Diario de Villa Diodati

Jun 11 • destacamos, Ficciones, principales • 10719 Views • No hay comentarios en Diario de Villa Diodati

POR VICENTE QUIRARTE

Su más reciente libro es Merecer un libro (2014)

 

Ginebra,  Suiza, 31 de mayo de 1816

 

Soy la Casa del lago. No la casa en el lago. La primera preposición me otorga no sólo una sensación de pertenencia sino la certidumbre de que soy con el lago y el lago es conmigo. De no existir el uno sin el otro. Haberme construido en sus orillas hace que me refleje en el agua y sea punto de referencia en el camino. Frente a mí, uno de los paisajes más bellos de la tierra, según dicen unánimemente propios y ajenos: las cimas nevadas, los rayos del sol filtrados a través de los árboles que no acaban de estar en flor y un cielo cuya plenitud es igual a la del lago. Al fondo, la ciudad coronada de torres y campanas.

 

 

1º. de junio de 1816

 

Tengo un siglo de existir en este enclave. Una casa tiene los sentidos más alertas que sus habitantes: acumula, provoca y estimula sueños. Historias minúsculas y mayúsculas han sido  vividas y contadas entre mis paredes. Cada uno de los materiales que me integran —ladrillos, maderas, vidrios, molduras, yesería— guardan nombres, humores y sonidos. Cuatro pisos me forman, incluidas las habitaciones más estrechas y bajas de las mansardas, donde mejor se refugian los fantasmas. Una terraza cuyo lujo mayor es el paisaje sin obstáculos, aunque cada una de las ventanas que miran hacia el lago le otorguen un marco de modo natural. Soportales al frente, los mejores amigos del verano, me convierten en una casa que al merecer el nombre de villa, hace de la vida una ocupación estética, más perdurable que la  idea práctica de habitar el mundo. Fui construida para que cada día brille como el primero, para hacer del descanso una necesidad y un hábito.

 

He escuchado a los sucesivos pobladores de esta casa decir que a fines del siglo XVIII nació un monstruo que asoló Europa, la transformó y la sigue transformando. Situada en un cruce de caminos, cerca de las fronteras establecidas por los hombres en dominios que llaman países, desde los primeros años de esta centuria he visto pasar uniformes de todas las formas y texturas. Soldados de hábitos brutales y lenguaje soez ocuparon impúdicamente mis habitaciones. Supe de sus concupiscencias y malos hábitos, pero también fui testigo de actos de heroísmo: los húsares que salían con uniformes flamantes, su casco de piel de oso y su cabello perfumado, regresaban desnudos de sus ornatos, con el cuerpo destrozado y en busca de la elemental curación de sus heridas. En mis habitaciones algunos guerreros exhalaron su último aliento. Otros velaron sus armas. Con oraciones y silencio templaron sus aceros como antes lo hicieron en la fragua.

 

5 de junio de 1816

 

Hoy llegaron a Villa Diodati nuevos habitantes. Un carruaje de dimensiones mayores a las habituales, con una gran “B” pintada en su exterior.  Un ejército de animales saltó, libre y espontáneo, en cuanto se abrieron las puertas del vehículo. Al final descendieron, ayudados por tres sirvientes que los acompañaban, un joven de belleza extraordinaria y otro joven, igualmente atractivo, cuya piel aceitunada revelaba su ascendencia latina. El primero era tan bello como un ángel. Cuando puso pie en tierra, un detalle lo devolvió al reino de los hombres: cojeaba ostensiblemente de una de sus piernas. Sin embargo, más que su hermosura física lo que desde el primer instante me cautivó en él fue que al acariciar con fruición auténtica a uno de los perros que con él llegaron, repetía, como si fuera un oración: “belleza sin vanidad, fuerza sin insolencia, valor sin ferocidad, y todas las virtudes humanas sin  ninguno de sus vicios.” Así somos las casas. Creadas por los hombres, con la misión de protegerlos, aunque no nos es dado protegerlos de ellos mismos.

 

6 de junio de 1816

 

Los secretos de alcoba se conocen, decantan y descifran en la cocina. Más que el estómago, la cocina es el verdadero corazón de la casa, no sólo porque en ella arde el fuego que elementalmente nos nutre. Por los sirvientes, vitales para mantenerme limpia y ordenada, me he enterado de la personalidad de su joven señor. Es el sexto barón Byron de una larga dinastía, y de la miseria pasó a convertirse en heredero de una gran fortuna. Antes que nada es poeta, pero se vanagloria de haber probado todos los elíxires y haber violentado todas las reglas concebidas por la humanidad para no desbordar sus pasiones. Justamente, es lo que los sirvientes en él temen, pero en él más admiran. ¿Quién no guarda, en el fondo, una enorme simpatía por el diablo?

 

8 de junio de 1816

 

Definitivamente, el nuevo habitante de la casa es diferente de los otros. Ha llenado mis espacios con obras de arte, como si fuera a permanecer en Villa Diodati no sólo durante el verano, como hacen otros elegantes, sino los días que le resten de vida. Pero él siempre es así, dicen sus súbditos, a los que trata con desprecio o deferencia. De tal manera, yo como casa me he amoldado a sus costumbres. Cada hora del día tiene el espíritu de cambio de las estaciones. Entre todos sus rituales —la hora del almuerzo o la llegada del crepúsculo— mis preferidos son los instantes en que lord Byron sale a la terraza y sentado a la mesa instalada allí con el propósito exclusivo de ser aliada de la escritura, el poeta trabaja. Da gusto verlo, poseído, melancólico, colérico o alegre, sádico y cruel, pero siempre, en esas horas sólo suyas, en las que no admite interrupción, trabajando con la dedicación con que lo hace un labriego. Hoy fue el turno de la peregrinación de un héroe, al que llama Childe Harold, por Venecia.

 

 

10 de junio de 1816

 

Día de gran actividad en Villa Diodati. Los Shelley, anunció ceremoniosamente el mozo suizo cuando la joven pareja entró en mí. Lord Byron se apresuró a darles la bienvenida, sobre todo a él, a quien llamó campeón del ateísmo y lo celebró por ser autor de los versos de Queen Mab. Tuvo incluso la gentileza de repetirle unos versos de memoria. La pareja es joven y bella  pero en honor a la verdad él, de nombre Percy, es más hermoso que ella. Sin embargo, hay en ella —se llama Mary— una belleza adicional. Mientras lord Byron tomaba al otro poeta por el brazo y no dejaba de manifestarle su entusiasmo por haberlo conocido, Mary salió a caminar por los alrededores y se sentó en la banca más próxima a la casa, donde se puede disfrutar de la visión del lago, el mejor lugar donde un caminante puede compartir esa riqueza. Me admiró verla tan inmóvil y en paz, tan atenta a todo. Lo que para los otros es nada.

 

11 de junio, 1816

 

Estamos en el mes de mayo pero el verano ha tardado más de lo habitual. De todas maneras esto es una forma del paraíso.

 

12 de junio, 1816

 

El otro habitante de la casa es también digno de ser tomado en cuenta. He retrasado su descripción porque me resultaba más misterioso que el poeta, tal vez por su reserva y su manera de estar sin estar, aunque su deseo más hondo es estar donde se encuentra el gran poeta. Es el médico del joven noble, pero la situación parece ser inversa: quien siempre parece estar enfermo es Polidori, a quien Byron dice en su propia cara “Polly Dolly”. Inquietante la manera en que lo mira. No con ojos de ave de rapiña. Sino con la mirada de un ser que sabe moverse peligrosamente entre los hombres. Con ojos que pudieran ser los de un vampiro.

 

15 de junio, 1816

 

Amaneció nublado y gris y no ha dejado de llover toda la mañana. Cualquier paisaje idílico se convierte en siniestro cuando lo invaden brumas, lluvia y frío. Hoy el cielo está de mal humor y lanza sus truenos para descargar su furia en los mortales.

 

16 de junio, 1816

 

Este verano que no llega ha sido pródigo en tormentas. Imposible para sus habitantes, como en días pasados, salir a volar cometas y poner a prueba los experimentos que con la magia tangible de la electricidad llevaban a cabo los nuevos hechiceros del siglo XIX.  La energía de los elementos congregados en el cielo era tan intensa como aquella que en la tierra concentraban mis ocupantes, quienes congregados alrededor del fuego leen en voz alta historias de fantasmas en un volumen del siglo XVIII perteneciente a Byron: Fantasmagoriana, ou Recueil d’histoires d’apparition de spectres, revenants, fantômes.

 

Siempre proclive al desafío, Byron propuso que los cofrades no sólo temblaran ante historias ajenas, sino se atrevieran a intentar una nueva. Mary se retiró a su alcoba sin saber exactamente lo que iba a escribir, pero con la seguridad del efecto que deseaba provocar.

 

 

17 de junio de 1816

 

Algo fundamental, distinto y perdurable ha sucedido esta noche entre estos muros. Algo que no había pasado antes ni me había sucedido como ahora. Los dolores del alma son semejantes a los del cuerpo. Ambos se curan con el tiempo pero cuando atacan se asemejan a la eternidad. He sido testigo de partos donde los hombres nacen en  medio de los alaridos de sus madres, que en ellos los celebran y padecen. Mary y John William se retiraron a sus cuartos dispuestos a cumplir con la tarea impuesta por lord Byron. De ambos aprendí que existen otras formas de dar a luz a una creatura que nunca había existido. Mary tomó la pluma mientras la tempestad azotaba las ventanas de su cuarto, y escribió a la luz de la vela: “Quiero escribir una historia que hable de los misteriosos temores de nuestra naturaleza, crear un horror que haga que el lector sienta miedo de voltear la cabeza, que hiele su sangre y acelere los latidos de su corazón.”

 

 

20 de junio de 1816

 

Este es el paraíso y aquí ha nacido el monstruo. ¿Suena extraño? Luzbel lleva en su nombre el mayor esplendor y altura de los ángeles. Como yo, el monstruo concebido por la imaginación de Mary no puede hablar. Pero sí sentir. Sólo en el Paraíso puede nacer el ángel caído. De alguna parte hay que caer. Villa Diodati. En mi nombre está la fama: dado por Dios.

 

*ILUSTRACIÓN: “Bef”

« »