Los besos y la analogía universal
POR GABRIEL BERNAL GRANADOS
Leyendo un ensayo de Octavio Paz sobre el consumo de drogas y la inspiración de los poetas a finales del siglo xviii y a lo largo del xix (“Conocimiento, drogas, inspiración”, Corriente alterna, 1967), una de mis alumnas comentó que le gustaría probar una droga que pudiera hacernos más inteligentes y descubrir el mundo de “otra manera”.
—¡¿Qué crees?! —repuso N. casi de inmediato—: ¡esa droga existe… y se llama mota!
La respuesta me sorprendió, no tanto por la desfachatez y la mención pecaminosa de la Cannabis sativa en un aula escolar, sino porque pensé que N. haría referencia a una sustancia psicotrópica con un potencial mucho más alto, que sobrepasara la valla de lo meramente medicinal o anecdótico. Pero ella expuso sus razones, a partir de una relación suscinta de su propia experiencia con la “droga”.
“A pesar de no fumar tabaco, y de no fumarlo ahora, comencé a consumirla en la adolescencia, sobre todo por el efecto placentero que me causaba durante la convivencia con mis amigos más cercanos. No sólo era relajante sino que conseguía exacerbar mis sentidos a niveles increíbles de experiencia sensorial. Por ejemplo, una vez, estando comiendo gelatina de uva, la mariguana me produjo la sensación de estar besando a una persona. En efecto, me dije, esto sabe tan rico como unos besos. Y así fue: la consistencia de la gelatina era la misma de unos labios que se aproximaban a los míos, y el sabor de la uva en mi boca era el mismo de una lengua que hiciera una limpieza exhaustiva en cada uno de los rincones de mi vestíbulo interior.”
La relación de N. respecto de su experiencia con la “mois” o la “maría” no dejó de hacerme una impresión muy honda, sobre todo por eso de los besos. La metáfora de la gelatina y el beso me produjo el efecto de una gota de sudor helado que recorriese lentamente mi espina dorsal.
¿Hasta qué punto la rutina y la costumbre nos han hecho perder el sabor originario de los besos? Pero hay algo más en la analogía de N. entre los besos y el sabor de la gelatina alterado por el consumo de la mota: el beso deja de ser un mero preámbulo en la relación amatoria entre dos personas y se convierte en un fin en sí mismo. Besar como una finalidad en sí misma, besar por el solo placer del beso en sí.
En su ensayo sobre las drogas y la inspiración poética, Paz se sirve del ejemplo de Baudelaire para confrontar una experiencia interior con una ilusión exterior. Las drogas, para los poetas de mediados del siglo xix, no son tanto una revelación del mundo externo cuanto una revelación de un universo interior. “Baudelaire, en cambio”, escribe Paz, “afirma que ciertas drogas intensifican de tal modo nuestras sensaciones y las combinan de tal suerte que nos permiten contemplar la vida en su totalidad. La droga provoca la visión de la correspondencia universal, suscita la analogía, pone en movimiento a los objetos, hace del mundo un vasto poema hecho de ritmos y rimas. La droga arranca al paciente de la realidad cotidiana, enmaraña nuestra percepción, altera las sensaciones y, en fin, pone en entredicho al universo”.
Así, pues, las drogas, de acuerdo con esta visión romántica de la poesía y el hombre, no constituyen un aditivo que nos convierta en seres diferentes frente al mundo; la droga más bien se constituye como un espejo frente al cual somos capaces de mirarnos a nosotros mismos con ojos más penetrantes y agudos. Pero sobre todo, con una sensibilidad a flor de piel que sea capaz de restituirle al mundo su faz y su carisma original.
En un artículo sobre la biografía de Octavio Paz que publicara el crítico literario Christopher Domínguez (Revista de la Universidad, número 132, febrero de 2015), Juan Villoro se refería a las lagunas que los hagiógrafos de Paz han dejado como asignaturas pendientes en el estudio de su vida y su obra. Una de esas asignaturas sería la relación que mantuvo Paz, a lo largo de cierto periodo de su vida, con las drogas y la “contracultura”. Ese mismo estudio, en Paz, podría extenderse a otros miembros de su generación o de la generación siguiente. Por tanto, nos harían falta estudios y monografías que nos hablasen de las relaciones que Salvador Elizondo y Juan García Ponce, por citar dos ejemplos ilustres, mantuvieron a lo largo de su vida adulta con la mariguana y otras drogas no menos “eficientes”, como el whisky o el martini. (La última vez que visité la casa de Juan García Ponce, un día entre semana a las siete de la noche, lo encontré reclinado sobre unos almohadones, en la cama de su cuarto, flanqueado por un tanque de oxígeno y Mercedes, su exesposa, quien le administraba cariñosamente un martini con la ayuda de un popote. García Ponce era el ejemplo inmaculado del intelectual dedicado en alma al oficio de la literatura, dado que el cuerpo hacía mucho tiempo que había dejado de responderle.)
El resultado, por más periférico e incidental que fuese en el caso de Elizondo respecto de su escritura misma, sería enriquecedor y tendría por fuerza que enfatizar la relación estrecha de algunos de los escritores mexicanos más importantes del siglo xx con el romanticismo alemán y europeo en general, sin pasar por alto el vínculo que García Ponce no dejó de hacer válido, a lo largo de su obra, con la Viena finisecular del siglo xix, donde lo espiritual y lo corporal —lo efímero y lo eterno— conformaron una mancuerna indisoluble.
*Foto: El debate en torno a la legalización de la marihuana ha reavivado una discusión que han sostenido muchas generaciones ¿hasta dónde resultan útiles ciertas sustancias durante el proceso creativo? En la imagen, un joven manifestante encara a un policía en el centro de la Ciudad de México/AP.
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