Hermes Paralluelo y la pareja eternizada
POR JORGE AYALA BLANCO
En No todo es vigilia (Argentina-España, 2014), austeramente conmovedora segunda docuficción del argentino con origen catalán de 34 años Hermes Paralluelo (Yatasto 11), el calvo abuelo octogenario con fallas en su entero organismo Antonio Paralluelo es acompañado a la vera del lecho de hospital por su esposa desde hace 6 décadas, la nariguda octogenaria Felisa Lou (también abuela del realizador), durante un largo plano fijo evocan juntos y con agreste sequedad rural viejos tiempos mejores, antes de que la anciana parta por los pasillos, caminando con auxilio de una andadera provista de rueditas y dejando a su entrañable paciente en manos de médicos que la hacen apartarse de tosca buena manera, y así el hombre pueda ser trasladado en camilla y someterse a sofisticados escaneos con lucecita roja, o esperar el turno para otros análisis de rutina ante las puertas de otro laboratorio, al lado de algún otro pueblerino amigo de juventud, con quien intercambia recuerdos que conducen cada quien por su lado como en teléfono descompuesto, aunque convocando al unísono, eso sí, la esperanza conjunta de recibir en el futuro cercano “Una buena muerte y poca cama”, pero luego, merced a una prudente elipsis del egreso del sanatorio, ven reaparecer a los dos ancianos de regreso a su añosa morada, intentando retomar su vida normal, enfrentándose con gran esfuerzo y dificultad a los mínimos quehaceres y contratiempos cotidianos, como subir las escaleras interiores, compartir a regañadientes el lecho conyugal vuelto incómodo en el piso superior, lidiar con cierto maldito reloj eléctrico cuyos botones de apagado resultan un misterio inescrutable, calentar un poco de leche en un cazo, telefonear por desconfiada partida doble a un vecino para que repare una avería de la calefacción indispensable, o peor aún, atender desde la recámara individual improvisada abajo a cada uno de los requerimientos de la friolenta Felisa convertida en testaruda enferma imaginaria, o ya en la puerta de salida, a timbrazos insistentes o a inermes gritos destemplados de “Antoniooo, Antoniooo”, hasta que incapaces de sostener más tiempo las necesidades diarias, la pareja eternizada contemple el recurso de recluirse en un asilo, necesariamente por separado, entristeciéndolos y poniéndolos en inexpresable conflicto.
La pareja eternizada se desarrolla con enorme claridad formidablemente sobria, no como una suite de momentos más o menos significativos, a semejanza del Yatasto sobre los trabajos y los días una familia miserable de cartoneros de la periferia acarreando sus desechos a bordo de un carromato, sino como una verdadera sinfonía dramática, sombría e inconfesablemente drammatica, en tres tiempos muy bien diferenciados: un inicial moderato de insalvable dureza geométrica en el hospital más una nota de lo insólito posible (esa efímera bifurcación onírica de la realidad con una Felisa a cada lado del lecho como un espejo alternativo ante el doliente), un intermedio allegro non troppo de soledad perentoria en casa (“Nosotros nos casemos para estar siempre juntos”) y un melancólico largo final que se postra ante la sola idea de la separación definitiva.
La pareja eternizada exige con calculadísimo rigor a sus admirables imágenes de largas duraciones-contemplaciones diversas (fotografía de Julián Elizalde) una amplia gama de tonos y acentos, a los enfoques de los cráneos rapados, a las cadencias con todo el tiempo del mundo para capturar los lerdos movimientos acompasados sobre el eje o con entradas y salidas a ambos lados del encuadre, a los espacios manejados como gélidas abstracciones futuristas de Tati instantáneamente lúgubres (a quienes vendrían a unirse los crueles timbrazos reiterados cual potenciales gags auditivos recurrentes también estilo Tati), a las magistrales actuaciones de los viejos representándose con espontánea severidad a sí mismos, a la morosa atención amorosa del cineasta puesta dolorosamente sobre sus seres queridos, a un cerebralismo plástico que nunca permite caer en agitadas añoranzas de cine casero amateur ni en jueguitos underground a lo Mekas, para encontrar en la conjugación de todos estos elementos una equivalencia sensorial a ese fugitivo aunque parezca inmóvil inmovilizador aletargamiento, desesperante pero resignado, de la edad en exceso avanzada, y a esa tragedia de la inutilidad vital que tan lúcida cuan inevitablemente se presenta (“Para allá vamos todos”), no pudiendo ya bastarse por uno mismo ni entre dos.
Y la pareja eternizada semeja poderosa y sensiblemente, a fin de cuentas, demasiadas operaciones y cosas inconclusas, en puntos suspensivos, a la vez: una suerte de espesa y etérea fábula negra de intrincado sentido en suspenso perennemente aplazado, una súbita inspiración duradera de las sombras infinitas que produciría cierta luz invernal reflejada en interiores de pueblos mediterráneos al fin horadables y desdoblados, una extraña música que se arranca a cuerpos viejos pulsados como instrumentos diferentes e inusuales, un concierto de figuras abrazadas y anudadas entre ellas o en solitario como a la defensiva, un ventarrón de vida azotando contra riscos de rarefacción perpetua y precipicios mentales inconmovibles, una fantasía cotidiana en secreta lucha contra la atmósfera grotesca de la decrepitud mediante inesperados efectos visualistas, una autogenerada aura fantasmagórica muy estilizada y una gerontófila ternura antiHaneke (Amour 12), todo ello en ascético silencio y sólo recurriendo en su envío final al apoyo exterior de una música de acompañamiento, la Serenata de Schubert, para concluir amalgamando el magnético sonido mercurial del violín recitante con el varias veces aludido retrato de bodas de los jóvenes Antonio y Felisa con ramo de blancas flores en los brazos, referencia omnipresente, costosa e inolvidable para la memoria, congelada y apenas resonante como estribillo malvado (“¡Qué guapos éramos, y ahora nos hemos vuelto feos!”).
*Foto: No todo es vigilia está protagonizada por Felisa Lou y Antonio Paralluelo, abuelos del realizador/Especial.