A la sombra del árbol de los abuelos

Dic 12 • destacamos, principales, Reflexiones • 4103 Views • No hay comentarios en A la sombra del árbol de los abuelos

POR LUIS GUILLERMO HERNÁNDEZ 

 

El periodista que escribe con amor lo que escribe, no es sino un escritor como otro cualquiera.
Rubén Darío.

 

 

La respuesta puede estar ahí, a la sombra del árbol que plantaron los abuelos. Oculta entre las páginas de aquellos relatos del principio de la modernidad latinoamericana, a la espera de nosotros.

 

Algo me lo dice. Consigo reconocerla en las palabras de Machado de Assis. En la interrogante que el brasileño se plantea en agosto de 1878, y que me afrenta del mismo modo, casi un siglo y medio después: “¿Qué articula una página de crónica en medio de las preocupaciones del momento?”

 

Cuestión de tender los puentes que soporten el peso de cincuenta mil días. ¿Qué páginas debe escribir el reportero del siglo XXI, para librar la amenaza de la extinción inminente? Somos el eco del grito que ellos fueron. Desafío similar: hacer nacer a un lector nuevo, muy distinto de su antecedente inmediato, para provocarlo a asistir, regocijado, al encuentro cotidiano con nosotros. Traerlo de vuelta a nuestra cita semanal, diaria, mensual, mediada por el viejo triunvirato papel-tinta-imprenta o por la nueva trinidad: aluminio-cristal-Light Emitting Diode.

 

Agazapada entre miles de palabras olvidadas por nosotros –arrogantes observadores de un mundo que cada momento se parece menos a lo que supusimos que era– la posibilidad se abre con las dudas lejanas del XIX. Los modernistas, claro.

 

Si ellos fueron los comentadores de aquella vida latinoamericana de entresiglos, de ese mundo decimonónico en crisis, que los desafió hasta descubrirles actitud nueva, sensibilidad distinta, planteamiento estético afinado a golpe de modernidad, es preciso escucharlos. Y aquí una paréntesis: hay que creerle a Baudelaire cuando describe aquella modernidad como lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente. La mitad del arte cuya otra mitad era, y siempre lo ha sido, lo eterno y lo inamovible.

 

Machado de Assis no miente, no puede mentir: lo que articula a la crónica es la esperanza. Ni más ni menos. Palabra de renovador de narrativa brasileña. Palabra de padre del realismo en la alucinación tropical amazónica: la esperanza.

 

Asoma en la certeza de que hay muchos ojos puestos sobre las letras que nacen de nosotros, benedictinos de la historia mínima, sepultureros de la expresión oportuna. Intérpretes del presente, que vivimos los días exprimiendo los acontecimientos de la calle, escuchando y palpando el sentimiento de nuestras ciudades, para denunciar, aplaudir o patear conforme a nuestro humor o a nuestra opinión. Sí. La esperanza.

 

¿Alguien puede explicar mejor lo que es necesario que entendamos los periodistas del siglo XXI, inmersos en la urgencia del tuiteo como acto desesperado para seguir vigentes, aterrados ante la reiterada amenaza del degüello?

 

La crónica modernista latinoamericana –el cubano Martí, el nicaragüense Darío, el mexicano Gutiérrez Nájera, el brasileño Machado de Assis— toma conciencia de que su deber es interpretar su presente cambiante, inasible, vertiginoso. Y ante este desafío asumen el reto de crear una escritura nueva para un nuevo lector.

 

Surgen, se potencian, irradian justo en la época en que comienzan a definirse, y a separarse, los espacios del periodismo y la literatura. Cuando la literatura es confinada arbitrariamente en la esfera de lo estético, mientras que el periodismo es relegado con la premisa de la objetividad. Par de viejas falaces. Patronas implacables. Las parientes malhumoradas y egoístas.

 

Ellos, los modernistas, se reconocen intérpretes de su entorno social y de su presente. Pero, al mismo tiempo desclasados y sometidos al vértigo constante, con un horizonte en perpetuo cambio e inestabilidad, atestiguan el trastocamiento de todas esas verdades arraigadas, que se vienen abajo apenas llega el desarrollo industrial a depararles caducidad.

 

Ángel Rama los define con precisión: heterogéneos, sumidos entre la información más llana y el artículo doctrinario editorial. A medio camino entre la crítica social y la estética de estanquillo, entre el circo de pueblo y la plaza cosmopolita en donde se cuenta, mediante la palabra, que el mundo es vasto y está por ser apenas descubierto.

 

Está ahí, recién llegado de Inglaterra y Estados Unidos, un novedoso modelo de periodismo, surgido de la mano del telégrafo, que se denomina de forma singular pirámide invertida. Pero ellos, dándole la espalda, vuelcan en los periódicos su propia turbación, todo su azoro, con los recursos expresivos que retoman de su literatura más personal y más genuina.

 

Si el mundo, que se transforma ante sus ojos vertiginosamente, ha de necesitarlos, pero mejor aún, si ellos habrán de ser capaces de lograr que ese mundo nuevo los necesite, tiene que ser a partir de la reinvención de sus propias condiciones, de la reconstitución de todas esas partes fragmentadas de un todo que el desarrollo pulveriza.

 

Escribe Darío: “la tarea de un literato en un diario, es penosa sobremanera. Primero, los recelos de los periodistas. El repórter se siente usurpado, y con razón. El literato puede hacer un reportaje: el repórter no puede tener eso que se llama sencillamente estilo. En resumen: debe pagarse al literato por calidad, al periodista por cantidad: sea aquella de arte, de idea, ésta de información”.

 

Como el resto de los cronistas de la modernidad, Darío logra salvar las resistencias ideológicas, comerciales y políticas de los dueños de los periódicos y, al mismo tiempo, se hace distinguir de los repórters, sin perder de vista la cercanía entre periodista y escritor:

 

“Séneca es un periodista. Montaigne y de Maistre son periodistas, en un amplio sentido de la palabra. Todos los observadores y comentadores de la vida han sido periodistas. Ahora, si os referís simplemente a la parte mecánica del oficio moderno, quedaríamos en que tan sólo merecerían el nombre de periodistas los repórters comerciales, los de los sucesos diarios”.

 

Si la incipiente prensa industrial, como observa Monsiváis, se convierte en eco de la gente del poder y de sus gritos fugaces, los cronistas modernos ponen su acento en plazas, mercados, vecindades y accesorias, en luces y fiestas de rompe y rasga, en ese pueblo sin nombre, de ánimos devotos y reacciones levantiscas. Engendran el cuadro de costumbres para un pueblo que nace a costumbres nuevas y así fundan el espacio sin caducidad de la crónica nuestra.

 

Su trabajo limítrofe, dice Rotker, desclasado, marginado y marginal, no es tomado en serio ni por la institución periodística ni por la institución literaria, por el hecho de que sus productos no se encuentran definitivamente dentro de ninguna de éstas: la estética que proponen sobrepasa las fronteras de su tiempo, al relacionar elementos del lenguaje y la representación de la realidad, la escritura y la voz propia. Justo la consideración que hoy define al periodismo literario.

 

Sin llegar a definirlo como tal, Rotker habla de ese género híbrido que nace con los modernistas latinoamericanos, a mediados del siglo XIX. La crónica modernista. Un producto transgresor que, a diferencia de los temas mayoritariamente políticos de la época, se centra en la narración de detalles menores de la vida cotidiana del hombre común, en el modo mismo de expresarla, que irrumpe con fuerza en lo subjetivo, que no respeta el orden cronológico, pero que al mismo tiempo se niega a la ficción. Que establece un pacto de lectura implícito para esa manera suya de reproducir la realidad.

 

Hay que escuchar los ecos de aquellas tribulaciones. Hay que nadar hacia esa orilla. La crónica que Machado de Assis escribió para el 15 de marzo de 1872:

 

Progreso

 

Se han inaugurado los bonds (tranvías) en el barrio de Santa Teresa –un sistema de vasos comunicantes o la escalera de Jacob-, una imagen de las cosas de este mundo.

 

(…)Está de más decir que las diligencias observaron esta inauguración con una mirada excesivamente melancólica. Algunos burros, devotos a la subida y bajada de la colina, ayer estaban lamentando este paso innovador del progreso. Uno de ellos, filósofo humanista y ambicioso, murmuraba:

 

-Dicen: les dieux s’en vont. ¡Qué ironía! No, no son los dioses, somos nosotros. Les ánes s’ent vont, mis colegas. Les ánes s’en vont.”

 

Como Auerbach, entiendo hoy al estilo como un modo de reconfiguración y aproximación de la realidad. Y a su impulsor primordial, la ambición artística, como el instrumento que se adopta –y se adapta– como vital para la representación de la realidad cotidiana.

 

¿No es una respuesta? Dotar a los textos periodísticos de amplias posibilidades temáticas, estilísticas y lingüísticas y destruir, –no, destruir no: deconstruir— el tiempo cronológico. Ensayar una voz propia del periodista, cargada de reflexión filosófica, de contemplación del ser y sus efectos, sobre los acontecimientos y los hombres, sobre la política y la sociedad de todos los estratos. Si Darío lo hizo, debe ser bueno.

 

Escuchemos a Machado de Assis, con su voz de asombro como respuesta para el asombro nuestro. Su mirada colmada de nostalgia y humillación, cuando atestigua que cuando un bond sube, otro baja; no hay tiempo ni para una pizca de rapé: con mucho, pueden dos sujetos hacer un saludo de cortesía.

 

Su tiempo, como el nuestro, entre la noche y la mañana siguiente se ha transformado en otro. Y el modo en que deciden interpretarlo, su mirada subjetiva que roza el arte de la dispersión refinada, alusiva, muchas veces maldosa e irresistible, conquista un lector permanente. Sin caducidad. No parece mala apuesta, si lo miramos con detenimiento. Fortalecen las publicaciones periódicas y les acercan públicos nuevos, ávidos de verse reflejados, se entenderse, de explicarse: de ser juntos, porque aislados son nada.

 

¿Qué nos toca hacer? Machado de Assis lo dice en El oficio del cronista: “es necesario tener ideas, en primer lugar; en segundo lugar, exponerlas con acierto, vestirlas, ordenarlas y presentarlas a la expectación pública. La observación ha de ser exacta, la pillería pertinente y leve, los tonos poco a poco tomando calor, una mezcla entre Matusalén y Scapin. Un guiso de moral doméstica y solturas en la calle del Ouvidor”.

 

Al mismo tiempo que dibuja a un ser habilidoso y servicial, útil a quienes le rodean, también delinea un profesional indiscreto e ingenioso, suertudo, origen y solución de enredos, como el personaje creado por Moliere.

 

Y distante, muy distante, del reportero despreciable dibujado por Gutiérrez Nájera, tan parecido a nuestros tuiteos cotidianos de hoy: que tan ágil diestro, ubicuo, invisible, instantáneo, “guisa la liebre antes de que la atrapen”, y es tan hablador, alado, sutil, que no repara en los males que pueden producir sus balbuceos, equívocos.

 

Porque pareciera que no hace referencia a aquellos reporteros de su tiempo, sino a nosotros, los válidos de la oportunidad, voraces inmediatistas de la verdad extraoficial en 140 golpes de teclado. Gutiérrez Nájera nos bautiza: “seres telegráficos que no tienen literatura, ni gramática, ni ortografía”. Brutal. Que, “como las moscas, no respetan la vida privada”. El tiempo, ya se sabe, es un concepto que nos atrapa en sus vaivenes.

 

Basta de eso. Los reporteros debemos entender que, si nos comunicamos con el otro, es porque compartimos ciertas metáforas o imágenes comunes. Si la información generada en un punto perdido de Oceanía le importa a un hombre que habita algún sitio perdido de América, es porque todos pertenecemos al mismo caos, con los mismos desequilibrios y las mismas debilidades y proclividades.

 

Lo dijo García Márquez: la mejor historia no es la que se cuenta primero, sino la que mejor se cuenta. Y a éstas últimas, el tiempo suele tratarlas con total respeto.

 

Los periodistas de este tiempo, ha dicho Kapuscinski, sienten, tienen emociones, y sentir y tener emociones es ya tomar partido. Han vuelto a ser humanos, por tanto, es parte del deber de ser periodista del siglo XXI recordar que la creación es una rueda que no puede caminar sin aplastar a alguien.

 

Ciento veinte años después de la muerte de Martí, el eco de sus miedos debe fundar nuestros nuevos territorios. Mantener vigente al periodista, como especialista en la interpretación de los acontecimientos cotidianos de los seres humanos, nos remite obligatoriamente al pasado mejor, para revivirlo y revivirnos.

 

Guarecernos, como digo, a la sombra del árbol que ellos sembraron para todos nosotros. Para que nadie diga respecto de nosotros, pobres periodistas perdidos en la crisis de identidad del siglo XXI, lo que dijeron de aquellos ancianos que Machado de Assis reflejó en su texto del 23 de octubre de 1893: “si el progreso no se hubiera atravesado en sus vidas, es muy probable que aún estarían vivos”.

 

 

*FOTO: El trabajo periodístico de muchos autores a fines del siglo XIX amplió el acceso de  los lectores a la obra de ciertos poetas. En la imagen El poeta en el ático, del caricaturista francés Honoré Daumier/Especial.

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