El dilema entre volver y quedarse
POR JAVIER SINAY
@sinaysinay
“Queridos papá y mamá: Aprovecho que viaja un amigo nuevo –quien regresa a la Argentina a quedarse– para mandarles estas líneas. Aquí, como en todo el mundo, en estos días la fiebre del Mundial es absoluta y prácticamente vivimos pegados al televisor (sobre todo porque transmiten todos los partidos en directo). El otro tema de preocupación, por supuesto, es la Argentina, la posguerra, el futuro, etc. Las discusiones entre los militares en estos días parecen ser bastante absurdas por lo que leemos aquí. Pero yo pienso que no queda mucha soga para ellos y que el suyo es un proceso agotado. En fin.”
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La carta, que escribió mi tío Sergio Sinay en su departamento de la Villa Olímpica del Distrito Federal, está doblada en cuatro pliegos y fue tipiada a máquina. No tiene fecha, aunque el Mundial de fútbol al que refiere es el de España (donde el equipo argentino hizo un triste papel), y se jugó entre junio y julio de 1982. Por entonces, mi tío –que era un periodista de 34 años que había publicado su primera novela policial algunos años atrás y que trabajaba en Selecciones del Reader’s Digest– vivía en México, exiliado desde 1977. Como muchos de sus compatriotas, había llegado escapando de la represión, los secuestros y las desapariciones que marcaban la rutina argentina, luego de que un triunvirato compuesto por los jefes del Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea (Jorge Videla, Emilio Massera y Orlando Agosti, respectivamente) tomara el poder con un golpe de Estado el 24 de marzo de 1976 para quedarse allí hasta 1983.
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Me crié escuchando las historias de los argentinos exiliados en México, conocidos desde entonces como argenmex, algo que Pablo Yankelevich, historiador y académico de El Colegio de México, definió como “un producto híbrido entre lo mexicano y lo argentino” y “una generación de dos patrias”. Escuché cuentos de la Villa Olímpica, el barrio que un día había sido de atletas y que luego fue de exiliados argentinos, chilenos, uruguayos y brasileros; de las calles caleidoscópicas de Ciudad de México; del “ahorita” que en realidad significaba “después”; de la generosidad de los locales que recibieron a tantos extranjeros; de los lazos sólidos que unieron a los desterrados para siempre. Una foto en la que mi primo Iván hace pipí en la rueda de un Volkswagen escarabajo, siendo muy pequeño, siempre nos causó gracia en la familia. En muchas otras imágenes que todavía conservamos, se ve a mi tío y a su primera mujer, Norma Osnajanski –otra periodista–, con una mirada plácida, enmarcada en frondosas melenas enruladas (la de mi tía, morocha; la de mi tío, castaña). Nunca me dio la impresión de que hubieran vivido su destierro con pena; en cambio, entendí que fue para ellos, y quizás para su generación, como una inesperada aventura de hermandad latinoamericana.
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“Nos habíamos ido con una sensación mezclada: temor por el futuro que nos esperaba, pero también cierto alivio, no muy manifestado porque no se hablaba mucho”, me cuenta mi tío ahora, en su casa de Buenos Aires, con algunas fotografías viejas sobre la mesa y esa carta en sus manos. “Eran tiempos muy oscuros y había mucho silencio. Pero cuando te ibas, te despedían como se despide a alguien que va a sobrevivir”. Llegó a México el 1º de julio de 1977.
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El exilio argentino en México se multiplicó cinco veces en esa época. Según estadísticas históricas del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), en 1970 había 1.585 argentinos viviendo en el país, y en 1980, 5.479. Sólo en julio de 1976 llegaron unos 800, más de la mitad de la comunidad existente, y algunas estimaciones realizadas en la Argentina hablan de un número total para el período de entre 8.000 y 10.000. En los años del Plan Cóndor –un acuerdo entre los gobiernos militares de Sudamérica para perseguir a los exiliados adentro de la región–, los destinos de huida más frecuentes fueron España, Cuba, Italia, Brasil y México. Algunos menos se radicaron en Suecia, Francia e Israel. En total, y según anota Pablo Yankelevich en su texto “Exilio y dictadura” (en el libro Argentina, 1976: Estudios en torno al golpe de estado, compilado por Clara Eugenia Lida, Horacio Gutiérrez Crespo y el propio Yankelevich) el 1,07% de la población argentina se fue: unas 334.000 personas. Entre ellas había intelectuales, artistas, filósofos, científicos, activistas políticos, sindicalistas y políticos. Por ejemplo, Litto Nebbia, el padre del rock argentino, que en México compuso “Sólo se trata de vivir”, “Para John”, “Canción del horizonte” y otros grandes temas. “Me ayudó tanta gente ahí, que casi siempre tuve la cabeza ocupada con lo mío, lo espiritual y el arte”, dice. Vivió en la colonia Niños Héroes, a una cuadra de la Calzada de Tlalpan, durante tres años.
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Varios libros hablan del exilio argenmex desde diferentes puntos de vista. Están los libros de análisis histórico y sociológico, y están los vivenciales. Quizás Seamos felices mientras estamos aquí: Crónicas de exilio, de Carlos Ulanovsky, sea el texto argenmex más claro. Ulanovsky –un periodista exiliado dos veces en México: primero en 1974, luego en 1977– comenzó a escribirlo a mano en un cuaderno, durante unas breves vacaciones en Acapulco en 1982, a poco del inicio de la guerra de Malvinas. “Estaba en la playa, viendo a esa logia de los argentinos que pregonaba un slogan hipócrita de los militares: ‘Los argentinos somos derechos y humanos’, y sentí que tenía que garabatear algunas líneas”, dice Ulanovsky. A su regreso a la Argentina, en 1983, lo publicó.
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Ulanovsky trabajó en su primera estadía en dos revistas de Televisa (una de telenovelas, otra de fútbol) y cuando lo echaron, Paco Ignacio Taibo lo contrató en la Revista de la Semana, de EL UNIVERSAL. En su segunda estadía, cuando arribó con su esposa y su hija Inés, de apenas 29 días (luego se sumaría Julieta, la mayor), trabajó como redactor de publicidad y en las revistas Proceso e Interviú, y en la de la Procuraduría Federal del Consumidor. Alquiló un departamento en Petrarca número 325, en la colonia Polanco, y luego se mudó a la Villa Olímpica. “La mayoría de los argentinos logró tener un interesante grado de adaptación”, dice. “Pero todo era diferente: por ejemplo, la alimentación, con los grandes desayunos a los que no estábamos acostumbrados, o el tema de los horarios. Nosotros los cumplíamos al pie de la letra y los mexicanos eran un poco más displicentes. Al final, ocurrió que eso que a ellos no les parecía tan mal penetró también en nosotros”. Había algo más: una libertad que, al lado de la que se vivía en la Argentina, era absoluta. “¡Uno podía salir a la calle sin documentos!”, se sorprende todavía hoy Ulanovsky.
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“México fue un faro para los que veníamos de las experiencias dictatoriales de la Argentina”, dice el escritor Sergio Bufano, que había sido un militante de las Fuerzas Argentinas de Liberación, una guerrilla urbana. “Los que habíamos buscado la revolución, y por lo tanto habíamos sido antidemocráticos, descubrimos en México, un país gobernado desde hacía 50 años por un solo partido, el valor de la democracia. Fue como respirar oxígeno puro”. Bufano, que había viajado a México en 1969 para conocer a algunos de los activistas de Tlatelolco, vivió durante su exilio en un edificio inclinado en la colonia Del Valle y trabajó en una editorial especializada en revistas médicas y científicas, y también haciendo informes de política internacional para el gobierno de José López Portillo. “México fue para nosotros como un laboratorio de ideas”, dice.
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Los argentinos aprendieron a vivir en una ciudad que les resultaba gigantesca y por momentos difícil de entender, y se integraron al mercado de las profesiones liberales. “Caíamos muy bien como segundos de la elite”, dice la socióloga Alcira Argumedo. “Como éramos extranjeros, no le disputábamos poder a la elite, y al tener una buena formación, éramos valorados”. Argumedo llegó en 1978, casada y con dos hijos, y trabajó en el Instituto Latinoamericano de Estudios Transnacionales (ILET) dirigido por el chileno Juan Somavía, que luego fue director de la Organización Internacional del Trabajo, y por el escritor Gabriel García Márquez, que aún no había ganado el Premio Nobel. El ILET estaba colmado de latinoamericanos de todos lados que habían encontrado aquí un oasis en los tiempos del boom del petróleo: “México parecía un reino saudita”, dice Argumedo. Esta socióloga, que hoy vive en Buenos Aires y extraña los tacos y la belleza de Guanajuato y Cuernavaca, recuerda una anécdota famosa entre los exiliados argentinos: el sociólogo argentino Juan Carlos Portantiero, que en México fundó la revista de ciencias sociales Controversia, había sido invitado a cenar por su jefe. “Me gustaría que el viernes cenáramos en la casa de usted”, le dijo el jefe. Con la ayuda de algunos compatriotas, Portantiero preparó una recepción formal, pero el jefe nunca llegó. Cuando después se vieron, el hombre estaba muy enojado: él también se había quedado esperando a su invitado. “Ahí todos aprendimos que ‘la casa de usted’ es, en realidad, la casa del que habla”, dice Argumedo.
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En un capítulo de Recuerdo de la muerte –la novela testimonial más impactante sobre la Escuela de Mecánica de la Armada, un importante centro de detención clandestina en la Argentina dictatorial–, el escritor y ex diputado Miguel Bonasso narra la “Operación México”, una misión de la dictadura argentina en el Distrito Federal, en 1978, diseñada para asesinar a los líderes de la organización armada argentina Montoneros, que tenía a parte de su Consejo Superior aquí, y que desde aquí denunciaban los crímenes.
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“Se lavó los párpados y escrutó la cara envejecida que se había asomado al espejo. ‘¿Soy yo, de verdad? Y qué es ser yo y estar acá, a las diez de la noche del 16 de enero de 1978, en México. ¿Por qué estoy?’”, se pregunta en la novela el activista montonero Edgar Tulio Valenzuela (“Tucho”), que fue secuestrado y enviado a México como anzuelo, con los agentes de la dictadura. La Operación México, finalmente frustrada y revelada en una conferencia de prensa por Valenzuela, demuestra que el gobierno argentino veía a este país como un sitio de refugio y de resistencia. El caso también aparece en Tucho: La “Operación México” o lo irrevocable de la pasión, la novela del ex canciller argentino Rafael Bielsa. “Estábamos demasiado pendientes de todo lo que pasaba en la Argentina”, dice Ulanovsky. “Comprábamos los diarios argentinos en el local de Aerolíneas Argentinas, y circulaba un boletín de noticias recortadas y pegadas”.
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De vuelta en 1982, de vuelta en el papel de la carta, mi tío escribe: “Andamos con la idea de regresar. Cinco años afuera son muchos años, es un ciclo cumplido. Y la nostalgia siempre está presente. A esto se suma que acá nos fue muy bien, hicimos todo lo que quisimos, pero este no es un país al que uno pueda integrarse de manera definitiva. Las diferencias culturales y de ‘ser nacional’ son muy grandes. Nosotros y la mayoría de nuestros amigos andábamos un poco con estas ideas y el asunto de las Malvinas nos las puso al rojo vivo, y ahora, quien más quien menos, andamos haciendo cálculos sobre el regreso”.
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Le leo el párrafo. Mi tío niega. “Hoy, haciendo un análisis casi psicológico, puedo decir que para volver había que darse razones”, dice. “Si bien es cierto que había diferencias culturales, a mí no me molestaron y de hecho conservo amigos mexicanos muy queridos, y me preocupan, en la distancia, los dolores de México y me alegran sus alegrías. Creo que en el dilema muy desgarrador de volver o quedarse había que encontrar una razón fuerte, que en este caso era más construida que vivencial”. Volvió el 1º de febrero de 1983.
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*FOTO: Un grupo de argentinos exiliados en México, compuesto por niños y adultos, se manifiesta en favor de la liberación de presos políticos/ Cortesía: Archivo Carlos Ulanovsky.