Escribir es alzar la voz

Mar 5 • Conexiones, destacamos, principales • 4841 Views • No hay comentarios en Escribir es alzar la voz

POR ILIANA OLMEDO Y NADIA VILLAFUERTE

¿Tienen menos oportunidades las mujeres que quieren dedicarse a la literatura por el  hecho de ser mu jeres? ¿Hay machismo en el medio literario mexicano? ¿Permite la lectura construir una visión diferente de lo femenino o ayuda a perpetuar un mundo regido por reglas masculinas? Para abordar estos y otros temas, convocamos a dos jóvenes escritoras: Nadia Villafuerte e Iliana Olmedo, quienes sostuvieron la conversación que aquí presentamos. 

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Iliana Olmedo: Me gustaría empezar hablando acerca de si el hecho de ser mujer ha influido de alguna manera en mi decisión de ser escritora o ha modificado mi carrera literaria. Se trata de una polémica que ya es añeja, que viene también de una cuestión que es pregunta obligada para las mujeres: ser feminista o no. Algunas escritoras se rehúsan a creer que existe discriminación en el medio editorial y literario. Otro grupo, al que me sumo, sabemos que (por más  lamentable y del siglo XIX que parezca) que todavía existen muchas dificultades y obstáculos para las mujeres (escritoras o no). Creo que en algún punto todas las escritoras coincidimos y es en que al final de cuentas todas hemos tenido alguna dificultad por el hecho de ser mujeres. Voy a explicar esta sintonía con el caso de Rosa Chacel. Ella declaró en muchas entrevistas que no era  feminista, que esos temas le eran completamente ajenos. Sin embargo, en sus obras, de manera consciente o inconsciente, se muestra que la mujer se topa con mayores dificultades que sus pares masculinos. Y, de hecho, en alguna ocasión escribió:

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“El hombre quiso saber que sus hijos eran suyos y ¿qué medio emplear para saberlo?… Para saberlo ninguno, pero para prevenirlo, para tener cierta probabilidad de estar seguro… solamente amedrentar a la mujer con todo género de cadenas. Empezando por el palo y llegando a la moral y a la religión –sin que esto excluyese el palo, en todos los casos”. La palabra feminista puede resultar para algunas personas pedante, segregatoria, extrema o trasnochada, no sé, pero, creo yo, toda mujer es feminista desde que nace. En mi caso escribo desde mi identidad como mujer, no puedo negar esa parte de mi identidad. He crecido como mujer y tengo esa experiencia.

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Nadia Villafuerte: En mi entorno rural siempre circulaban historias sobre mujeres que o asumían su libertad (gozar, destruirse a su gusto) y eran castigadas por eso. O encorsetadas en los roles históricamente femeninos (esposas, madres, enfermeras, maestras, mozas) buscaban la sedición desde dentro: rebelándose contra esas normas y fracasando muchas veces en la tentativa. Nunca fue aquel un horizonte blanco versus negro: las mujeres eran tiranas, maliciosas, oscuras, aunque domesticados sus instintos y condenados. Fueron esas historias crudas, despojadas de reflexión, algunas de ellas brutales (no olvido a mi abuela atada a un caballo durante la noche, con el cuerpo lleno de latigazos y sin embargo bebiéndose las estrellas para olvidar el mal momento, igual ella se lo inventó), las que poblaron mi imaginario infantil. En la adolescencia comencé a leer. Casi todos eran autores (nunca me cuestioné esto hasta quince años después) pero en aquel momento agradecí la irrupción de estos libros confinándome a otro espacio donde, a diferencia de la realidad, había líneas de fuga. “La princesa no ríe, la princesa no siente; la princesa persigue por el cielo de Oriente la libélula vaga de una vaga ilusión”. ¡Chucha! Pese a que el hada madrina anuncia a un caballero en el poema de Rubén Darío, yo conservo el hallazgo feliz: “La princesa ya no quiere el palacio, ni la rueca de plata, ni el halcón encantado, ni el bufón escarlata…”. Leí mal, a mi conveniencia, a tales autores: Madame Bovary no sólo era una aristócrata infeliz sino un personaje que deseaba desechar su propio yo para estar por fin sola y encontrar al verdadero doble en el otro extremo de la línea. Anna Karenina, harta de todos, incluido su autor, se había liberado arrojándose a las vías, la traición de Vronski, qué. ¡Y ese relato moral de Stefan Zweig! Yo olvidé si Henriette regresó a cenar con su marido y sus hijas, para mí lo único que valía de ese libro eran las veinticuatro horas de Henriette siguiendo a un hombre cualquiera. En un entorno clasista, sexista, racista como el de Chiapas, sumido entre la época colonial y una modernidad impuesta a lo bestia, para mí la única salida fue la universidad. Después vino la escritura. En la escritura, como en la lectura, hallé una forma de sometimiento y una vía de escape a ese sometimiento. Ha sido un ejercicio muy gozoso que me llevó a descubrir a muchas escritoras conjurando existencias distintas y subversivas (Jelinek desacomodando los cuentos de hadas, George Sand travestida para poder publicar, Clarice Lispector redactando recetas de cocina bajo pseudónimo). Pero también una práctica en la que aún escucho a editores, colegas o lectores hacer a las escritoras preguntas como estas: “Debiste haber experimentado lo que aquí relatas, ¿no?”, seguido de una mirada lasciva asquerosa. O: “Los sexuales, estos son tus temas, ¿cierto?”, y demás conjeturas de ese tipo.

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Siguiendo con las sospechas, a Cheever se le celebra con suficientes razones (esto es, por razones literarias, obvio) hundirse en ese abismo de las cocinas y los livings de los suburbios americanos, mientras que sobre Alice Munro, aun recibido el Nobel, se desatan las descripciones fáciles: habla de mujeres, de mujeres en el campo canadiense, es una Chejov con faldas, como si el entorno doméstico no tuviera nada inteligente que expresar (las ideas son emociones que penetran en el futuro de la coherencia). O como si una escritora solo pudiera ser tomada en cuenta cuando se sube a la tarima de la Historia, con mayúsculas, y habla de héroes: Memorias de Adriano, de Margarite Yourcenar es una obra soberbia por muchas razones, no porque el protagonista de la novela sea un emperador ni porque se hable de triunfos militares, sino porque la sinuosidad y la contundencia poética del lenguaje, la exploración de los dos estratos, el ético y el emocional, lo privado y lo público, lo ficticio y lo biográfico, terminan por meterse muy hondo en la tiniebla de esa psique.

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Iliana Olmedo: Claro, no por nada Alice Munro con esa imagen de dulce abuelita con la que se presenta (y defiende), confesó que nunca hubiera sospechado recibir el Nobel, ella que sólo escribía en los ratos libres que su trabajo diario de madre y las cien mil tareas domésticas le permitían. Es cierto que entramos en un mundo que se rige por reglas masculinas, aquello que se suele llamar la normalidad es lo masculino, y desde que tienes consciencia hay algo que no cuadra en ese punto de vista, algo que no te convence porque no va de acuerdo con tus aspiraciones. Las mujeres de mi familia, del sur del D.F., o eran madres santas, sacrificadas y que aguantaban desde las mascotas que representaban el hogar ideal hasta el aliento alcohólico del marido, o eran putas sin remedio, que trabajaban y “andaban con hombres casados”. El escenario no pintaba nada bien con esos dos modelos más desalentadores que edificantes, sólo te quedaban ganas de convertirte en hombre, por lo menos ellos tenían una vida secreta (y desconocida, claro, pero vida). Las mujeres que me rodeaban siempre estaban agobiadas por perseguir y vigilar a sus hombres: esposos, sobrinos, hijos, nietos, y las mujeres de mi familia simplemente no existían, eran ignoradas y silenciadas. Recuerdo que leía mucho a Mafalda, y me encantaba que fuera niña como yo, que fuera más inteligente que los adultos y sobre todo que no se pareciera nada a su mamá. Creo que por eso me he pasado la mayor parte de mi vida adulta buscando modelos femeninos que seguir. Ahí es donde empecé a leer autoras. Decía Faulkner que los novelistas son poetas fracasados y yo, en mi condición de novelista, me acerqué primero a la poesía, a las mujeres que se daban permiso de ser mujeres a pesar de que todo lo demás las descalificara, por supuesto que no tuvieron vidas fáciles y que muchas comparten la angustia de sentirse en permanente fuera de lugar: Emily Dickinson, Alejandra Pizarnik, Sylvia Plath, Concha Méndez, Alfonsina Storni. Después me convertí en lectora de autobiografías y memorias, pensaba que al leer la vida de otras mujeres y enterarme de las maneras como habían logrado salir adelante podría encontrar algunas pistas. Y fue sorprendente descubrir las muchas dificultades que habían tenido que sortear estas autoras para poder escribir. Recuerdo a Concha Méndez, sus Memorias armadas, memorias habladas (1990) revelan varios de estos conflictos. Por ejemplo, cuenta que su esposo Manuel Altolaguirre le dijo un día que debían separarse porque él le hacía sombra (los dos eran poetas y editores) y ella le contestó: “—Ni eres techo ni eres largo […] Le expliqué que entre nosotros no había ninguna rivalidad, que él no me daba sombra, porque hombres que hubieran escrito había muchísimos en el mundo, pero mujeres escritoras, muy pocas, entre las que me encontraba yo”. En el otro extremo está María de la O Lejárraga, que en sus memorias Gregorio y yo (1953), confiesa que ella escribió las obras de teatro que su esposo, Gregorio Martínez Sierra, firmó como suyas. El mismo caso de la pintora Margaret Keane, la protagonista de la película Big Eyes (2014) de Tim Burton. Las dos sólo se convencieron de alzar la voz cuando tuvieron que pelear por los derechos de autor.

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Nadia Villafuerte: Reparo en las autoras que mencionas y a quienes no conozco (¿qué determina el canon de las universales? ¿A cuántas autoras nos hace falta descubrir?). Pienso igual en los contextos: cuando dices “las mujeres que me rodeaban siempre estaban agobiadas por perseguir y vigilar a sus hombres”, me detengo. Me pregunto lo conveniente que ha sido mantener el predominio de tales relatos, relatos contados desde la unidimensionalidad: pobres mujeres, agobiadas por los hijos, el marido, por no perder al marido o el trabajo porque ¿de qué otro modo configurar una existencia? Estas historias se han reescrito, pero pocas se desmontan para mostrar la madeja que las sostiene. El extremo de estas situaciones serían estas mujeres al borde de un ataque de nervios, que exhiben el desquiciamiento femenino como una consecuencia de las opresiones sistemáticas. En la línea de las situaciones familiares que encontramos en la literatura y hoy quizá injustamente en la nota roja, me viene a la mente la transgresión de Medea, quien sometida y todo, libera los sentimientos más primitivos y hacer estallar la figura paradigmática femenina: la madre. Medea es la esposa de Jasón, de quien ha sido cómplice y artífice. Pero Medea es también la mujer temida por sus dotes intelectuales que en venganza por el abandono de su oportunista marido, urde el plan: mata al Rey, a la hija del Rey y a sus propios hijos, huye en un carromato de fuego y deja vivo a Jasón, es decir, lo castra porque éste ya no es capaz de ejercer el poder anhelado antes de la catástrofe. La pregunta la hizo Diamela Eltit en una de sus clases: ¿cuántas mujeres como Medea matan y seguirán matando a sus hijos, sumidas en oscuras, complejas y múltiples significaciones, subordinadas, en situaciones de despertenencia, desigualdad, jerarquías y desarraigo?

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Iliana Olmedo: Cierto, para escribir yo tuve que irme. Las razones por las que salí del Distrito Federal son tan sociales como personales. Nacer en esta ciudad como mujer significa tener miedo y plantearse cada día la pregunta: ¿cómo aprender a vivir sin miedo? Al tratar de encontrar una respuesta, me encontré con la opción de trasladarme a otro lugar. Creo que la alternativa a vivir sin miedo fue una de las principales causas que me llevó a dejar la ciudad en la que crecí. Recuerdo salir de mi casa y pedir a Dios –aunque no creyera en Dios- que no me sucediera nada. Y antes de que algo ocurriera busqué opciones para continuar mis estudios. De pronto el espacio no sólo resultaba amenazante sino estrecho. Mis esfuerzos por encontrar un trabajo habían fracasado y sin dinero, como bien notó hace años Virginia Woolf, no hay posibilidades de tener un cuarto propio, tampoco una casa digna, debo añadir. ¿De qué servía que las mujeres hubieran obtenido el derecho al trabajo si no había trabajo? A mis veinte años sentía que debía ejercer mi recién adquirido permiso para opinar y me fui. Mi camino en la escritura ha sido igual, un proceso de reconciliación. Estoy convencida que en la literatura no hay atajos. La historia que nos precede ha confinado a las mujeres a “guardar la casa y cerrar la boca”, como dice Clara Janés parafraseando a Fray Luis de León, y estos espacios se han vuelto opresivos, porque no dan opciones, pero, en principio, no tendrían que serlo. En el otro lado están las mujeres que sacaron provecho de estos confinamientos (Sor Juana, Mercedes Pinto, Luisa Carnés…). Algo sabía Fray Luis que las mandaba callar, no por nada la experta narradora (que fue capaz de salvar su vida mil y una noches) es mujer.

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Nacida en Chiapas, Nadia Villafuerte estudió periodismo y música. Ha sido Becaria del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) y de la Fundación para las Letras Mexicanas y ha publicado, entre otros libros, Por el lado salvaje y ¿Te gusta el látex, cielo? Fue seleccionada para formar parte de la antología México 20, New Voices, Old Traditions. Vive en Harlem, donde cursa un máster en escritura creativa en la Universidad de New York . 

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Nacida en la Ciudad de México, Iliana Olmedo es doctora en Filología española por la Universidad Autónoma de Barcelona. Ha sido becaria del Centro Mexicano de Escritores y del FONCA. En 2014 realizó una residencia de creación literaria invitada por el Ministerio de Cultura de la Argentina. Es autora de Itinerarios de exilio y obtuvo el Premio Nacional de Cuento Beatriz Espejo 2012. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores. 

 

*FOTO: Ilustración por Leticia Barradas.

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