Alain Resnais o la burla terminal

Ago 29 • Miradas, Pantallas • 3274 Views • No hay comentarios en Alain Resnais o la burla terminal

POR JORGE AYALA BLANCO

 

En Amar, beber y cantar (Aimer, boire et chanter, Francia, 2013), etéreo aunque verborrágico opus póstumo del francés de 91 años iniciador del cine moderno europeo Alain Resnais (Noche y niebla [55], Hiroshima mi amor [59] y una veintena de obras maestras más), con guión de Laurent Herbiet y Alex Reval más diálogos adicionales de Jean-Marie Besset adaptando la pieza Vida de Riley del londinense Alan Ayckbourn (en quien el genial realizador ya había basado su díptico arborescente Smoking/No Smoking [93] tanto como su fantasía ligadora Pasiones privadas en lugares públicos [06]), un núcleo de opulentos profesionistas maduros que la hacen de actores teatrales aficionados por puro amor al arte y entretenimiento antitedio inglés en el condado de Yorkshire, ve trastornada la certeza de sus apacibles nexos afectivos cuando uno de ellos, el atormentado médico inseguro Colin (Hyppolyte Girardot), revela por indiscreción a su efusiva esposa rezongona Kathryn (Sabine Azéma desatada) que el enigmático vecino muy apreciado George Riley padece un cáncer terminal con fatídico pronóstico de algunos meses de vida, pero resulta que ese inmostrable personaje fue el amante de juventud y autor de un embarazo de la ahora quisquillosa Kathryn aún extrañándolo, que es el mejor amigo del gimoteante con barba de candado adúltero Jack (Michel Viullermoz) también miembro del mismo grupo amateur, que ha seducido a la metiche esposa de éste Tamara (Caroline Silhol), que todos van a confabularse para lograr la crucial participación del multialudido en una ambiciosa obra en proceso, y que el tal disputadísimo Riley sigue desequilibrando a su bella expareja apenas treintona Monica (Sandrine Kiberlain), quien consiguió abandonarlo y hoy intenta en vano serle fiel al granjero tranquilizante por veterano Siméon (André Dussolier el actor fetiche-alter ego de Resnais), por lo cual el conjunto pasará sin cesar de una severa crisis íntima a otra peor, en especial cuando las tres mujeres de George estén dispuestas a servirlo como esclavas maternales o se apresten a botarlo todo por acompañarlo en su últimas vacaciones a Tenerife, donde saldrá ganando la hija adolescente de Jack y Tamara, rumbo al infarto y al sepelio.

 

La burla terminal disemina a granel y se atasca con situaciones de vodevil para decir exactamente lo contrario de ese deleznado género popular e ínfimo, pues aquí todo será irónico y cambiante, todo lo existente y seguro de una secuencia está destinado a ser puesto en irrisión por los impulsos de la secuencia siguiente, los personajes presentes son sometidos al peor de los vendavales manipuladores por el personaje ausente y ningún valor humano se sostiene, salvo la liviandad de las pasiones y el dolor de los afectos profundos, ya que aquí no hay burladores ni burlados, sino sólo seres complejos en ridículo e imparable despeñadero existencial, allí donde el entusiasmo actoral amateur se ha vuelto rutina impostada y manía, donde el brindis con monosílabos sugerentes cohabita con sentencias retóricas muy al gusto francés postAnouille (“Un flirteo serio es un oxímoron, como un grito silencioso”), donde la dura realidad se venga de quienes vendieron su alma sacrificando ideales y sueños, donde hoy puedes estar feliz con el amante seguro y mañana añoras al intrigante impenetrable, donde el drama de los celos viriles se descubre tan improbable como el melodrama de la violencia entre mujeres en pugna a manotazos por el mismo macho (antes de abrazarse arrepentidas y reconciliarse con besitos), donde la obsesión por poner en hora los relojes (en un fuera de campo perpetuo) rima con la sabia diseminación de efectos visuales.

 

La burla terminal sucede en fascinantes y elaboradísimos escenarios irrealistas ultraexquisitos, a medio camino entre el teatro y el cine, o más bien, robándole sus mejores galas autoconscientes a los recursos fílmicos (esos delicados encuadres indolentes, esos preciosistas planos abiertos, esos close-ups reflexivos con incongruente fondo tachonado, esta furia interfemenina con súbita iluminación roja de coraje) y a los subterfugios escénicos (esa significativa confusión entre ensayo teatral y ficción estilizada, esos diálogos inespecíficos), cómplices entre ellos, y más allá, como ya sucedía desde esa primera incursión resnaisiana en los espejismos subjetivistas del teatro inglés contemporáneo en la agonista hoy invisible Providence (77), aunque siempre sumergida en los extremos laberintos mentales de la humorística subliminalidad de Te amo, te amo (68), para seguir demostrando al infinito que La vida es una novela (83) y que los frágiles humanos obedecen a reflejos zoológicos tan irracionales como los detectados por el biólogo Laborit en las infelices criaturas de Mi tío de América (80), si bien ahora sarcásticamente embellecidas por mágicos exteriores con cortinajes, permutables con estampas dibujadas por Blutch, merced a la fotografía restallante en sedosos colores de Dominique Bouilleret y a esa frivolona música mutante del inglés Mark Snow, coexistiendo con un vals de Strauss y con esa insulsa balada-emblema de los 30s franceses que da nombre al filme, y a esta inefable tragicomedia sobre la libertad amorosa que sólo puede lograrse pasando por la esclavitud.

 

Y la burla terminal gira en torno de la muerte aunque apenas se le aluda a través de las canalladas postreras de un ente meramente nominal y jamás se le represente, pues únicamente deben verse la última afirmación vital, la alegre vida que se escapa, la contradictoria vida que se cuela entre los labios pues sólo así podrá valorársele (y ya extrañársele) como una totalidad, la consabida y consentida vida sin sentido, esa vida que a fin de cuentas no puede recordarse, ya hacia el final, en plena danza de los viejitos echando polilla, más que como una gigantesca tomadura de pelo, clamando a grandes voces su nostalgia por el dibujo animado y por las más adultas historietas infantilistas e irresponsables.

 

 

*FOTO: Amar, beber y cantar (2013) es la cinta póstuma del director de cine francés Alain Resnais, considerado como uno de los iniciadores del cine moderno en Europa/Especial.


 

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