Jaime Labastida: La reflexión sin concesiones

Jul 16 • Conexiones • 4544 Views • No hay comentarios en Jaime Labastida: La reflexión sin concesiones

POR CARLOS ROJAS URRUTIA

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Siglo XXI, el proyecto editorial que Arnaldo Orfila Reynal encabezó junto a sus amigos luego de su salida como director del Fondo de Cultura Económica, cumple 50 años. Medio siglo después de su fundación, el propósito de la editorial y la exigencia de calidad en sus publicaciones se mantienen vigentes.

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El encargado de conservar ese legado es Jaime Labastida (Los Mochis, Sinaloa, 1939), quien desde 1990 es director general de Siglo XXI. Desde ahí, ha sabido perpetuar y adaptar a los tiempos modernos el trabajo de una editorial que es referencia en el mundo de habla hispana.

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En su juventud, Jaime Labastida formó parte del grupo de poetas de “La Espiga Amotinada” (junto a Juan Bañuelos, Óscar Oliva, Jaime Augusto Shelley y Eraclio Zepeda), en un momento en que la realidad exigía un tipo de militancia activa en los campos de la creación artística y la crítica social.

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Posteriormente, Labastida se adentró en la reflexión filosófica, a la que se acercó en busca de un sedimento que le ayudara a concretar la poesía que le interesaba escribir. Desde entonces, los libros de Jaime Labastida persiguen el principio que aprendió de Antonio Machado: ejecutar con disciplina esa “actividad raciocinante, que es, en último termino, un análisis corrosivo de las palabras”.

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El espectro de ese análisis corrosivo del lenguaje que ejecuta Labastida va de la poesía críptica y con densidad, de la que se da cuenta en Animal de silencios (Premio Xavier Villaurrutia 1996) a las reflexiones en torno al arte, la política y los problemas sociales de nuestro país, que se integran en los ensayos reunidos en Estética del peligro y La palabra enemiga (2012). Conocedor profundo de Humboldt y los ilustrados novohispanos, a Jaime Labastida se le debe además una revaloración sin precedentes del naturalista alemán, con los ensayos reunidos en Humboldt: ciudadano universal (1999).

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El camino analítico que ha perseguido en su obra, que no ofrece concesiones pero es generosa para un lector capaz de seguir las claves que comparte el autor, alcanza un momento particularmente brillante en El edificio de la razón, donde Labastida traza la arquitectura del sujeto científico moderno; el punto de partida es una novedosa interpretación de la cita con que Heráclito se refiere al ego filosófico y a la capacidad de conocimiento en el ser humano. Posteriormente, el lector es guiado por la “construcción del saber”, una acumulación de aportaciones a la ciencia, la filosofía y la economía (de Socrates a Karl Popper) que se han integrado en lo que los hombres modernos definimos como conocimiento y razón.

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Doctor en filosofía, Jaime Labastida es miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, de El Colegio de Sinaloa y de la Asociación Filosófica de México. Entre los reconocmientos que ha recibido están el Premio Ramón López Velarde 2006, el Premio Nacional de Ciencias y Artes 2008 y el Premio Mazatlán de Literatura 2013. Es doctor honoris causa por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo y por la Universidad Autónima de Sinaloa. El primer día de julio de este año, recibió el honoris causa de la Universidad Autónoma Metropolitana. Sus poemarios más recientes son La sal me sabría a polvo (2009) y En centro del año (2012).

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Con motivo de los primeros 50 años de Siglo XXI, conversamos con Jaime Labastida en su oficina de Cerro del Agua, a unos pasos de la entrada a la Ciudad Universitaria. El doctor nos recibió con la amabilidad y firmeza de un hombre de su estirpe: generoso en sus respuestas, Jaime Labastida rehúye de los lugares comunes, corrige con paciencia a sus interlocutores y les exige claridad. Sobre todo, comparte una manera de enfrentarse a su labor cotidiana con la sola pretensión de honrar la lección que aprendió de sus padres: cumplir con el deber.

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El análisis corrosivo de las palabras

La filosofía y la poesía son diferentes formas de acercarse a la palabra. No creo que haya fronteras. También la filosofía nace del silencio. Somos animales de palabras y por lo tanto animales de silencio.

Usted ha hecho libros sobre dos corrientes del lenguaje: la reflexión filosófica y la poesía. En entrevistas previas ha explicado que su acercamiento inicial a la filosofía fue para buscar herramientas útiles para la poesía, aunque posteriormente esa materia se conviritió en una pieza importante de su trabajo.

Más que buscar herramientas, quería encontrar un sedimento que me permitiera escribir poesía tal como me interesa hacerla: con densidad, como poesía conceptual. Empecé muy joven a dar clases, primero en la Escuela Nacional Preparatoria y luego en la Facultad de Altos Estudios de Michoacán y la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. La profesión de docente tiene la virtud de hacer que el profesor estudie. No sé si logramos que los alumnos aprendan algo, pero uno está obligado a investigar. Ese trabajo me acercó a los problemas filosóficos, porque cuando terminé la facultad (por cierto con buenas calificaciones) me di cuenta de que no sabía absolutamente nada; cuando empecé a dar clases era un aprendiz. Eso fue lo que me acercó a los problemas filosóficos en sentido estricto.

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¿Cómo o cuándo una inquietud o una obsesión se decanta para convertirse en una reflexión filosófica o un trabajo poético?

Uno nunca lo sabe sino hasta que se encuentra con la página en blanco o, ahora, frente a la computadora. Hay ciertas palabras que conducen a pensar sobre ellas. Como dijo Antonio Machado, un gran poeta que al propio tiempo sabía pensar muy bien: la filosofía es un análisis corrosivo de las palabras. Eso es lo que yo intento hacer. En ocasiones ese análisis corrosivo me lleva a traducirlas a poesía, en otras a una reflexión filosófica de otro tipo. Lo que cambian son los métodos y las herramientas. En filosofía uno tiene que demostrar lo que dice, acudir a citas, hacer como que sabe; demostrar a los colegas que uno es tan sabio como ellos suponen que lo son. En cambio en la poesía, usted corta atajos. Toma sendero directos, de manera que no tiene que hacer citas puntuales ni notas al pie. La poesía lo que hace es dejar en libertad al lector para que adivine qué es lo que está ahí detrás. Esa es la diferencia.

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La última frontera de la filosofía es el no-ser; la de la poesía, es el silencio. ¿Dónde se tocan y dónde son distintas las exploraciones a la palabra que usted hace en esos dos ámbitos?

Son simplemente diferentes formas de acercarse a la palabra. No creo que haya fronteras en ese sentido. También la filosofía nace del silencio, también, dice Gadamer, la filosofía nace en el momento en que uno tiene necesidad de expresarse sobre temas que lo acongojan; la poesía, dice Heidegger, nace en el momento de silencio en que las palabras comunes ya no alcanzan -la gran poesía, me refiero, que es la única que interesa-. Somos animales de palabras y por lo tanto animales de silencio, por eso el libro en que recojo mi poesía se llama así, Animal de silencios.

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Usted ha explicado que escribe sin concesiones para el lector, con la mira puesta en un “lector futuro” o “lector ideal”.¿Cómo es ese lector en el que usted piensa?

Uno que sea capaz de saltar todos los obstáculos que le pongo, que tampoco son tantos, porque siempre hay claves; si hago una cita o pongo un epígrafe, ese epígrafe conduce al lector a donde quiero llevarlo. Si el lector es capaz de descifrar ese posible enigma todo lo demás se le da sin ninguna dificultad.

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¿Basta con tener un lector atento o debe ser además especializado?

Tiene que ser atento y especializado. A mí me gusta que se me diga: “pero es que tu poesía no se entiende, deberías escribir para el pueblo”… la poesía fácil se olvida. En cambio, vemos poemas de extrema dificultad, como las Soledades y el Polifemo de Góngora, el Primero sueño de Sor Juana Inés de la Cruz, El cementerio marino de Valéry o Muerte sin fin de Gorostiza, todos poemas de una densidad enorme, a los que la gente acude una y otra vez para tratar de entender lo que el poeta mismo no explica. Me gusta mucho alguna poesía, sencilla, llena de musicalidad, pero no es la que quiero practicar, ni me interesa, ni vuelvo a ella de manera constante. No desdeño, pongo por caso, el Romancero gitano de García Lorca, pero estimo que su mejor libro es Poeta en Nueva York. Eso me hace pensar que a lo mejor lo que uno hace no debe otorgarle ninguna concesión al público. El público tiene que educarse para llegar a lo que uno dice, porque uno mismo ha hecho un esfuerzo.

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La máscara del lugar común en la Revolución

Somos herederos de lo que la historia ha acumulado, incluyendo las palabras y la forma de pensar. Quienes hablan a la ligera de la revolución o no conocen historia o tratan de engañar a los incautos, que se dejan engañar.

Vivimos una crisis de la ciencia y el pensamiento en general. Estamos llenos de lugares comunes. Quienes guardan posturas de oposición son quienes más se rehúsan al cambio.

Eso lo he dicho una y otra vez. Ahora escribo un ensayo sobre el libro de John Womack, Zapata y la revolución mexicana (Siglo XXI, 1969), que inicia con esta frase: “Este es un libro acerca de unos campesinos que no querían cambiar y que, por eso mismo, hicieron una revolución”. Cuando uno examina la Revolución Mexicana, ve que el Plan de Ayala no fue levantado contra Porfirio Díaz sino contra Francisco I. Madero. En ese Plan se dice que la dictadura de Madero será peor y más terrible que la de Díaz.

¿Cómo es eso de que hicieron una revolución porque no querían cambiar? Esas tesis, ciertas pero absurdas, son las que ahora se traducen en las posiciones dizque revolucionarios. Hay algo que se propone nuevo: “¡ah, no!, eso va contra los usos y costumbres, va a desplazar trabajo… no, ¡nosotros los revolucionarios nos oponemos!”. Marx mismo es un pensador que pone el acento en el desarrollo de las fuerzas productivas, porque ese es es el verdadero motor de la historia. Los que ahora se dicen marxistas no han leído a Marx, no lo han comprendido, son antimarxistas. Han transformado a Marx en lo contrario de sí mismo.

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Palabras como “revolución”, “transgresión”, “rebeldía”, han cambiado de polo. Parece que la posición revolucionaria viene ahora de lo que en el status quo se considera reaccionario.

Precisamente en ese texto voy a examinar el concepto mismo de revolución. La palabra “revolución”, el concepto, es trasladado de la mecánica racional a las ciencias sociales. ¿Qué significa en mecánica una revolución? Un giro de 360 grados. Quiere decir que es la vuelta al punto de partida. En la mecánica celeste es lo mismo: tomar un punto imaginario en la bóveda celeste y ver cómo se mueve un astro hasta volver al punto de partida. La revolución es volver a donde estuvimos en un principio. En ciencias sociales se dice que la revolución es volver las cosas de raíz, sacarlas de donde estaban y ponerlas al revés. Entonces una revolución se entiende como una semi-revolución: en lugar de 360 grados se giran sólo 180. Pero tampoco eso es verdadero, porque todas las revoluciones se heredan.

Somos herederos de lo que la historia entera ha acumulado, incluyendo las palabras y la forma de pensar. Hay que tomar en cuenta que las revoluciones tienen que lograr, al cabo de cierto tiempo, estabilidad. Una de las revoluciones más profundas de las que se tenga memoria es la revolución francesa; tan profunda que quiso decir que a partir de ella se iniciaba un tiempo distinto ¿Qué sucedió al poco tiempo? Hubo un emperador, después una restauración y finalmente la primera y segunda repúblicas. Quienes hablan a la ligera de la revolución o no conocen historia o tratan de engañar a los incautos, que se dejan engañar. O hacen de esos lugares comunes un modus vivendi. Hay que hacer un análisis corrosivo de las palabras.

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Sobre el rigor aplicado a las palabras y la investigación, usted ha repensado en figuras como Humboldt, cuya trascendencia aun está por descubrirse; en cambio, ha puesto en duda la valoración que tenemos de nuestros ilustrados novohispanos.

Durante muchos años impartí una clase de teoría del conocimiento. Tuve que leer a filósofos dedicados fundamentalmente a los problemas epistemológicos y a muchos científicos. Mi acercamiento a Humboldt, desde los años sesenta, me acercó a una comprensión universal de la naturaleza y la sociedad. Por eso comencé a discrepar de las versiones verdaderamente superficiales, tontitas (ni siquiera puedo decir que tontas) de los historiadores mexicanos, que lo acusaron de haber plagiado a los ilustrados novohispanos o de ser espía de Jefferson. Los ilustrados que Humboldt encontró en la Nueva España no eran criollos, sino peninsulares; y no deseaban la independencia de la Nueva España. Por el contrario, alguien como Manuel Abad y Queipo –uno de los más grandes ilustrados, gran conocedor de Adam Smith, quien excomulgó a Hidalgo y a Morelos– era partidario de las reformas más profundas desde el punto de vista económico. En México nos hemos acostumbrado a repetir lugares comunes para no profundizar en los hechos. Eso me molestó desde un principio.

No encuentro ilustrados novohispanos en sentido estricto, porque ellos mismos terminaron por corregirse, aunque de manera excesivamente tímida. Ni Clavijero, posiblemente el más alto de esos pensadores, fue un ilustrado. El más grande de los verdaderos ilustrados mexicanos, o novohispanos, fue un hombre que está totalmente olvidado, autor de doce volúmenes publicados por Siglo XXI: José Mariano Mociño. Ese es un hombre que igual que Humboldt recorrió el continente desde Vancouver y la Alta California hasta Guatemala, Yucatán y el Caribe; hizo descripciones verdaderamente científicas de la flora y fauna de nuestro país; fue un verdadero científico, ilustrado y moderno. Mucho más que cualquiera de los que estaban acá.

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El diálogo con la tradición entre muros de ceniza

No hago concesiones, ni a mí mismo siquiera. No estoy de acuerdo con quien dice que en educación hay que facilitarle las cosas a los niños para que aprendan rápidamente. Hacer las cosas sencillas nos está convirtiendo en idiotas y en eso no estoy de acuerdo.

Otro poeta, con una aproximación distinta a su trabajo, Francisco Hernández, nos explicó que para él, la poesía es un espejo negro en el que te ves pero no estás viendo nada… ¿Qué es lo que usted refleja en su poesía?

Eso de Francisco es una forma de decirlo, de seguir a Tezcatlipoca, el espejo humeante. Lo que yo quisiera reflejar es un anhelo de rigor extremo, lo mismo en filosofía que en poesía. No hago concesiones, ni a mí mismo siquiera. No estoy de acuerdo con quien dice que en educación hay que facilitarle las cosas a los niños para que aprendan rápidamente; ni con García Márquez cuando dijo: “hay que jubilar la ortografía para que todo sea más fácil”… hay que poner dificultades para que las personas logren saltarlas. Hacer las cosas sencillas nos está convirtiendo en idiotas y en eso no estoy de acuerdo.

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En su obra, tanto en el ensayo filosófico como en la poesía, usted habla del espejo; ese espejo que son los otros. En Cuerpo, territorio y mito retoma además el elemento de la máscara, que no sólo oculta, sino que devela la verdadera identidad.

Al revés de lo que dice Octavio Paz, quien yo creo que juega con un planteamiento muy tradicional, muy poco serio: “si nos quitamos la máscara aparece el rostro verdadero”. Yo creo que al arrancar la máscara, se arranca con todo y piel.

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En una carta a Octavio Paz, que usted incluye en La palabra enemiga, escribe que está “acostumbrado a escribir para el silencio, entre muros de ceniza”. Aun con eso, usted ha forjado una carrera como editor, escritor y filósofo. ¿Cuál es su balance de lo que ha hecho o aportado para esta sociedad en la que trabaja y vive?

Me ignoran. Octavio Paz habla en El laberinto de la soledad de un fenómeno típicamente mexicano que es el ninguneo. Yo estoy acostumbrado, la gente no me hace caso, no me incorporan en antologías… no me importa. Mi trabajo es algo que los otros tendrán que valorar y juzgar. Yo practico eso que mis padres me enseñaron, que es cumplir con el deber. El deber por encima de todo. Esta es mi obligación. No pido ningún privilegio por ser un escritor, no exijo nada más de lo que se le puede dar a otro ciudadano. ¿Cuál es la valoración? Bueno, que hay que hacer bien el trabajo. Alguien quizá se fije en él ahora o más tarde, eso es todo.

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El edificio de la razón es sobre todo un viaje a la raíz de las palabras para rastrear cómo entendemos el mundo. ¿En qué tradición de nuestras letras puede inscribirse un libro como ese?, ¿con quién dialoga en ese recorrido hacia la raíz de nuestro conocimiento?

Ese libro se inscribe en una tradición que inicia a partir de la llegada de los desterrados españoles a nuestro país. Antes hubo en México aficionados a la filosofía pero no verdaderos profesionales de la misma. Incluyo ahí a Samuel Ramos, Antonio Caso y ya no digamos a José Vasconcelos, quien me parece un filósofo de sexto nivel. Mis maestros fueron muchos, pero hubo cuatro a los que aprecié mucho: Adolfo Sánchez Vázquez, Luis Villoro, José María Gallegos Rocafull y Eduardo Nicol. Esos son los filósofos con quienes intentaría el diálogo, porque fundaron una tradición de rigor extremo en México.

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Como lector sin formación filosófica, encuentro en esa misma línea de pensamiento de El edificio de la razón el trabajo de autores a quienes se define en otras materias y conocimientos. Pienso por ejemplo en Antonio Alatorre.

No desdeño el vínculo que usted establece con Alatorre, pero desde el punto de vista de tradición filosófica me acerco mucho más a los que le he mencionado. El primer capítulo en ese análisis histórico es sobre Heráclito. Creo que nadie había dicho sobre Heráclito lo que digo ahí: a mi juicio incluso se había traducido mal el texto heraclitiano. Nadie había puesto en claro que su frase más famosa se trataba de un genitivo. Él no decía, como en otras traducciones –incluidas las de mis maestros–, lo que se había traducido: “sabio es que escuchen no a mí, sino a la razón”. Heráclito no dice eso, lo que dice es: “lo que oyen no viene de mí”. Es un desdoblamiento radical entre el yo absoluto y el yo abstracto, que es el yo de la filosofía, el ego filosófico. Es un punto de partida diferente al tradicional. En ese sentido no creo que tenga muchos antecedentes.

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El rigor de la militancia desde Siglo XXI

El problema central de México es que se lee muy poco y lo poco que se lee se lee muy mal. Hay quien dice que se leen ahora seis libros per cápita al año; no lo creo ni por la décima parte. Se lee, o más bien se produce medio libro per cápita al año.

Usted formó parte del grupo La Espiga Amotinada, y en aquellas época de militancia estuvo muy cerca de gente como Eduardo Lizalde y José Revueltas. Me parece que usted pasó de la militancia a la desilusión y luego a una especie de militancia teórica. Como director de Siglo XXI, las decisiones editoriales que usted toma en esta casa, que cumple cincuenta años, ¿forman parte de esa militancia teórica?

Fíjese usted el criterio que utilizamos en Siglo XXI: ésta editorial, desde que nació, empezó a publicar libros que otras editoriales no publicaban, como El Capital de Marx o los Grundgrisse. Pero al poco tiempo, se publicó aquí a Lévi-Strauss, Roland Barthes, Julio Cortázar, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Alejo Carpentier… no todos eran pensadores marxistas ni escritores de la izquierda. ¿Cuál es el criterio que tuvo Arnaldo Orfila y que a mí me parece la guía fundamental de todo editor? La calidad. La nuestra lo fue desde el principio. A pesar de que se publicaban (y eso es lo que más se veía) obras de Marx, nunca fue una editorial de partido ni ideológica. Conmigo menos. Nos guiamos por la necesidad de que el libro cumpla una función, que sean libros de excelencia, tengan la posición ideológica que tengan. Se publica todo lo que vale la pena, lo que es necesario que la gente conozca, lo que genera inquietud. La línea editorial es la mayor calidad posible. Ese es el criterio. Si eso es militancia teórica lo acepto.

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Usted llegó a la dirección de Siglo XXI en 1990, ¿qué ha cambiado y qué permanece de la función que tiene esta casa en la industria editorial mexicana?

Cuando llegué a Siglo XXI acababa de caer el Muro de Berlín. Algunos de los libros que le habían dado ingresos sustantivos a la editorial dejaron de venderse. Hubo necesidad de renovar el catálogo y encontré muchas dificultades. No tengo por qué ocultarle que en ese momento Siglo XXI estaba en quiebra y había que sacarla a flote. Algunos de los accionistas creían que había que invertir capital de riesgo. Mi respuesta fue que el mayor capital de una editorial consistía en su catálogo y que el de siglo XXI era un catálogo de altísima calidad, que debía adaptarse y renovarse. Es lo que nosotros hemos hecho. Nadie puso un centavo más y la editorial salió a flote. El propósito de Arnaldo Orfila se ha mantenido.

Orfila dirigió la editorial durante unos 18 años, porque los últimos años de su vida lo jubilamos, cuando cumplió 90, en 1987. Vivió poco más de cien años, pero aquí murió, en este espacio donde estamos nosotros, porque esta era su casa. Él siempre vivió donde trabajaba y desde que Siglo XXI se mudó a este edificio, él pidió que se le construyera un departamento. A un lado de lo que ahora es la dirección general, estaba su recámara y ahí murió él y unos años después su mujer. Nosotros no tocamos nada hasta el último suspiro que exhalaron.

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Desde la década de los 90 al día de hoy, términos como editor, distribución o publicación se han transformado de manera radical ¿Cómo encuentra Siglo XXI las nuevas perspectivas de la industria editorial?

Tenemos que adaptarnos a las exigencias del mercado. Desde luego, cuando Siglo XXI nació había aquí una enorme cantidad de correctores de estilo. Lo que sucede con la tecnología es que todo se hace a través de la computadora. Ahora no recibimos nada en papel. Todo eso cambió, pero lo que no ha cambiado es la exigencia de calidad, la necesidad de hacer buenos libros, que los lectores acudan al libro y lo entiendan.

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El problema central de México es que se lee muy poco y lo poco que se lee se lee muy mal. Hay quien dice, según una encuesta que hizo Conaculta en su momento, que se leen ahora seis libros per cápita al año. No sólo lo pongo en duda; no lo creo ni por la décima parte. Se lee, o más bien se produce medio libro per cápita al año. El verdadero índice de lectura lo da la estadística de producción de libros. Somos 120 millones de habitantes y se producen poco más de 300 millones de libros al año. Pero hay que restar los libros de texto y los libros que hacemos las editoriales privadas para secundaria. Si se quitan los 200 y tantos millones de libros que hacemos para estos dos grandes segmentos, quedan 60 millones de libros para una población de 120 millones. Eso da 0.5; o sea, leemos medio libro per cápita al año.

Pero a mí no me interesan esas cosas de cantidad, lo que me interesa es saber la calidad de los libros y eso deja mucho que desear. El potencial de lectura en México es altísimo: si nuestro sistema educativo produjera verdaderos lectores y escritores, si leyéramos y produjéramos como en Francia, Inglaterra o Alemania, donde se leen 10, 12, 14 libros per cápita al año, en lugar de producir 50 millones de libros se producirían mil millones. Sólo con ocho ejemplares por año, pero que fueran sólidos. Tenemos 500 millones de hablantes en lengua española. Los franceses tienen 60, los alemanes 80; ambos producen más pensamiento que todos nosotros juntos.

FOTO: Desde hace 26, el filósofo y poeta Jaime Labastida está al frente de la editorial Siglo XXI./ Eduardo Loza

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