Dramatis personae

Jun 11 • destacamos, principales, Reflexiones • 4632 Views • No hay comentarios en Dramatis personae

El 20 de junio, el poeta Francisco Hernández cumplirá 70 años. Con autorización del Fondo de Cultura Económica, publicamos el prólogo a su poesía reunida, que en octubre estará en librerías bajo el título En grado de tentativa.

POR CHRISTIAN PEÑA

Autor de Me llamo Hokusai (Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, FCE, 2014).

En grado de tentativa. Poesía reunida de Francisco Hernández

 

En un ensayo dedicado a su compatriota W. B. Yeats, el poeta irlandés Seamus Heaney señala: “Al leer a Yeats, nos encontramos bajo el influjo de una voz que ofrece simultáneamente expansión y contención […] La expansión obedece a la confianza de que la mente ocupa el lugar que le corresponde y dentro de ella cabe imaginar grandes distancias y recorrerlas a voluntad. La contención está presente por la sensación de que una fuerte presión emocional e intelectual topa contra límites formales y hace fuerza dentro de ellos”. Creo que la expansión y la contención son características primordiales en la poesía de Francisco Hernández. La expansión es el viaje al centro de sí mismo que deriva no en la autentificación de la voz, sino en el andar interminable y colmado de preguntas, propio de la extranjería. Durante ese viaje, Hernández ha descrito con señas particulares y ficticias al sinfín de personajes que forman parte de su drama y que, más allá de ser una galería de retratos, son las notas de una bitácora hallada en el corazón de las tinieblas, el álbum de lo familiar puesto en negativos, el dramatis personae de su memoria. El poeta emprende este peregrinar, pidiendo referencias, preguntando direcciones, calles y nombres en diferentes lenguas, quizás para encontrar el camino de vuelta a su eje, aunque, lo sabe de antemano, eso no sucederá: es el precio de errar en busca de la palabra. La contención, por otra parte, está presente en la manera en que ahonda en la lengua hasta encontrar “la sonora oscuridad del hueso”, hasta dar con las heridas profundas de la superficie, el escalofrío de lo cotidiano. En la presión “emocional e intelectual” que la mirada de Hernández ejerce sobre las cosas más a mano, se concentra el asombro y lo terrible en contadas palabras, se realiza un ajuste de cuentas con lo que creemos conocido.

 

La poesía de Francisco Hernández ocupa desde hace tiempo un lugar insustituible en nuestra tradición. Desde los comienzos de su obra —que, por ahora y En grado de tentativa, suma más de una veintena de libros— podemos atisbar obsesiones que serán exploraciones a fondo a través de los años y las páginas. Elaborar un registro detallado de dichas obsesiones supone una tarea interminable; sin embargo, quisiera detenerme en algunas que considero esenciales. La enfermedad, por ejemplo, ha acompañado a Hernández desde sus primeros poemas y alcanza una temperatura altísima en el libro Mar de fondo, publicado en 1982, abriendo paso a la fiebre y al delirio. Mar de fondo cuenta la historia de un hombre postrado en la cama como en una balsa a la deriva, mientras atestigua cómo el río y el tiempo crecen y ahogan el recuerdo de un pueblo a su paso (“La cama es un esquife que flota sin gobierno, un féretro que chocará en segundos contra un iceberg”). Debido al tono y ritmo de la prosa, esa cama nos recuerda por instantes la cama donde Juan Carlos Onetti escribió su relato El pozo, postrado y afiebrado en un cuarto de dos por dos. En el cuarto donde Hernández padece las dimensiones del infierno, el poeta plantea la atmósfera de sed y terrible belleza que estará presente en gran parte de su obra:

 

Cierro los ojos. Me arrastra el sopor hacia los territorios de la fiebre y, mecánicamente, limpio mis dedos pegajosos de semen en la trama del mosquitero.

Oigo a lo lejos el mundo de mi madre, su andar entre las brasas, su diálogo con el rencor que le acompaña: hablan de mi padre, de la mujer que tiene, de su risa, que suena como tromba de flores pisoteadas.

Con el silencio fijo en el vacío pienso en los tigres de Mompracem, en las redondeces de Paura, en un jonrón con tres hombres en base.

Afuera está la herida pero no quiero salir a su encuentro: debo continuar enfermo siempre, sin tener que bajar a tierra, sin enfrentarme a nada ni a nadie, ni siquiera a las piernas de Paura ni a un campo de béisbol ni a la luna llena del espejo.

Hoy, apunto en el cuaderno de bitácora, empieza el fasto de los grandes viajes.

Y el ave Roc emerge a los pies de mi lecho.

 

Francisco Hernández encarna en varios de sus libros, ya sea en pequeñas o grandes dosis, la figura no del “poeta maldito”, sino del hombre enfermo. El poeta maldito abraza —y en ocasiones propicia— escenas de una vida extrema donde cada caída tiene dimensiones épicas, donde cada derrota es un himno de gloria entonado a coro por todo un estadio. El hombre enfermo, en cambio, sobrelleva su condición y busca discretamente un alivio sin testigos ni ovaciones, un malestar puesto sobre la página como un testimonio, y no como bandera. La fiebre y el delirio padecidos en Mar de fondo son los primeros síntomas en la poesía de Hernández; más adelante, la depresión y la epilepsia (Mi vida con la perra y La isla de las breves ausencias) serán el mal de raíz. La memoria es también un padecimiento en sus versos. Dicho por él mismo: “Sólo con medio cerebro se recuerda. La otra mitad no duele”. No es una casualidad que Hernández lleve tatuada en el antebrazo izquierdo la inscripción “Poesía: lo cura”. La poesía como enfermedad y sanación. Pienso en una frase atribuida a Sir William Osler, la cual pone el acento sobre el tatuaje que suele asomarse sutilmente bajo la manga de la camisa de Hernández: “No preguntes qué enfermedad tiene una persona, sino a qué persona elige una enfermedad”. “Poesía: lo cura”, la tinta sobre la piel, el grabado en la piedra, el juego de palabras que va en serio, el slogan aforístico; la poética, vamos. Así de puntual. Así de firmado con sangre:

 

HASTA QUE EL VERSO QUEDE

 

Quitar la carne, toda

hasta que el verso quede

con la sonora oscuridad del hueso.

Y al hueso desbastarlo, pulirlo, aguzarlo

hasta que se convierta en aguja tan fina,

que atraviese la lengua sin dolencia

aunque la sangre obstruya la garganta.

 

El origen, el pueblo natal y la muerte son también obsesiones que llevan al poeta a transitar por el desvelo y su respectiva carga de somníferos. Pero hay una figura que se relaciona con todos estos temas y que, al tocarlos, hecha sombra y luz sobre ellos; una presencia que atraviesa de polo a polo el cerebro del poeta y a la que intenta descifrar, retratar, dibujar con los ojos cerrados en el muro de sus lamentaciones. Me refiero al padre. El padre es la primera cara en la moneda poética de Francisco Hernández. El padre: el cazador y la sombra, el fantasma con bifocales y el caballo odioso. El padre: los errores y la negación como herencia.

 

EL CAZADOR

 

Ibas a la montaña en busca de jaguares,
tapires o faisanes.
Siempre te acompañaba la mujer de otro.
En mis sueños te veía raudo por la playa,
eludiendo tenazas de cangrejos azules.
Ahora caminarás desnudo por la noche sin término.
Ojalá te encuentres con los ojos
de todos los animales que mataste.

 

Faustino Hernández Valencia, el padre, nació en 1911 y murió en el 1984. Fue dentista y quien lo acercó a los libros. Tal vez, cuando Francisco era niño, contemplaba con asombro y miedo los instrumentos dispuestos sobre la mesa: el espejo bucal, el taladro, el eyector de saliva; el material quirúrgico con el que su padre aliviaba y causaba el dolor. El trabajo del dentista era procurar una sonrisa saludable a sus pacientes. El trabajo del padre era ahogar los gritos. La carcajada oscura; el humor negro también característico del poeta. ¿Sabemos nosotros algo de extraer muelas sin anestesia? ¿Sabemos algo de esos oficios —escribir y tapar caries— que se aprenden sin ir a la escuela, así, por la mera observación, hasta llevarlos a la maestría? ¿Sabemos algo de empezar imitando a García Lorca y a Neruda o limpiando la vasija de los escupitajos? ¿Sabemos algo sobre dejar durante la noche un diente bajo la almohada y encontrar a la mañana siguiente la foto de un muerto? ¿Sabemos qué se hace con un padre que eclipsa el mundo con su sombra? ¿Sabemos qué se hace con un padre que se pone bata blanca para ir de cacería?, ¿sabemos cómo se quita esa sangre?, ¿cómo no parecernos a él?, ¿sabemos qué se hace con su ropa cuando ha muerto? En Odioso caballo, el libro más reciente de Hernández, se lee:

 

La dentadura de mi padre

avanza hasta donde duermo.

Sube a mi cuello de postura infantil,

para después morderlo sin hacer caso

de mi grito.

Manchada por gotas de sangre,

la cuna es una paila hirviendo.

Mi madre regresa y la dentadura

se sumerge otra vez en su vaso de agua.

Fragmentos de Bartók, tocados

por Keith Jarret,

salen de una cajita de música.

Mi madre se despide. Primero me persigna.

Después acaricia mi calvicie prematura.

 

En las pupilas del que regresa —preámbulo fundamental para la escritura de Moneda de tres caras— es un poemario donde se desarrolla con precisión y terror el tema del padre descrito anteriormente, además de ser el lugar de los primeros avistamientos de retratos literarios escritos por Francisco Hernández. Allí, Silvia Plath mete la cabeza en el horno para huir del invierno, Roberto Juarroz camina por la playa de la mano de Roberto Juarroz, y Ramón López Velarde, de pie y en sueños frente al océano, “Vive otra vez la angustia que sintiera en la pila bautismal”. Allí también aparece otro personaje de su drama, un lugar que tiene nombre y rostro, San Andrés, Tuxtla; obsesión descrita desde sus primeros versos (“Por el ombligo transparente”) y personaje principal en más de uno de sus poemas (“Cuaderno de un retorno al pueblo natal”, al interior de Imán para fantasmas). Hernández siempre volverá a ese lugar que lo vio morir; siempre vivirá una suerte de “Retorno maléfico” para reencontrarse con la casa derruida donde pasó la infancia, con el río que ahoga los sueños de las mujeres, con el jardín de su madre: “¿Quién regresa ahora que vuelvo retornado? / ¿A dónde regreso?  ¿No es cada vuelta al punto de partida / una isla  rodeada de redundancias por todas partes? […] Descubro a mi madre con su piel ya enferma / y una sola palabra suya pone en movimiento / aquel lenguaje repleto de cáscaras jugosas / y de ceremonias donde el descorazonado era el viento. / Pero ni ella puede ayudarme a reconocer / el miedo de quien vuelve.” Faustino Hernández Valencia, San Andrés, la enfermedad…, así, pues, antes incluso de decirnos que su libro capital era una moneda de tres caras, en la obra poética de Hernández ya había otras tantas girando en el aire.

 

La “trilogía germánica” que conforma Moneda de tres caras exhibe una propuesta estilística donde el poema largo de corte narrativo desencadena un orbe de seres reales y ficticios para dar pie a la poesía que experimenta con la experiencia. Lo sabemos: en De cómo Robert Schumann fue vencido por los demonios, Habla Scardanelli y Cuaderno de Borneo están delineados a carbón algunos de los momentos de la vida de Robert Schumann, Friedrich Hölderlin y George Trakl, está retratada la historia de su genio; sin embargo, debo decirlo, cada una de estas caras es también una cruz: la música y la melancolía, el tormento amoroso del alter ego, el hambre de una isla más allá del destierro. Moneda de tres caras es también las tres cruces que Francisco Hernández acuñó a conciencia. La cruz en el sentido más coloquial de la palabra; el muerto que se nos sube, el costal de heridas y huesos que acarreamos de una página a otra; el odioso caballo que cargamos, tal y como el guerrero Hatakeyama Shigetada, dibujado por Hokusai. “¿Nacimos para echarnos caballos a la espalda?”, sigue preguntándose el poeta casi veinte años después de la publicación del libro. El dramatis personae que Hernández evidencia en Moneda de tres caras no es un listado de personajes con biografías extremas, sino la afinidad azarosa —fáustica en varios casos— entre el poeta y ellos. No se trata aquí del retrato o la biografía, no se trata de los acentos sobre la tragedia ni del apunte culterano: se trata de ser afectado e infectado por la palabra, la música o el trazo de alguien más, se trata de tatuarse la obra de alguien más en los huesos y, entonces sí, aceptada la afrenta, aceptado el duelo, tomárselo personal y escribir. Se trata de personajes personales, por llamarlos de algún modo. Guillermo Rousset Banda apunta en el prólogo a Personae de Ezra Pound: “Las paráfrasis y versiones, que no traducciones, de Pound son personas, poesía de caracteres: mediante la auténtica fusión con el personaje, recreación de cierta situación o cierto estado de ánimo, adopción intencionada de cierta perspectiva peculiar para exponer un carácter.” La traducción de un sufrimiento parecido al suyo, la adopción de un temperamento y la aproximación a una obra puesta sobre el microscopio (“La poesía es un método de análisis, un instrumento de investigación”, apuntó Jorge Cuesta) son algunas de las herramientas con las que Hernández acuña su moneda.

 

ESCRIBE SCARDANELLI

 

Prohíbe al llanto diluir la fuerza de los deseos más íntimos. Trae contigo tijeras para cortar de raíz hasta el otoño si es preciso.

Le he ordenado a mi lengua convertirse en río para que en sus hondas sumerjas tu cabello. Le he dicho transfórmate en montaña para subir a ella y en esquila, con el fin de escucharla antes de los sermones.

Si una serpiente te rodea los tobillos, no imagines el vértigo de la caída: es mi lengua.

Cuando el banquero Gontard te dé un lienzo que se anude a tu cuello, no creas en la liberación por asfixia: es mi lengua.

Impide la presencia de la duda. Corta esa prolongación rosada si te oprime también el pensamiento.

Córtala, písala, muérdela. Arrójala sin miedo a la gavilla de poetas callejeros.

No importa. Porque a mi voz, al no ser músculo de agradable temperatura, no podrás silenciarla ni en la más jubilosa de tus ensoñaciones. ¿Por qué habrías de privarme de alabanzas?

Deja a Scardanelli lo único sagrado que los dioses le dieron.

Mi lengua tiene vida propia.

Después de muerto he de seguir cantando.

 

La presente recopilación de la obra de Francisco Hernández, En grado de tentativa, permite comprobar que la moneda que el poeta lanzó hace ya más de veinte años tiene una sola cara y una sola cruz: Hernández mismo. Dicho de otro modo, cada vez que el poeta arroja la moneda al aire, ésta cae de canto. Francisco Hernández no es sus personajes, pero sus personajes sí son él. Ésa es su cara, la real e imaginaria. Como en “El hacedor”, de Borges, el poeta “se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincia, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”.

 

Francisco Hernández sabe que la voz es una vieja promesa de la poesía. La voz como la verdad del poeta, como esa olla de oro encontrada bajo un puente, esa moneda de cambio para entrar al Olimpo, ésa voz, esa manera de contar el mundo anteponiendo al yo sobre todas las cosas es una broma gastada. No, en poesía no hay voz, sólo ecos; resonancias de una lengua amada o repudiada hasta el cansancio. No hay voz, no hay yo; apenas las facciones imprecisas de hombres que se sobreponen al silencio y, en ocasiones, lo atenúan con un balbuceo hermoso aprendido en el insomnio y la desesperación, rumiado en la ansiedad de nombrar lo irreconocible e irreconciliable. “Balbucear”, que no “decir”; interrogar, que no afirmar; “tendencia a enmudecer”, como lo definió Celan. La poesía de Hernández es un eco en las generaciones de poetas que le preceden. Su estilo es cercano al de un altoparlante con distintas salidas de audio, cada una con un filtro distinto. Octavio Paz dijo alguna vez sobre Jaime Sabines que solía tocar dos o tres cuerdas de una manera extraordinaria. Tratándose de Francisco Hernández, pienso que no sólo toca más de una cuerda, sino más de un instrumento; ocupa más de un lugar y se mete en la piel de más de un individuo al momento de escribir sus poemas, de hacer su música. En palabras de Bernardo Soares: “Mi alma es una orquesta oculta: no sé qué instrumento tañe o rechina, cuerdas y harpas, timbales y tambores, dentro de mí. Sólo me reconozco como sinfonía”.

 

Establecer un presunto dramatis personae que delinee los múltiples personajes que aparecen y reaparecen en la obra de Francisco Hernández es una idea a la que no puedo resistirme. Estoy seguro que cada lector encontrará los que le sean más afines o inesperados durante el viaje a través de sus páginas. Sirva, pues, este pequeño ejercicio como la introducción antes de que el telón suba y comience la obra:

 

DRAMATIS PERSONAE

 

Faustino Hernández Valencia: Padre, fantasma y dentista

San Andrés: Pueblo natal

Paura: Mujer de mar abierto

New York Yankees: Equipo de beisbol de las grandes ligas

Robert Schumann: Músico vencido por la melancolía

Scardanelli: Poeta aprendiz de carpintero

George Trakl: Poeta y farmacéutico incestuoso

Miguel Kolteniuk: Psicoanalista

Doña Raquel: Madre

Francisco Toledo: Pintor y escultor

Fosca: Mujer de fealdad insólita

Depresión: Perra de raza indefinida

Epilepsia: Isla fuera de radar

Charles B. Waite: Fotógrafo viajero

Leticia: Mujer que se peina con sus recuerdos

Mardonio Sinta: Coplero veracruzano

Emily Dickinson: Poeta vestida casi siempre de blanco

Dios: Caballo odioso

 

Estos personajes personales, entre otros, son los que se dan cita en la obra del poeta; Vidas imaginarias, las nombró Marcel Schowb; Vidas minúsculas, las llamó Pierre Michon; monedas de la cara, les dice Francisco Hernández. En la autobiografía de Yeats, en los papeles dispersos que decidió reunir y publicar, precisamente, bajo el título de Dramatis Personae, el poeta irlandés escribió: “Toda mi vida he estado obsesionado con la idea de que el poeta debe conocer todas las clases de hombres como si fueran él mismo, que debe conjugar la mayor realización personal posible con el mayor conocimiento posible de la palabra y circunstancias del mundo.” Francisco Hernández encarna la idea que obsesionaba a Yeats. Su poesía es también la autobiografía de un hombre habitado por muchos otros hombres; no exalta una voz, sino que traza sutilmente la infinidad de ecos que conforman su existencia: la memorable puesta en escena que lleva por nombre Francisco Hernández.

 

Ciudad de México, 30 de marzo de 2016

 

*FOTO: Más que “poeta maldito” Francisco Hernández encarna en varios de sus libros la figura del hombre enfermo/ Yadín Xolalpa/EL UNIVERSAL.

« »