Un retrato juvenil

Feb 13 • destacamos, principales, Reflexiones • 7659 Views • No hay comentarios en Un retrato juvenil

POR VICENTE QUIRARTE

Al ejemplo de José Emilio Pacheco,
por hacer una obra de arte de cada página periódica.

 

Éste es un retrato juvenil de la generación de escritores mexicanos conocida como los Contemporáneos. Sus trazos se llenan de color y ocupan paulatinamente todo el lienzo entre 1919 y 1935, es decir, las fechas que limitan sus colaboraciones en las páginas del periódico El Universal y El Universal Ilustrado. Históricamente en México, de la muerte de Emiliano Zapata y Venustiano Carranza al fin del maximato y el segundo año de gobierno de Lázaro Cárdenas. Si diez es el número de quienes ellos mismos, la tradición oral y las historias de la literatura otorgan la denominación generacional de Contemporáneos, nacida de la principal revista que durante más tiempo los agrupó, cuatro son los que publican de manera sistemática en las páginas del diario que en 2016 llega a su año centenario. Por orden de aparición en el mundo, ellos son: Jaime Torres Bodet (1902), Xavier Villaurrutia (1903), Jorge Cuesta (1903) y Salvador Novo (1904). Demos la palabra a este último, en un texto fechado en 1966, que ilustra el sitio por ellos vivido y transformado:

 

Era otro México —pequeño, claro, neto. Recorríamos a pie sus calles libres y limpias. A una flor no se le puede pedir que piense en sus raíces ni en el follaje de que emerge a aspirar los aires remotos y a contemplar un cielo infinito. Leíamos a los extranjeros, los traducíamos. No sentíamos que a la savia de nuestro impulso, fecundada por el polen lejano, daría a su tiempo el fruto mexicano que en madurez volviera a pensar en la tierra y generara una nueva raíz. 1

 

En una juventud tan exigente y fecunda como la suya, los minutos se expandían como si fueran horas y las horas exigían que cada minuto consumara la integridad de su sustancia. De ahí que un año, un mes o un día en su existencia contribuyan a descifrar la compleja personalidad de cada uno, así como el hecho generacional que los llevaba a confluir en sus semejanzas, no obstante sus evidentes diferencias.

 

Acudimos a sus obras reunidas para reconocer y reconocernos en determinado poema, en aquella iluminación, en aquel fragmento de prosa. La importancia de leerlos en las páginas de un diario, de rescatar su pensamiento y sus palabras en medio de la noticia que no por efímera deja de ser digna de ser tomada por la historia, es que acudimos a la formación de su personalidad, al taller de sus elaboraciones, al campo de batalla donde externan sus pasiones más altas. Los años de publicaciones en periódico son las de las propias y principales revistas literarias de la generación: La Falange (1922-1923), Ulises (1927-1928) y Contemporáneos (1928-1931), en esos años aparecen igualmente los primeros libros de los poetas mexicanos que modifican la forma de escribir, y tiene lugar la polémica en torno al nacionalismo y el arte de vanguardia.

 

Soberana juventud denominó Manuel Maples Arce, cabeza del movimiento estridentista, a sus memorias de los años verdes. La generación nacida al mundo a finales del siglo xix y en los albores del xx es ahora centenaria por su nacimiento, y más joven que nunca, porque como hijos de la Revolución, nacieron en una era donde el cambio era acelerado y radical. Oscar Wilde sostenía que mientras los viejos lo sospechan todo, los jóvenes lo saben todo. La posesión del mundo otorgada por la juventud es mayor cuando sus protagonistas nacen en plena era del síndrome Rimbaud, en una temporada donde la poesía va por delante de la acción. Como lo demuestran sus páginas publicadas en El Universal, Los Contemporáneos nacieron maduros, al menos a la escritura que lanzaron al mundo y al pensamiento ejercido en cafés, conferencias o en la diaria conversación.

 

En el centro de lectura que en la colonia Condesa de la Ciudad de México ahora lleva el nombre de Xavier Villaurrutia se encuentra una imagen fotográfica de la época cuando el joven empezó a ser el poeta que deseaba devorar el mundo. Aún palpita en él la inevitable inocencia de sus pocos años, pero en la mirada ya se encuentran la agudeza, la penetración y, naturalmente, la pedantería que debe haber caracterizado a esos guerreros que libraban otra forma de batalla contra la reducida visión nacionalista, despreciadora de una cultura que no naciera de la pólvora y las cananas. De manera más precisa, cuando el ansia y la realización, la realidad y el deseo manifestaban poderosamente su energía. El joven (1928) es precisamente el título de la novela-biografìa-crónica-ensayo donde Novo da cuenta de la salida a la ciudad de un personaje que enfrenta sus pocos años a la renaciente existencia de la urbe. La Revolución, aún no totalmente consumada, les ha brindado la oportunidad de que la temperatura en todos los renglones haya cambiado de manera radical y el país haya vivido de manera acelerada procesos que de otra manera hubieran precisado de varias generaciones. Hijos de una tierra de sangre y arena, tuvieron que aceptar el reto de un país que exigía —acaso sin saberlo— su talento para la construcción de un nuevo mapa espiritual. Pocos lo vieron más claramente que Gilberto Owen:

 

Teníamos al frente una naturaleza nueva para mirarla largamente, para explicarla, para contribuir a ordenarla; todos podíamos servirla, todos teníamos la misma edad, ni ella ni nosotros teníamos, casi, pasado; nuestra actualidad se palpaba, se respiraba. Hacia 1921, año en que empezamos a medir nuestro México, no había en todo el país un solo viejo, ni un solo brazo cansado, ni una sola voz roída de toses. Nos habían dejado solos, como a los buenos toreros, ante una larga faena, ante una tarea que iba a ocupar ya todos los minutos de nuestra vida.2

 

Para reconstruir aquellos años en voz de sus protagonistas, acudimos a dos libros de memorias: Tiempo de arena, de Jaime Torres Bodet y La estatua de sal, de Salvador Novo. Ambos escritores son opuestos en sus personalidades, en su actuación externa: provocador, cínico y extrovertido, Novo; reservado y eficaz servidor público, Torres Bodet. En el fondo ambos siguen rutas paralelas: sus libros son la formación de una conciencia. A la discusión de tal tema vuelvo más adelante.

 

El sentido de juventud que signó su generación aparece sintetizado en las palabras de Villaurrutia: “Un escritor deja de ser joven cuando comienza a escribir lo que hace, en vez de escribir lo que desea”. Y Torres Bodet subraya:

 

En todo joven —hasta en el más contenido— se manifiesta, en determinado momento, la veleidad de representar un papel. Es difícil conservar en la edad madura esa capacidad de desdoblamiento que nos permite desempeñar en la juventud un oficio cualquiera, de soldado o de catedrático, sin dejar de sentirlo ajeno a nuestro carácter y despegado de nuestra vida. Con el tiempo, la máscara se une al rostro; el disfraz se convierte en traje, el actor en autómata y, por espacio de muchos años, en ocasiones hasta su muerte, no sabe el hombre diferenciar entre lo que eligió como juego y lo que aceptó como profesión.

 

En su libro El cuerpo de la obra, Didier Anzieu establece la diferencia existente en los procesos artísticos, y cómo hay una clase de erotismo —entendido en el sentido más amplio de ejercicio vital y capacidad creadora— que se consuma y consume los primeros años de la vida, mientras hay otra clase de energía que dura, transformada, a lo largo de la existencia del autor. Lo primero sucede con Villaurrutia y con Cuesta. Su existencia relativamente breve —Villaurrutia muere a los 47 años, Cuesta se suicida antes de cumplir los 40— propicia la realización completa de su obra. Un proceso distinto ocurre con Novo y Torres Bodet. En el primero, sorprende la versatilidad, el empuje y la renovación de su prosa juvenil, que con el paso de los años adquirirá el tono de la sabiduría académica sin jamás despojarse de su brillante ironía. El caso de Torres Bodet es aún más acendrado. Si en su juventud se manifiesta como un autor fecundo que a los 26 años, en 1928, ha publicado 9 libros de poemas y una novela, en su madurez, y cuando publica su muy castigada edición de Obras escogidas en 1961, encontramos a un autor que va al rescate de un tiempo perdido, no tanto del suyo como de una tradición que siente comunitaria y precisa. Sus juveniles inquietudes literarias de vanguardia fueron sustituidas en su madurez por el estudio de los maestros forjadores de la tradición. Para un detalle preciso de esta división, remito al lector al excelente prólogo de Jorge von Ziegler a una nueva edición del libro Contemporáneos.3

 

Al hablar de Jorge Cuesta, Luis Cardoza y Aragón declaró que había nacido condenado a la permanente lucidez. Toda la generación parece nacida bajo ese mismo sino, aunque cada uno de ellos tiene una individualidad y un sello propio. Torres Bodet se encarga de precisar el juicio: “Nos sabíamos diferentes. Nos sentíamos desiguales. Leíamos los mismos libros; pero las notas que inscribíamos en sus márgenes rara vez señalaban los mismos párrafos. Éramos, como Villaurrutia lo declaró, un grupo sin grupo. O, según dije no sé ya dónde, un grupo de soledades”.

 

El año 1916 era luminoso y oscuro. El mundo se hallaba involucrado en el segundo año de una conflagración sin precedentes y México estaba en la etapa si no sangrienta, más complicada de una Revolución que todo lo cambiaba de manera radical. Mientras Emiliano Zapata expide desde su cuartel general del ejército libertador del sur una “exposición al pueblo mexicano y al cuerpo diplomático” donde condena a Carranza por sus acciones militares y políticas; mientras Carranza reunía a los concursantes de tiro al blanco en el departamento de militarización del internado nacional, surge el periódico El Universal, cuyo número inicial apareció el 1º de octubre de 1916, fundado por Félix F. Palavicini (1881-1952).4

 

Recrudecimiento de la Gran Guerra. Desastres y pérdidas por un millón de hombres en Verdún y Somme. Utilización de gases venenosos y de tanques, en fotografías y artículos que aparecerán en la revista Pegaso. Una fotografía de la catedral de Reims bajo el bombardeo inspira a López Velarde la prosa “La sonrisa de la piedra”. Aunque desde 1912 había venido escribiendo crónicas y relatos de evocación, en este texto ya hay una voluntad de estilo y una intención de lenguaje modernamente poético que mantendrá de allí en adelante en los textos que más tarde formarán El minutero (1922); aparece su primer libro de versos, La sangre devota, con portada de Saturnino Herrán, quien ese mismo año pinta La criolla del mantón, lienzo que bien pudiera constituir una interpretación plástica de las preocupaciones poéticas de López Velarde: desmitificación de los símbolos nacionales, simultaneísmo en tiempo y espacio, la patria erotizada y femenina. Genaro Estrada da a luz Poetas nuevos de México, con trabajos de 31 autores. Aparece Los de abajo de Mariano Azuela en forma de libro. Mariano Silva y Aceves publica Arquilla de marfil. Vicente Huidobro publica —en francés— Horizon Carré. Muere Rubén Darío. Una obra de O’Neill, Bound East for Cardiff, perteneciente a su ciclo del mar, es representada por primera vez por un grupo experimental. Eliot termina su tesis doctoral Conocimiento y experiencia en la filosofía de F. H. Bradley.

 

Xavier Villaurrutia es el que más joven comienza a publicar en las páginas de El Universal, pues apenas tiene quince años de edad en 1919. En 1935 cesan las colaboraciones de Jorge Cuesta. Entre ambas fechas tiene lugar una serie de acontecimientos que cambian la faz de México: la reforma agraria exigida por Zapata, las reformas propuestas por Venustiano Carranza que adquieren forma definitiva con la Constitución de 1917, la defensa de la educación laica y la persecución religiosa desatada bajo la presidencia de Plutarco Calles. En la cultura tiene lugar un hecho fundamental: la llegada de José Vasconcelos a la rectoría de la Universidad. Como señala Mauricio Magdaleno, “el cuatrienio de 1920-1924 mexicano dio marca al Continente en lo social, en lo moral y en lo estético. Nunca, ni en el instante de Justo Sierra, había sido la República mensajera de una tan abrasada y conmovedora revolución espiritual. Sobran los datos y las cifras. Aquel minuto no ha sido igualado aún”.5

 

Por lo que se refiere a El Universal Ilustrado, nació con el objeto de constituirse en una revista de actualidades, con un espíritu más lúdico y ligero que el del periódico. A tal propósito contribuyeron, a no dudarlo, los poetas que nos ocupan. Puntualiza Humberto Musacchio, para quien el suplemento dio origen a varias publicaciones culturales:
[…] apareció en 1917 bajo la dirección de Carlos González Peña. Posteriormente lo dirigió Carlos Noriega Hope, de 1920 a 1934. Tenía mucho de magazine, con las modas, la nueva tecnología, la radio, que era en esos años la sensación, y junto a este contenido frecuentemente frívolo, un seguimiento tímido pero constante de la vida intelectual y muestras de la literatura en plena producción. Dio albergue a lo más granado de nuestra intelectualidad. No es un detalle menor que entre González Peña y Noriega Hope esta publicación tuviera una directora, María Luisa Ross, caso insólito en aquellos tiempos…6

 

Al regreso de Estados Unidos, donde era corresponsal de El Universal y donde comenzaron sus contactos con el cine que lo harían ser guionista, director y crítico cinematográfico, a partir del marzo de 1920 Carlos Noriega Hope se encargó de la dirección de El Universal Ilustrado, con lo cual el semanario adquirió una calidad y una dinámica sin iguales. Entre otras cosas, el autor de una película hoy perdida llamada Una flapper, instituyó como suplemento una novela semanal. De tal modo, en sus páginas dio cabida a obras centrales como La señorita etcétera de Arqueles Vela y La llama fría de Gilberto Owen. Además de ser obras narrativas de vanguardia, ambas representan el ideal de la nueva mujer, autónoma, sexualmente libre, ávida en el ejercicio de su vitalidad y realización personal.7 Noriega Hope incluyó en la serie una novela de su propia autoría, La gran ilusión.

 

Actualmente, la obra de los Contemporáneos, además de ser un referente ineludible de la literatura mexicana, se encuentra recopilada en obras que, si no podemos llamar completas, sí resultan sumas de los trabajos parcialmente publicados en páginas periódicas. Y aunque mucho tiempo ha transcurrido desde las primeras publicaciones de los autores, no existe la última palabra y siempre habrá una nueva letra que aparezca en el escenario. La denominación Obras completas, además de que corre el peligroso riesgo de convertirse en mausoleo, como advirtió y practicó José Emilio Pacheco, nunca tendrá ese carácter.

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La Generación de Ulises

Contemporáneos por elección y fatalidad, aceptaron ir en contra de la corriente, en lugar de incorporarse a la monótona rueda de la fortuna de un arte repetitivo, nacionalista en la superficie; retrógrado, en sus profundidades. Demostraron que el país —su literatura, su sensibilidad, su lengua— no terminaba en el río Bravo ni en la frontera con Guatemala. Huyeron de la clasificación o del alfiler del entomólogo. Recordaron que todo escritor que merece tal nombre, realiza una labor de buzo o de minero, de explorador de la conciencia. Ser Contemporáneo es desconfiar de la impresión inmediata y buscar el misterio en lo inocente, según recomendaba Edgar Allan Poe; ser Contemporáneo es armar y demostrar un teorema donde Góngora es a la pintura de Cézanne lo que Velázquez a la poesía de Mallarmé: no emotividad traducida sino tejido de una red capaz de eternizar la fugacidad de lo vivido; ser Contemporáneo es comprender esta aparente deshumanización del arte para llegar a resultados duraderos; ser Contemporáneo es apasionarse en los objetos y no apasionarse con ellos, para otorgarles la pureza y libertad en que nacieron; ser Contemporáneo es adelantarse al tiempo para volver a México contemporáneo del mundo.

 

Miguel Capistrán, a quien en un reciente homenaje se le llamó el último de los Contemporáneos porque los estudió, recopiló y dio a conocer con generosidad encomiable, prefería llamarlos Generación de Ulises, en atención al grupo patrocinado por Antonieta Rivas Mercado. Con ese nombre salieron igualmente al mundo la revista y las ediciones del mismo nombre. Bajo ese nombre se agruparon inicialmente de forma definitiva. El breve fuego de Ulises llamó Novo a los años del primer tercio del siglo xx cuando él y sus cofrades modificaron con inteligencia, juventud y visión profética, el panorama de la cultura mexicana. Lapso en que la revista bautizada en honor del navegante ancestral, el grupo de teatro y los libros del mismo sello pusieron a nuestro país en consonancia con lo que se realizaba en otras partes del mundo.

 

Vivos en el México por el que tanto hicieron, la mayor parte de sus actos y de su escritura mantiene la provocación y la intensidad que en su momento despertaron. Hoy los cuatro escritores reunidos en estas páginas son patrimonio nacional. Sus nombres se otorgan a bibliotecas, parques públicos, museos, premios literarios. Pero en su momento se enfrentaron al mundo con la audacia y la rebeldía de los años verdes. Eran insolentemente jóvenes cuando se atrevieron a hacer la revolución en la cultura, con la misma violencia y radicalismo con que otros hicieron la revolución armada. Modificaron nuestra manera de ejercer con plenitud los seis sentidos mágicos de antes.

 

“La poesía es un instrumento de investigación”, escribió Cuesta con el mismo aplomo y convencimiento que tenía al declarar que Reflejos, libro de versos, era la mejor obra crítica de Villaurrutia. En otros términos, que el hombre de palabra tiene la obligación de ser un crítico artista y su misión con el lenguaje es convertirlo en llave que descifre misterios de siempre con palabras y pensamientos nuevos. Por las razones anteriores, este prólogo está dedicado a José Emilio Pacheco: al igual que los jóvenes que años después de sus lides en las páginas de El Universal serían conocidos como los Contemporáneos, convirtió la página fugaz del diario y la revista en texto que resiste el paso de los años. No debe haber página ociosa y la obligación de quien entrega un objeto verbal para ser llevado a la imprenta, ejerce el más humilde y exigente de los oficios.

 

Quien se asome a las páginas de El Universal, que en 2016 llega a su centenario, comprobará la vigencia del pensamiento y la pasión de aquellos jóvenes que nunca dejaron de serlo.

 

NOTAS:

1 Prólogo. Carta a Xavier Villaurrutia, Cartas de Villaurrutia a Novo (1935-1936), Instituto Nacional de Bellas Artes, México, 1966, p. 9.

2 Gilberto Owen, “Poesía y Revolución”, El Tiempo, Bogotá, 8 de mayo de 1931.

3 Jaime Torres Bodet, Jorge von Ziegler (pról.), Contemporáneos, UNAM, Universidad de Colima, México, 1987. (La crítica literaria en México, 11).

4 Su objetivo fue convertirse en espacio para los fundamentos de la Revolución mexicana, principalmente del Congreso Constituyente. En sus prensas se imprimiría la Constitución de 1917. En 1922 saldría el primer número del diario vespertino El Universal Gráfico, y se mudó a las calles de Bucareli e Iturbide. Félix Fulgencio Palavicini dejó el diario para dedicarse a la política y lo sucedieron Miguel Lanz Duret y José Gómez Ugarte. Florence Toussaint Alcaraz, Escenario de la prensa en el Porfiriato, Universidad de Colima, Fundación Manuel Buendía, México, 1989, p. 32.

5 Martín Quirarte, Visión panorámica de la historia de México, Editorial Cultura, México, 1965, p. 244.

6 Humberto Musacchio, México: 200 años de periodismo cultural. 1911-1960, Conaculta, México, 2013, p. 21.

7 18 novelas de El Universal Ilustrado (1922-1925), Prólogo de Francisco Monterde, Ediciones de Bellas Artes, INBA, México, 1969.

 

*FOTO: Salvador Novo semidesnudo, autor desconocido (1925). Esta imagen forma parte de la exposición “Archivo Salvador Novo. Imagen pública. Retratos privados”, que se exhibirá hasta marzo en el Museo Soumaya Loreto/Cortesía: Museo Soumaya.

 

 

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