Mariinsky (I): opulencia con sorpresas
POR IVÁN MARTÍNEZ
La Orquesta del Teatro Mariinsky, de San Petersburgo, debutó el pasado martes primero de marzo en México, ofreciendo el primero de los cuatro conciertos que incluyó su residencia en la Ciudad de México; a su vez, el primero de las dos noches encargadas a la joven Elim Chan (Hong Kong, 1986) ante la apretada agenda de su director titular, el político Valeri Gergiev, quien en gira paralela con la Filarmónica de Viena se presentó los mismos primero y dos de marzo en Florida, como continuó este sábado en Bogotá, luego de dedicar los días tres y cuatro a esta ciudad y al conjunto de orquestas infantiles de Televisión Azteca.
La Mariinsky es presentada como uno de los ensambles musicales más antiguos de Rusia y es quizá la de mayor tradición en su país. No solo ahí, es también entre los ensambles de mayor proyección en el mundo, una de las pocas que se han abocado a mantenerla; me atrevería a decir que, entre las mejores diez, sólo en Viena se hace con tal vehemencia. Lo que ha mantenido su tan característico sonido: una cuerda sólida, de sonido amplio, a veces rudo, donde sobresale su fila de violonchelos –impresionante color, amplitud y unidad–; maderas de sonido rústico que suele encontrar poco gusto en el público; percusiones firmes, exuberantes; y metales preciosos, brillantes, aún redondos, opulentos, muchas veces sobreexpuestos: su joya más preciada.
La primera noche en México inició con la Obertura Festiva de Shostakovich, que fue escuchada con impresionante precisión de carácter, y de ejecución de los metales, aunque pudo sonar un poco “correteadita”, lo que impactó algo en la claridad de la pronunciación de algunos pasajes en los primeros violines.
Tras ella, apareció en el escenario el pianista Behzod Abduraimov (Uzbekistan, 1990), solista invitado a los dos primeros programas, para hacerse cargo de la Rapsodia sobre un tema de Paganini, op. 43, de Rachmnaninov. Pianista de técnica apabullante, impresionó con velocidad –aunque ésta llevara a un par de desfases con la orquesta– y con una paleta rica en matices, pero muy pobre en posibilidades colorísticas y de texturas; pobreza también evidente al sopesar pirotecnia con intentos de musicalidad. Un pianista de mucha fuerza, pero sin ideas.
Estas características no llegan a molestar en una obra que puede prestarse a la superficialidad en un ejecutante tan joven como él, pero que ya sonaron grotescas la noche siguiente, cuando se enfrentó al Segundo Concierto para piano, en do menor, op. 18, del mismo compositor. Ya con rudeza, fue imposible buscar en su interpretación algún intento de canto. Peor todavía, imposibilitó en muchos pasajes, con su velocidad, con sus múltiples intenciones de empujar el ritmo de la orquesta, que ésta pudiera hacerlo.
En general ambos acompañamientos fueron llevados a cabo con encomio, dentro de las posibilidades permitidas por la pasión descontrolada a punto de ebullición del solista, imposibilitado siquiera para respirar entre episodios; aunque hubo detalles técnicos propios que no merecen el olvido: el más obvio, la afinación de las maderas en el inicio del segundo movimiento del Concierto.
El programa del miércoles 2 abrió con La gran pascua rusa, op. 36, de Rimsky-Korsakov, que mereció lectura rutinaria de la batuta de Chan, cuya menuda figura confunde con la firmeza y limpieza de su técnica de dirección; para el curioso, se formó bajo la misma guía que la mexicana Alondra De la Parra, Kenneth Kiesler. Es poseedora de una mente clara y una batuta que sabe traducir su pensamiento al sonido que produce de la orquesta. Hace los rubatos que quiere sin que suenen grotescos, realza una sección en la cuerda o los utiliza como un solo instrumento cuando quiere. Para muestra: las dos sinfonías a las que se enfrentó estas dos noches.
El martes, la Segunda de Rachmaninov cautivó por la claridad en la forma, por los puentes creados entre frases, y entre movimientos. Saber cantar y saber respirar los silencios. Su primer movimiento resaltó por relieves y la postura de colores, el Scherzo por la precisión rítmica, sin perder sentido dancístico, mientras que el Adagio lo hizo por la amplitud de fraseo, por la opulencia de la textura, aunque a este reseñista hubiera gustado más la variedad en los relieves; el difícil solo cantábile de clarinete fue ejecutado con limpieza tras su ataque dudoso; los puentes entre instrumentos que comparten el motivo principal hacia el final pudieron ser más cuidados por la batuta, así como el volumen de instrumentos sobreagudos como las campanas o el piccolo; fuera de ello, estamos ante una batuta jovencísima de la que se hablará mucho en los años por venir.
La Quinta de Shostakovich ejecutada el miércoles fue igualmente interpretada con amplitud, con opulencia, pero sobre todo con mucha transparencia si hay que escoger con precisión un solo adjetivo. Las maderas se hicieron sentir con una búsqueda más exitosa de color y brillos y la sección de violonchelos hizo gala de su holgura y redondez. Técnicamente, gustaron la intensidad sombría del tercer movimiento y la concisión, en la velocidad, del cuarto.
Anodinos musicalmente los encores ofrecidos por Abduraimov, queda en el registro la ejecución simpática, vivacísima, no precisamente sobrada de estilo de los regalados por Chan: el Huapango de Moncayo la primera noche, y el Danzón no. 2 de Arturo Márquez la segunda.
*FOTO: Los programas de las dos primeras fechas de la Orquesta Mariinsky estuvieron bajo la dirección de Elim Chan (en la imagen)/Bernardo Arcos Mijailidis. Palacio de Bellas Artes.
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