y, sobre la piel de algunas mujeres –puesto que el blanco reflejaba el calor de la bomba y el negro lo absorbía y lo conducía a la piel– se veían las formas de las flores de sus kimonos”.
Hersey empleó una serie de recursos narrativos para incitar la empatía de los lectores con los supervivientes japoneses, el otro. Con ello, según confiesa Tom Wolfe, se convirtió en el referente de un nuevo periodismo que no duda en utilizar las armas de la literatura para construir una historia real que conmueva, descoloque, transforme. Un periodismo narrativo que busca producir piezas que puedan leerse como una novela. El recurso novelístico de presentar los hechos a través del punto de vista de seis personajes, exigió a los lectores norteamericanos experimentar el sufrimiento que provoca una bomba atómica a través de sujetos que podrían ser ellos mismos.
Originalmente el New Yorker tenía programado publicar la crónica de Hersey en cuatro entregas, pero al recibir el manuscrito los editores tomaron una decisión inaudita: Hiroshima saldría publicada en un solo número. Era la primera vez en la historia de ese prestigioso semanario que se dedicaba todo el espacio a una sola obra.
El impacto social de Hiroshima es conocido. El número se agotó inmediatamente y las peticiones de reimpresión llegaron desde diferentes rincones del planeta. Hersey consiguió que se reconociera la vulnerabilidad de las víctimas, los vencidos. Esa clase de anagnórisis no es banal desde una óptica ético-política; por qué no pensar que ese reportaje (o las fotografías de Robert Capa o Horts Faas) tuvo mucho que ver en la resistencia pacífica que brotó en plena Guerra Fría contra el uso de armas químicas en la guerra de Vietnam.
Ciertos ejercicios periodísticos tienen relevancia pública en tanto que motivan la acción. Conviene releer Hiroshima, publicado el 31 de agosto de 1946, en tiempos que se habla de “daños colaterales” o “bombardeos humanitarios”. Asumir el deber de recordar aquella herida y descubrir la dignidad de las víctimas. No se equivoca Kenzaburo Oé, sin los hibakushas y su manera muy concreta de comprender palabras como coraje, esperanza, sinceridad o muerte, la humanidad perdería contenido moral.
*FOTO: En su libro Hiroshima, John Hersey recogió los testimonios de seis sobrevivientes del ataque con bomba atómica en agosto de 1945 a la ciudad de Hiroshima por parte de la Fuerza Aérea de Estados Unidos. Esta obra periodística cambió la percepción generalizada que se tenía sobre las armas nucleares/AP.