Joyce DiDonato: la repetición
POR IVÁN MARTÍNEZ
La mezzosoprano norteamericana Joyce DiDonato (Kansas, 1969) estuvo en México el pasado fin de semana para ofrecer un recital en el Palacio de Bellas el 30 de abril. Lo hizo acompañada por el pianista Craig Terry.
No es la primera vez que canta en México, lo había hecho ahí mismo hace apenas dos años, en recital también, el 4 de febrero del 2014, lo que sería un dato anodino de no ser por el sentimiento de deja vú que pasó por muchos el fin de semana anterior.
Fue tan fuerte en mi caso, que saliendo tuve que regresar a mi reseña de entonces (“ReJoyce”, 9 de febrero, 2014); casi podía confirmar que el programa había sido el mismo y me aseguraba, incluso, que se había tratado del mismo acompañante: primer error, en esa ocasión vino el pianista David Zobel.
El programa también se confeccionó con diferente música, aunque de la misma manera: algo de repertorio español, un poco de Haendel, incisos importantes de Rossini, y breves apartados extra, que en este caso resultaron la novedad, el ciclo de Shéhérezade de Ravel y un popurrí de arias italianas antiguas.
La DiDonato parece ser una artista del escenario consistente, así que la impresión se resume igual: sus apariciones en el escenario son un regocijo, su talento como comunicadora es encantador, ver cómo sonríe enamora. El público la ama y ella lo disfruta. Vocal y técnicamente sus cualidades son igual conocidas e incuestionables, impecable siempre (en el segundo recital, si es necesario, habría que anotar una sola nota, de terror, al inicio de uno de los bises) así que poco vale repetirlas; lo importante es cómo las utiliza, cómo repitió algunas ahora, cómo descuidó otras y lo que eso signifique en su carrera como recitalista. Y si acaso puede descubrirse, por qué lo hace así, aquí.
El programa inició con la canción “De España vengo”, de la zarzuela El niño judío, de Pablo Luna. Si poco se entendió del estilo musical, un poco por los deslices de fraseo y otro tanto por el volumen excesivo del pianista, siempre tapándola, menos fue con la dicción y el extraño juego de matices que pudieran haber servido en mejores condiciones, donde ella tuviera oportunidad de exhibir mejor su voz (una mejor acústica o una altitud que le permitiera respiraciones más amplias).
La Shéhérezade de Ravel fue sorpresiva. Es un ciclo difícil en estilo, pero sobre todo en interpretación, que ya ha cantado muchas veces pero de la que se siente lejana, como si no hubiera asimilado sus encantos propios, su intimidad, su drama interno. Si el arte de la canción de concierto requiere ya no sólo una lectura musical sino una interpretación dramática, el reto de este ciclo es casi actoral. Esta interpretación fue fría y no se debe sólo a la gris sensación que significa no escuchar los colores de su rica versión orquestal, de un desafecto que fue borrando el interés hasta un nivel de aburrimiento.
Algo pasó con los incisos rossinianos incluidos al final de cada acto del recital: primero con el aria “Bel raggio lusinghier”, de Semiramide, y luego con el rondó “Tanti affetti”, de La dama del lago: su especialidad técnica. Dos detalles no menores, el primero sobre todo en el aria de Semiramide, la poca amplitud de su fraseo en las secciones de sostenuto, y la claridad de la articulación musical en los pasajes con fiorituras.
Tras el intermedio, la mezzo acudió nuevamente al repertorio español sin luz en el estilo ni precisión en la dicción, al traer las tres “Majas Dolorosas” de las Tonadillas en estilo antiguo, de Enrique Granados. El aria “Laschia chio pianga”, del Rinaldo, de Haendel, también fue escuchada con desconcierto, de fraseos adecuados, aunque más románticos que barrocos, fue cayendo en tempo, perdiéndose por completo su ritmo y sonoridad.
El pianista Craig Terry tuvo su momentum antes del Rossini final, cuando para el popurrí de tres arias italianas antiguas (“Caro mio ben”, “Se tu m’ami”, “Star vicino”), de esas que sirven en los primeros años de formación vocal, los artistas se sirvieron de un arreglo jazzístico del propio Terry muy bien cocinado. Artista completo del que sin este inciso hubiera quedado una muy mala impresión al no saberse adecuar a las condiciones de la cantante a la que venía cuidando; siempre estuvo sobre ella.
Los tres encores ofrecidos se sintieron con menos incomodidad, e incluso una voz más presente de la protagonista de la noche, e incluso estilísticamente, como debió ser todo el recital formal: I love the piano, de Irving Berlin, y Over the rainbow, de Harold Arlen, y una muy enternecedora Morgen, de Richard Strauss.
Sin la novedad, sin la sorpresa, lo que pasa una vez concediendo, se vuelve tedioso una segunda. Anoté en mi primera reseña que las deficiencias estilísticas y musicales de esta artista, en recital y jamás en un registro discográfico o audiovisual que haya escuchado de una función de ópera, tenían que ver con deslices específicos no atribuibles a ella, sino a las condiciones externas y físicas. He comenzado a dudar. La pura gracia ya no es suficiente.
* Vuelvo al título de la primer reseña. Esta vez cambio el regocijo por la repetición.
*FOTO: El programa del concierto que la cantante dedicó al público mexicano incluyó temas de Haendel, Pablo Luna, Gioachino Rossini y Maurice Ravel, entre otros/ Cortesía INBA.
« RadicaLibre cuestiona al mundo desde la escena “Rockumentales”: Los imprescindibles »