Henry James y su codicioso biógrafo
Clásicos y comerciales
POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
El 28 de febrero se cumplieron cien años de la muerte de Henry James en Londres, otro caso de celebridad misteriosa en la historia de la literatura. ¿Cómo ha sido posible que este novelista dedicado a un asunto anticuado y hasta banal, como el descubrimiento de Europa por una élite estadounidense de la Costa Oeste que se caía de las banquetas y portaba briznas de trigo provenientes de la granja nativa, se convirtiera en un recurso natural inagotable para la industria académica de la patria que abandonó en la búsqueda del más refinado de los cosmopolitismos?
Para buscar, a mi vez, una respuesta compré en Amazon uno de los primeros estudios (una edición pirata, por cierto) dedicados al novelista, el escrito por Rebecca West, la madre del hijo de H.G. Wells y la asombrosa cronista de México y de los Balcanes, publicado poco después de la muerte de Henry en 1916. Y también me hice de un apetitoso estudioso titulado Monopolizing the Master. Henry James and the Politics of Modern Literary Scholarship (2012), de Michael Anesko, una documentada denuncia de las trapacerías a los que recurrió Leon Edel (1907–1997), su genial biógrafo. Su magna biografía no terminó de edificarse sino hasta principios de los pasados años setenta, tras adueñarse de todos los papeles de la familia James, pródiga en “biografiables” pues lo han sido James papá, el filósofo William, hermano apenas mayor de Henry, su solterona hermana Alice y no dudo que hasta la servidumbre familiar, como ha ocurrido con los criados del grupo de Bloomsbury.
¿Qué pasó durante un siglo entre el folleto de West y la monografía de Anesko? La periodista afirma cabalmente que James, al emigrar a Londres y desde allí recorrer el continente, sobre todo Italia, renegó de la joven pero ya poderosa tradición norteamericana en busca de una identidad ajena al espíritu de fundación y frontera. Henry James quería ser más europeo que los europeos y murió como súbdito británico en solidaridad con el esfuerzo bélico de Albión contra los imperios centrales. Pero nunca dejó de ser, como su involuntario discípulo T.S. Eliot, quien lo despreciaba como saben despreciar los poetas a los novelistas, un americano en la corte del rey Arturo, para decirlo con Twain.
La propia West, incisiva, divide la obra novelística de James en tres períodos, el de búsqueda, con Roderick Hudson (1875), el del encuentro consigo mismo con Daisy Miller y sus secuelas, a menudo relatos breves, hasta llevar a la magnífica Washington Square (1881), aunque en la prodigiosa etapa final de James, con La princesa Casamassima (1886) como punto de partida, ella encuentra un fallido esfuerzo por entender “la cuestión social” del gran psicólogo.
En la descolorida extranjeridad de James y de sus personajes, este gran decimonónico montó un laboratorio de la conducta, sobre todo femenina, que no podía sino desagradar a una feminista de primera generación como West, la cual tampoco bendice al novelista como crítico literario, por ser un afrancesado sin la requerida visión universal de la literatura, con debilidades victorianas insalvables, como el elogio de algunos de contemporáneos hoy olvidados. Difiero de West: James fue un soberbio crítico (léanse sus ensayos sobre Balzac y Sainte–Beuve y sígase la manera en que le dio la espalda a su maestro Flaubert) aunque lo suyo no pudiese ser otro terreno que el de la literatura francesa pues a la inglesa, cosa de gringo, la tenía por segundona.
James se propuso proyectar a placer su posteridad. Inauguró un género, prologando todas sus novelas para la magna edición de Nueva York (1907–1909), queriendo imponer su propia poética crítica. De su intimidad, sobre todo de su supuesta asexualidad, deseó sin éxito no dejar rastros, haciendo piras rituales y periódicas de su correspondencia. Entonces apareció Edel, quien habiendo alcanzado a entrevistarse con Edith Wharton, el reflejo femenino de su amigo Henry, dedicó décadas a buscar por el urbe cartas de James, asegurándose el privilegio de ser el único autorizado a leerlas. Los primeros herederos del novelista lo obedecieron, los últimos ya no y en 1973, cuando pasaron al dominio público los papeles de James, a su póstumo Boswell no le quedó sino apechugar: las copias Xerox dieron al traste con sus maniobras de ocultamiento.
La principal preocupación de James, lo sabemos actualmente, fue ocultar sus pasiones homosexuales, acaso platónicas, con varios amigos pero sobre todo con el escultor de origen noruego Henrik G. Anderson, quien le hizo un busto de bronce que Edel, celoso hasta el extravío, llegó a esconder. El truhanesco Edel fue un personaje acaso más extraordinario que las heroínas de James, perdidas en el arte de amar e imposibilitadas de ejercerlo.
Pero, ¿por qué James? Se lo pregunta Anesko, relatando que el principal competidor de Edel, F.O. Matthiessen, suicida en 1950, fue el autor del interminable renacimiento jamesiano, con tesis, novelas y películas. Fue obra, según Anesko, de la identificación de los intelectuales judíos de los Estados Unidos con James, ansiosos de integrarse, iguales pero distintos, a la cultura occidental de la cual Hitler pretendió borrarlos. No creo que haya novelas, al menos en inglés, capaces de diseccionar con semejante minucia la mente de los hombres y las mujeres en la época en que Freud, el contemporáneo capital de James al cual ignoró no sé si por ignorancia o mala suerte, empezó a acostarlos en su diván. James es sutil hasta exasperar a sus más fieles lectores y la franqueza científica pretendida por Freud le habría parecido depravada a este decadentista oculto y sigiloso, creyente en la secrecía de las perversiones y temeroso, con razón, de ser escrutado sin piedad ni pudor por la posteridad.
El odioso Zizek tiene razón al decir que no hay escritor más revelador del “capitalismo en flor” y sus negaciones que James. Por mi parte, yo lo seguiré leyendo trabajosamente, dudando siempre en si fue un gran novelista pese a su barroquismo o el cuentista más fino de la historia, aunque decimonónico al fin, quiso triunfar en el teatro y fracasó. Y en cuanto a Leon Edel, recuerdo con emoción aquella larga caminata que en 1987 me llevó, viniendo de Queens donde otro extraterritorial, José Kozer, me hospedaba, para hacerme, en una pequeña librería junto a las Naciones Unidas, de la cajita de Avons Books con la tetratología del más despiadado de los biógrafos, si se me permite decirlo, el Biógrafo.
*FOTO: Retrato al óleo de Henry James, fechado en 1913; obra de John Singer Sargen/ Especial.