Juan Carvajal y Lorenza Fernández del Valle

Ago 6 • Conexiones, destacamos, principales • 5730 Views • No hay comentarios en Juan Carvajal y Lorenza Fernández del Valle

Paul Bowles en Tánger

POR HUBERTO BATIS

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Uno encuentra muy pocos interlocutores, con los que se puede conversar toda la vida. Para mí, uno de ellos fue Juan Carvajal. Mi primer recuerdo de él es como dependiente de la Librería Zaplana, que estaba en Avenida Juárez y Bucareli, a un paso del Paseo de la Reforma. Andrés Zaplana, dueño del negocio, le decía: “Busque en el diccionario la palabra ‘amado’”. Iba a buscarla, abría la página donde estaba esa palabra y ahí había un billetito. Todo el tiempo lo premiaba sobre su sueldo.

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Tiempo después se fue a vivir a Tepoztlán. Era un dedicado explorador del Tepozteco. Se movía muy bien en las barrancas, donde descubrió varias cuevas. Un día lo vi apoyando y separando el dedo en la piedra volcánica. “¿Qué haces?, le pregunté. Dijo: “Meto el dedo en la lava. Lo saco antes de que me lo aprese”. Decía que eran experiencias místicas. Era un ser lleno de valores, de magia y misterio. Podía estar en los ambientes más refinados y en los más sórdidos. En todos tenía lugar. Le gustaba mucho el juego de palabras, los calambures. Era un poeta vivo en todos los sentidos, un esteta. También hacía cosas extrañas, como enfrentarse a los toros en una embestida, tomarlos por los cuernos, brincarlos de cabeza a cola y caer perfecto sobre la arena.

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En una ocasión fue a una de las islas griegas. Estuvo vagando hasta que encontró la estatua de una Venus que había recibido sol todo el día cerca de un acantilado. La acarició y pudo sentir viva la piedra. Se desnudó y la abrazó. Dijo que era una delicia sentir el calor y las formas de la piedra. Sólo me provocaba envidia. Pensaba: “¿Cuándo podré yo ir a hacer algo similar?”.

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En la Universidad tenía un pasatiempo que lo divertía. Desde los pisos altos miraba pasar a las muchachas y me decía: “¿Cuál de esas tres que van allá quieres que voltee?” Yo le decía: “La de en medio”. Se le quedaba viendo durante algunos minutos, fijamente, concentrado… ¡Y la muchacha de en medio volteaba a verlo! Me lo hizo mil veces.

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Las traducciones de Saint-John Perse que hizo con su esposa Lorenza Fernandéz del Valle eran una delicia. Las trabajaban, las pulían. Pasar una velada con ellos era un lujo por su inteligencia, por sus buenos pensamientos. Vivían fuera de la realidad, fuera del mundo en el que vivimos los demás. Eso me llenaba de vida.

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En una ocasión invité a algunos de mis alumnos a visitarlo en su casa de Tepoztlán. Les hizo un gran recibimiento. Se lució con ellos porque en una de las paredes caminaban varios alacranes. Decía: “No hacen nada”. Ponía la mano para que se subiera el alacrán. Luego decía: “Tiene sed. Le voy a dar saliva para que beba”. Lo acercaba a su boca y le daba saliva con la lengua. Lo regresaba a la pared y el alacrán se iba despacito. Los tenía como amaestrados. No faltó el día en que lo picaron sin mayor consecuencia.

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En cada una de mis visitas me llevaba a su jardín para mostrarme el retoño de alguna planta que había traído de quién sabe qué parte del mundo. Vivía como un príncipe al fondo del jardín de unos ancianos millonarios que le rentaban el cuarto del jardinero. Ahí tenía su biblioteca, su sala de estar, su recámara, su baño. Era un jardín maravilloso con una alberca increíble. Era el paraíso terrenal. Era afortunado por vivir en ese bungalow en medio de tan precioso jardín.

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Las pillerías

Juan Carvajal también era un pillo. En una ocasión le conseguí trabajo en el Fondo de Cultura Económica y después empecé a ver que tenía en su casa libros grandes, de consulta. Le pregunté: “¿Cómo te robas un libro de consulta si hay policías en la puerta?” Les daba marihuana y ellos lo dejaban sacarse lo que quería. Por fortuna lo corrieron pronto. Luego le conseguí un trabajo en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM. Frecuentemente me pedía que abogara por él porque no iba nunca, se quedaba en Cuernavaca, dizque trabajando pero se la pasaba jugando tenis.

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Cuando venía a México, acostumbraba quedarse a dormir en mi casa, en Tlalpan. Una noche mis hijos me recibieron alborozados porque una gata siamesa que teníamos había tenido crías. A la mañana siguiente, Juan ya había escogido a un gatito y me lo pidió. Le dije que sí. Nos fuimos y a la altura de la Universidad me dijo: “Déjame aquí”. Yo me seguí hacia mi trabajo en el Centro. Juan aprovechó para regresarse a la casa cuando ya no estaba mi mujer. Sólo estaba la empleada de la limpieza y le dijo: “Vengo por los demás gatitos. Me dijo el señor que me los diera”. Y se los llevó. ¿Cómo pude tener un amigo así, tramposo, falsario, ladrón, estafador?

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En otra ocasión me lo llevé a trabajar a la Dirección de Publicaciones de la UNAM. Le encargué que junto con Víctor Villela fueran a ver la librería que estaba atrás de Rectoría, en la zona que se llamaba centro comercial. Les di el encargo de ver qué títulos eran vigentes y cuáles otros eran obsoletos. Me informaron que había muchos que eran inútiles, que nadie los pedía, que había que aligerar espacio para las novedades. Entonces les autoricé una barata. Dieron a cinco o diez pesos cada volumen. Volaron. Después descubrimos que lo que vendieron era el archivo de cada uno de los títulos que había publicado la Imprenta Universitaria. Era una colección única, intocable. Aún no sé si la vendieron o la compraron ellos mismos.

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También Carvajal era amigo muy cercano de Salvador Elizondo. Estaban a partir un piñón y a la semana siguiente se mataban, tanto que sacaban los cuchillos. En una ocasión Juan le clavó a Salvador uno en una costilla. Luego le puso una gabardina para disfrazarlo y se lo llevó al hospital. Cuando llegaron el doctor nomás se lo arrancó y le puso una “curita”. No fue una herida muy grave porque la costilla detuvo el cuchillo antes de entrar al corazón.

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Bajo el cielo protector

Juan se juntó con Lorenza Fernández del Valle, que era originaria de Guadalajara. Lorenza y él fueron muy felices mucho tiempo. Al inicio de su relación se quedaron a vivir en la casa que era de ella y de su ex marido, el editor Martín Casillas. Era una casa preciosa, con cipreces al borde de una barranca, mesa de ping pong, plantas de marihuana, grandes, con las que se atizaban todo el tiempo. Eran muy cálidos, amables, inteligentes. Lorenza era encantadora, una mujer elegante.

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Lorenza dejó a sus hijos acá en México y sólo iba a Cuernavaca los fines de semana para estar con Juan. La casa que Lorenza tenía en Cuernavaca la había construido un hermano de Martín, quien me decía: “Nadie sabe para quién trabaja. Hice una casa a todo dar, con alberca y cancha de tenis. El que la goza es Juan”.

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Otro día llevé a unos amigos de visita a casa de Juan, que nos estuvo hablando de Ezra Pound, de Paul Valéry y sus viajes al lado de Lorenza. Se iban con frecuencia a pasear por el mundo: el Peloponeso, Sicilia, Egipto, el norte de África.

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En Tánger Carvajal conoció a Paul Bowles. Hay una foto que tomó Lorenza en la que Bowles aparece acostado en una cama con Juan a su lado. Juan y Lorenza hicieron la misma ruta de los personajes de la película El cielo protector, de Bernardo Bertolucci, basada en una novela de Bowles. No dudo que hayan ido también a Málaga a visitar el cementerio donde quedaron los restos de Jane Bowles, la esposa de este escritor que también estuvo en México en Taxco.

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Carvajal me hechizaba con sus aventuras, sus fotografías, las cosas que traía. Del Partenón me trajo una lápida con inscripciones, una piedrota que se guardó en la mochila. Por supuesto nunca me la entregó. Se quedó con ella.

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Publicó textos muy notables. Un cuento suyo causó sensación. Era el relato de un hombre que asciende a pie el Empire State. A medida que sube le va ganando el cansancio, se derrumba, toma fuerzas y ahí va, ahí va, ahí va, nada más para llegar a la cumbre. En el suplemento sábado se hizo asiduo con una sección que se llamaba “Aforismythos”. Lorenza había tenido una educación de “niña bien” de Guadalajara. La habían mandado a estudiar en Europa. Sabía hablar alemán y traducían juntos textos fundamentales, como las Elegías de Duino, de Rainer Maria Rilke. Frecuentemente Se publicaban textos traducidos por ellos.

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Sus últimos días vivió como investigador de la Biblioteca Nacional. Sólo venía a reuniones. Un día, de pronto me contó: “Me peleé con Lorenza. Estábamos en la cama y me dijo: ‘Lárgate de mi casa’”. Entonces él le dijo: “Lárgate tú porque estamos en la mía”. Después de eso Juan me decía: “Preséntame a alguna mujer inteligente con la que se pueda platicar, con la que yo pueda trabajar, comunicarme”. Todo el tiempo se la pasaba con mujeres intelectuales, viudas y divorciadas, pero ninguna le satisfacía.

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Finalmente encontró a una mujer de Oaxaca que se lo llevó a vivir allá. Un día venían para acá y al subir al avión lo tuvieron que llevar al hospital. Su hijo, que es un clon de Juan, me contó ya que lo habían dado de alta. Fue por él. Tenían la maleta lista. Cuando se levantó para salir, Juan le dijo: “Ay. Me siento mal”. Y murió. Me sorprendió la noticia. En la funeraria pregunté por Lorenza y me dijeron: “¿Cómo crees que va a venir, si también está internada en un hospital?” Murió poco después de Juan.

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En la literatura mexicana no se le ha dado el lugar que merece por sus traducciones, su propia obra y su conversación. Todo poeta parece estar de vacaciones permanentes. ¿Quién los alimenta? Siempre hay gente que los protege y los alberga desde tiempos inmemoriales. ¡Cuánto extraño sus largas conversaciones por teléfono!

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FOTO: Como viajero, Juan Carvajal visitó frecuentemente la Península del Peloponeso, Sicilia, Egipto y otras regiones del norte de África. En Tánger, Marruecos, fue recibido por el escritor norteamericano Paul Bowles, autor de la novela El cielo protector./ Lorenza Fernández. Tomada del libro Memorias del sábado perdido, suplemento de unomásuno (1977-2002), Editorial Ariadna, p. 201, 2006.

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