La literatura como posibilidad de ser feliz

Mar 26 • Conexiones, destacamos, principales • 5984 Views • No hay comentarios en La literatura como posibilidad de ser feliz

POR JOSÉ HOMERO Y RAFAEL ANTÚNEZ 

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Juan Vicente Melo (1932-1996), miembro de la segunda promoción literaria encargada de la Revista Mexicana de la Literatura, generación cuya denominación oscila entre el nombre que alude a su responsabilidad dentro de esta revista y el apelativo que implica su participación en las actividades de la Casa del Lago —que Melo dirigió a mediados de la década de los sesenta—, es uno de los grandes escritores mexicanos de la segunda mitad del siglo XX y el más hermético y menos conocido. De herencia breve, su obra está impregnada de una actitud romántica. Algunas de sus obsesiones más notorias emanan de esa tradición —su novela favorita era Cumbres borrascosas—; otras de la novela gótica y la sicológica, no exenta de toques kafkianos, con asimilaciones de la novela francesa tan en boga durante los cincuenta y los sesenta: Julien Green, Marguerite Duras.

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Escritura de instantes, la de Juan Vicente Melo es un combate con la realidad, con sus códigos, sus prohibiciones y las consecuentes violaciones. De naturaleza proteica, sus personajes recurren a la memoria como única forma de asirnos a la existencia, en una zona donde sueño y realidad se entreveran, se convierten en la franja donde el narrador pasea su mirada, su voz, y nos señala: “Esto fue lo que vi”, como para advertirnos que el mundo no es más que una visión y la literatura, la traducción de una imagen a palabras en continua fuga. A veinte años de su muerte lo recordamos con esta entrevista realizada por José Homero y Rafael Antúnez en el departamento de Melo en Veracruz. Una parte de esta larga entrevista apareció en Textual, en mayo de 1991.

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¿Qué relación hay entre la mirada y la escritura? Tú has dicho: “veo e invento”.

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Yo creo que bautizar, inventar, crear, nombrar por primera vez las cosas, es producto de la mirada. Siempre y cuando sea la mirada que esté impregnada de una gran pureza, de inocencia, no de ingenuidad.
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En tu autobiografía dices que al perder la inocencia perdiste el don de adivinación.

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Cuando se pierde no esa facultad, sino ese don divino, ese milagro, es que se ha perdido la inocencia, no contaminada de ingenuidad.

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¿Esta mirada tendría que ver con la imaginación?

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En La obediencia nocturna hay esa pérdida de la inocencia relacionada con la pérdida de la infancia. Es decir, con el paso de una infancia a una adolescencia, a otra sabiduría. La sabiduría de los otros, de los demás.
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¿Qué representaba para ti el poder adivinar números?

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Representaba el poder ser Dios, el poder de nombrar las cosas por primera vez.

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¿Crees que el nombre implique en sí mismo un destino, una fatalidad?

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Claro. Y nada más se puede dar en el individuo que está previsto, que va a ser el elegido. En principio quería que el protagonista de una historia dada (sobre todo de: “quiero ser la otra persona”), era que el autor del texto fuese el que determinara que eso iba a pasar. En los textos en los que actualmente estoy trabajando, entre los que está “Tranvía con vista al mar”, lo que quiero es que haya una rebelión de los personajes. No es una novedad, ni quiero que lo sea. Esta rebelión es contra Dios y contra ese poder mágico, divino. Y, al mismo tiempo, va a haber un desasosiego por haber perdido esa facultad, ese don de hacer el milagro, por una culpa que quién sabe cuándo ha sido cometida, o si existió algún pecado por el cual tenga uno la culpa. Porque el único pecado cometido es el que uno no ha cometido, el que origina la expulsión del paraíso; es decir, el término de la niñez, el fin de la inocencia, la pérdida de la facultad de hacer el milagro, de nombrar las cosas.

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¿La mentira sería un conjuro para realizar nuevos milagros? En tu autobiografía asocias el descubrimiento de tu vocación de escritor con tu amor por la mentira.

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Sí, yo creo que sí. Hay una contradicción que, al mismo tiempo, es también un complemento: amor-desamor, verdad-mentira, vida-muerte.

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Por lo que cuentas, al final de tu autobiografía, en La rueca de Onfalia ya había indicios de esa rebelión de que nos hablas.

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Sí. Al final de un cuento que acabo de terminar (se llama “Albatros oxidados”), después de varias correcciones, relecturas y demás, al final el “yo narrador” se va de la casa y entonces lo persigue la voz de la señora que está en la casa y le dice: “dejen la puerta abierta para que entre un poco de aire fresco, para que se lleve toda esta peste que ha dejado ese señor (el “yo narrador”), porque huele a mierda”. Él ha dejado inundado todo con ese olor.

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Yo había puesto primero: “dejó todo apestoso”, pero se me hizo que el “yo narrador” perdía un poco de importancia, de fuerza, y que ya no era capaz de hacer el milagro. Ahora, el milagro está, porque si no existiera ese “yo narrador”, los otros personajes no existirían. Ese es un don milagroso.
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¿Por qué la única realidad posible es aquélla en la que se puede conciliar el yo que soy yo, con el yo que es otro?

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La voluntad de creación, la apoteosis de la inocencia, está dada por una realidad que solamente puede ser verdadera si existe ese “yo narrador”; para mí, resulta intolerable.

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¿Ese “yo narrador” vendría siendo igual al niño de tu autobiografía?, ¿el que puede controlar la atención de los otros, que cuenta historias, que adivina el número de los tranvías, que puede hacer que el mundo gire a su alrededor?

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En “El verano de la mariposa”, el mundo va a girar alrededor de la señorita Titina cuando ella nombra las cosas como si fuera Dios, nombra las cosas por vez primera y a todo le pone su nombre: Titina.

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¿La mentira sería también una forma de creación?

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Sí, yo creo que sí. En esa aparente contradicción —que es un complemento—, entraría la verdad y la mentira como una forma de decir sí y no.

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¿Crees que el universo haya sido creado por la mentira?

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Por esa contradicción de verdad-mentira. Pero siempre y cuando en la creación del universo exista un ser creado a imagen y semejanza del “yo narrador”.

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¿Tus personajes son a tu imagen y semejanza? 

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Sí, claro. Los personajes, en principio, están en contra del ordenamiento, de ese volver al orden primigenio, sin embargo es lo que buscan. La imposibilidad del amor se terminaría en ese orden. Va a cesar la búsqueda del amor, de Beatriz.
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¿En ese caso, Dios sería un narrador?

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Sí.

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Pero tú dices que hay ausencia de Dios…

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La ausencia significa que antes lo hubo.

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La ausencia de Dios trae consigo el caos, el mal. ¿Qué formas asume el mal?

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Como un bien necesario para poder seguir viviendo, algo que cuesta mucho trabajo, que es muy doloroso, es hasta mortal si se quiere, pero es necesario. Es una exigencia, que hay que hacerle a ese “yo narrador”.

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¿Por qué la transgresión conduce a la muerte?

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A la muerte que es la vida, como el paraíso que es el infierno.
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¿Qué tanto te influyeron los novelistas católicos franceses?

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Sobre todo por la atmósfera. A mí me gusta mucho la atmósfera de Adriana Mesurat de Julien Green y la atmósfera creada por Mauriac en Teresa Desqueyroux, sobre todo. Ahora hay el proyecto de recuperar los textos referentes meramente a la literatura, a la cosa literaria. Entre ellos hay uno (que es en realidad la transcripción de una conferencia en La Casa del Lago) sobre la lucha con Dios y sobre los novelistas católicos franceses. Y luego en el IFAL, concretamente, sobre Julien Green sobre el sueño.

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El llamado grupo de la Revista Mexicana de la Literatura ¿cómo se ve ahora?

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Al estar releyendo el libro de Guillermo Sheridan sobre los contemporáneos, yo advertí —burla burlando y de manera muy sabrosa, como él escribe— que hay una gran afinidad entre las peripecias del grupo de los Contemporáneos y las del llamado grupo de la Revista Mexicana de Literatura; esas actividades y esas discrepancias las puedo ver ahora con veinte años de diferencia. Esta cifra se refiere al momento en que comenzamos a desligarnos, y cuando comienza la literatura de la Onda, que no es literatura sino un movimiento que pudo haber sido importante o significativo para cierto momento de la historia patria, mas no de la historia de la literatura mundial hecha en México.

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¿La etapa dorada de las letras mexicanas fueron los sesenta?

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De lo que a mí me ha tocado vivir, yo creo que sí. Además, que quede claro que no trato nunca de decir “estamos marcando un tiempo o un momento en la historia, en el panorama viviente de la literatura mexicana del siglo XX” sino que se trataba de salvarse uno mismo a través de la literatura, a través del arte. Yo creo que generaciones como las que fabricaron la llamada Novela de la Revolución Mexicana o las generaciones subsecuentes, como las de la Onda, obedecieron a otorgar una imagen de tarjeta postal falsa, folklórica, anecdótica, de una realidad y concretamente de una realidad mexicana.

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Para mí, de la manera más estrictamente personal, con honrosas excepciones, la literatura costumbrista o nacionalista o de la Revolución o la llamada Generación de la Onda no ofrecían un riesgo por seguir viviendo-sintiéndose-vivientes, sino que preferían y prefirieron el estado muy cómodo de saber y de sentirse momias eternamente vivas de fácil, no necesaria, sino de fácil y cómoda resurrección.
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¿Por qué saliste de México?

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Dejé la ciudad de México debido a las circunstancias del momento. Me habían avisado que mi padre estaba gravemente enfermo, por una parte. Por la otra se había terminado un trabajo en la Casa del Lago como una de las posibilidades de otorgar esa difusión cultural que yo creo que era o que es una de las manifestaciones artísticas más importantes que rigen la vida de cada persona, de cada artista. (Ahora sí que no confundir Sosa Alexander y Arrioja con Otros Laxantes —me refiero a los creadores). Aparte también de que el grupo, digamos, o la generación conocida (mejor grupo ¿no?) como de la Revista Mexicana de Literatura entonces se había disuelto necesariamente por la misma condición fortuita y poco celebratoria, azarosa, con que había nacido —temporal y espacialmente se acabó; aunque persisten muchos cariños, muchos amores, que no es eso “amores hay que matan”, sino amores hay que hacen que uno se mantenga vivo —y a veces coleando.

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Tu regreso a la provincia ¿no sería la busca del edén primigenio?

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Posiblemente también sea eso; buscar como un remanso; una fuente de tranquilidad, recuperar ese paraíso del que uno ha sido expulsado, gracias a ese afán de conocimiento que da el aprendizaje de la cultura y de la vida y que en suma, creo, es uno de los motivos de La obediencia nocturna. Y es que tal vez el apocalipsis nos quiere rodear por todas partes, aunque esto duela o se note —tal vez— más en una ciudad inhóspita, como en ese momento resulta la ciudad de México. Una ciudad inhabitable para el narrador de La obediencia nocturna, que, por lo demás, es una ciudad que está en perpetua construcción, que nunca acaba de ser edificada.

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¿Te asustan las ciudades?

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No, no, para nada, yo quiero mucho a las ciudades. Lo que pasa es que me asustan las personas que viven en las ciudades. Me asustan mucho. Lo que pasa es que las ciudades —depende de cuáles— me hacen daño. Me hacen daño física y moralmente. Sucede también que hay ciudades que me gustan y otras que no. Por ejemplo, Xalapa es una ciudad que me gusta. La ciudad de México es en cambio una ciudad que no me gusta (ahora). Antes, cuando estaba yo estudiando medicina —que es lo único que he estudiado—, me gustaba muchísimo porque era una ciudad a la altura del hombre; y ahora es una ciudad que está más allá de la altura de sus habitantes. Sin embargo creo que hay un sentimiento ambiguo en lo que quiero escribir acerca de las ciudades, en especial de la ciudad de México. Es una ciudad en la que el sentimiento es por una parte de un amor enorme y de un odio espantoso. (Ya sé que un siquiatra de muy mal gusto aclararía rápidamente y clasificaría este sentimiento). Pero no se trata de eso, sino de una situación cotidiana. La mía es una constante declaración de amor y al mismo tiempo de odio. Debido a que por un lado no se puede vivir en esa ciudad y al mismo tiempo es la necesidad imperiosa y el placer y añoranza de vivirla cada día.

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Pero ¿entonces que pasa en las otras ciudades que sí están hechas para ser vividas? En esas ciudades ¿no existen ya la soledad y la imposibilidad del amor?

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Yo creo que esa soledad y esa imposibilidad del amor están en uno mismo, agravada, claro está, por el medio que nos rodea, en este caso, las ciudades, y en especial la que no es la patria de aquí abajo.

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Acaso no podemos regresar porque hemos perdido la inocencia.

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Posiblemente por eso. Entonces uno debe de hacer como un esfuerzo desesperado por recobrar esa inocencia. Por estar siempre en el estado ideal de esa inocencia (no de la ingenuidad, que me parece asunto de tontos, por no decir otras palabras del vocabulario cotidiano —que además serían motivo para que otro siquiatra de segundo curso las clarificara también).

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Entonces, la felicidad sólo sería posible en un mundo en el que la naturaleza y el hombre se encontraran en armonía, en igualdad. Recuerdo que el narrador de La obediencia nocturna enfatiza su relación con Adriana, subrayando que sólo cuando el agua y el viento —nocturnos— armonicen podrá recobrarse esa inocencia, esa felicidad. En otro cuento. “Algunos pedazos descoloridos de tela barata”, el narrador apunta a que eran felices porque eran iguales.

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Sí, sólo hay felicidad en cuanto los amantes son como hermanos, como una verdadera y única persona, una santísima trinidad de dos, resuelta en una, en una sola realidad, en la única posible: el estado de la pureza de la inocencia primigenia.
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La relación con el hermano o con el otro, ¿no es acaso otra forma de narcisismo, de buscarse a sí mismo?

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Claro, porque uno elige a las otras personas en la medida en que se parezcan a uno, a fin de encontrarse a sí mismo. Una frase o una actitud que estuvo en boga entre los Contemporáneos que cobra actualidad es lo de aquello de “Hay que perderse para reencontrarse”.

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¿Dejarías de escribir a cambio de ser feliz?

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No, porque la literatura para mí es la posibilidad de ser feliz (acaso) una de las posibilidades de ser feliz, pero en mí, la posibilidad). Yo no podría dejar de ser feliz porque entonces me moriría, y con ello —la muerte— cesaría —para mí— la urgencia de la tentación de ser feliz, por eso es que le tengo miedo a los encuentros, por eso es que le tengo miedo a las palabras…

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¿Alguna vez has querido escribir literatura de terror?

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Yo creo que una parte de La obediencia nocturna es literatura de terror; el terror entendido a la manera de ese “Apunte gótico”, de esa “Parábola bíblica”. Volviendo así a las frases, a eso que ahora llaman intertextualidad —que tú advertiste en algún ensayo—, te diré que sí, que hay muchas, muchas citas de poemas de José Carlos Becerra, de Tomás Segovia, de Jaime Sabines, de Isabel Frayre, entre los que recuerdo, de momento, que se repiten en La obediencia nocturna; pero también hay la correspondencia con la música. De ahí el afán de incluir grafías musicales. La música junto con los grandes fenómenos de la naturaleza, pero en especial lo relacionado con el elemento tierra. De ahí que tiemble. Cuando sucedan esas catástrofes se acompañan con las revelaciones de los personajes; la tierra va a temblar y la música se va a suspender en un momento dado cuando se adivine en “El día de reposo” el nombre del otro, que la mujer que ha de ser suya a través de otra persona; en La obediencia nocturna tiembla muchísimas veces y en “El verano de la mariposa” también. Entones este fenómeno está dado siempre junto con el agua y el viento como un estado de regreso, hacia esa inocencia, hacia esa intertextualidad. El empleo para mí de palabras de otra persona no es, no obedece a una gratitud sino que es como parte fundamental de un fenómeno sísmico de un elemento que en todo caso es el elemento fuego. Por ello la presencia de los cuatro elementos en lo que yo quiero que sea mi obra; pero predominantemente sería el agua ¿no?

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Tu tiempo es intemporal; de instantes que son liberatorios de la cadena de la cotidianidad, pero al mismo tiempo, en ciertas condiciones, esos instantes se repiten, como si toda la historia estuviera en perpetua circulación.

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Estoy de acuerdo y qué bueno. Lo que también creo que no se ha advertido o por lo menos no lo suficiente —que me toca decirlo— es la presencia fundamental del narrador omnisciente. Que por lo general va a salir —y eso quiero— burlado; es decir que son los personajes de su creación, no a la manera de [Luigi] Pirandello, los que entonces van a asumir a su vez el papel de narradores de otra historia; tal vez eso confirme o contribuya a esa idea de visión cíclica, o esa necesidad de recurrir a elementos intertextuales, a contar historias que ya sucedieron, pero contadas a la manera en que se requiere o conviene que sean contadas. No de la manera en que fatalmente se impongan. En un cuento que quiero mucho, que se llama “Tranvía con vista al mar”, que está todavía mal elaborado, yo lo que quiero es, aparte de que no se va a ver el elemento agua, porque va a estar en todos lados, va a estar adentro de este tranvía con vista al mar, que se vea que el pasajero sabe ya de antemano el número y la línea del vehículo, justamente porque sabe la historia, entonces en un momento dado el que no cuente la historia de ver el mar, que sería la historia necesaria y obligada, dictada de antemano por el conductor del vehículo, porque lleva esa ruta ya establecida de antemano, él la modifica mediante el sueño, mediante la irrupción del sueño; esto es la posibilidad de la imaginación. En ese cuento no está dicho nunca cómo imagina el mar, únicamente lo adivina oliéndolo.

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*FOTO: En su novela La obediencia nocturna, Juan Vicente Melo exploró “esa pérdida de la inocencia relacionada con la pérdida de la infancia”/ Fotografía tomada del libro El rostro de las letras, de Rogelio Cuéllar.

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