La Olimpiada de Riefenstahl, o el “fascinante fascismo”
POR MAURICIO GONZÁLEZ LARA
@mauroforever
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El 8 de septiembre se celebra el aniversario de la muerte de Leni Riefenstahl (1902-2003), cineasta emblemática de la estética del Nacionalsocialismo. Riefenstahl se rehúsa a desaparecer. Su influencia está presente en todas partes: sea a manera de citas específicas (las marchas militares de las más recientes entregas de Star Wars y Juegos del hambre), como metaficción e hiperrealidad (Bastardos sin gloria, de Tarantino) o, de forma un tanto insólita, en numerosos artefactos pop que probablemente ignoran la autoría de la referencia a la que aluden.
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La efeméride abre la oportunidad de replantear una pregunta que recurrentemente se presenta como un punto de debate polémico y divisivo: ¿cómo acercarse a las contribuciones del trabajo de Riefenstahl sin enajenarse frente a su belleza o perder de vista los lados más oscuros del discurso que las anima? La sincronía relativa con los Juegos Olímpicos de Brasil complica las cosas: resulta prácticamente imposible que pasen más de unos cuantos segundos sin que veamos una toma que, en mayor o menor medida, nos recuerde las innovaciones de la realizadora favorita de Adolfo Hitler.
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La mejor manera de apreciar la influencia de Riefenstahl no es “desnazificándola” o pretender ingenuamente que estética e ideología son conceptos autónomos, tal y como ella intentó argumentar en las últimas décadas de su vida. Por el contrario: es a través de un recuento que permita apreciar los puntos nodales en que belleza y monstruosidad se unen en el legado artístico de la directora; sobre todo en Olympia, la pieza más ambiciosa de toda su obra.
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El culto al cuerpo
En Memorias (El Acantilado, 2001), Albert Speer, conceptualista clave de la estética nazi, describe la fascinación de Hitler con la cultura helénica. El Führer pensaba que la cultura griega había alcanzado la perfección en todo nivel imaginable. En especial, manifestaba admiración por las esculturas deportivas, recreadas al interior de la “fresca y saludable” arquitectura griega. Según Speer, pese a detestar el desgaste físico –así como el hecho de que “razas inferiores” pudieran destacarse en el atletismo, razón por la que su postura ante las Olimpiadas siempre fue un tanto recelosa– Hitler visualizó las posibilidades que ofrecía el deporte para diseminar los valores nazis.
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El culto hitleriano al cuerpo estaba influido por las ideas de Alfred Rosenberg, autor de El mito del siglo XX (1928), libro que, entre otras cosas (el antisemitismo militante, la oposición al modernismo y el Lebensraum o teoría del “espacio vital”), sostenía que la tribu que habitaba la región noroeste de Doria era de origen germánico, y por tanto su cultura no pertenecía al mediterráneo, sino a la esfera aria. Es por eso que cuando vio las cintas de aventura y montaña (conocidas genéricamente como Bergfilme) protagonizadas por una prometedora actriz llamada Leni Riefenstahl, el líder germano estalló en júbilo: la joven emblematizaba el ideal corporal ario de la Alemania del Tercer Reich: atlética, vital, elocuente. En los años veinte, Riefenstahl, quien fuera bailarina antes de actriz, combinaba la belleza muscular con una pureza casi orgánica, en las antípodas del humo y vicio asociados con el arte de la República de Weimar.
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La imagen aria de Riefenstahl alcanzó su punto más alto en Das Blaue Licht (La luz azul, 1933). En la cinta, dirigida por ella misma, Leni interpretaba a Yunta, una joven salvaje que, en las noches de luna llena, salía en busca de la luz azul, ideal de felicidad y plenitud. Incapaces de comprender su sueño, la comunidad considera a Yunta como una bruja y la hace pagar por su sueño. No obstante, su afán por alcanzar la perfección permanecía como inspiración para aquellos corazones jóvenes y abiertos deseosos de escapar de la mediocridad cotidiana. La anécdota de la película fue asumida por Riefenstahl como una alegoría de vida. Así lo manifestó en una entrevista con Cahiers du Cinema, en 1965:
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“Sencillamente puedo decir que me siento espontáneamente atraída por todo lo que es bello. Sí: belleza, armonía. Y quizá este cuidado en la composición, esta aspiración a la forma sea, en efecto, algo muy alemán… Todo lo que es puramente realista, un pedazo de vida, que es mediocre, cotidiano, no me interesa. Estoy fascinada por lo que es hermoso, fuerte, saludable, lo que está vivo. Busco la armonía. Cuando se produce armonía, soy feliz.”
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Das Blaue Licht le “robó el corazón” a Hitler, quien vio en Riefenstahl a la artista capaz de plasmar en celuloide el ideario del Nacionalsocialismo. Ella, plenamente consciente de las posibilidades que le brindaba trabajar para el Tercer Reich, aceptó filmar El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens). Estrenada en 1935, la cinta es un registro del desarrollo del congreso del Partido Nacionalsocialista celebrado en Núremberg, al que acudieron más de 700 mil militantes en 1934.
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El tema principal de El triunfo de la voluntad es el regreso de Alemania a la categoría de potencia mundial, con Hitler como un mesías que devolverá la gloria a la nación. Aquí, la estética fascista elogia dos estados aparentemente opuestos, la egomanía y la servidumbre. En Fascinante fascismo –ensayo disponible en la antología Bajo el signo de Saturno, (Random House, 2011 )–, Susan Sontag desmonta la relación que el líder establece con la gente. La dramaturgia fascista, apunta la intelectual neoyorquina fallecida en 2003, se centra en transacciones orgiásticas entre fuerzas poderosas y sus títeres uniformados. Su coreografía alterna entre un movimiento incesante y una postura congelada, estática, viril. Las masas toman forma y se vuelven diseño. A este diálogo entre el individuo y la masa es al que se refería David Bowie en una entrevista otorgada a Playboy en septiembre de 1976, donde calificó a Hitler como una de las primeras estrellas de rock. Hitler, desde luego, era algo más que un orador histriónico con un sentido notable de la puesta en escena. Como sugiere el cineasta Hans-Jürgen Syberberg, el Fhürer, que nunca visitó el frente y observaba la guerra cada noche en los noticiarios, se veía a sí mismo como una especie de cineasta, y Alemania era su película. Nadie entendió esto mejor que Riefenstahl.
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Olympia
El fascismo se alimenta de situaciones de control, comportamientos sumisos y esfuerzos extravagantes. De ahí que el despliegue coreográfico de cuerpos, así como el arte de la gimnasia individual, fueran tan populares durante el siglo XX, o incluso hoy en naciones como China y Corea del Norte. Resulta natural, por tanto, que la fascinación de Riefenstahl con la belleza y lo atlético fuera el centro de Olympia (también conocida como Olimpiada), documental que captura los Juegos Olímpicos de 1936 celebrados en la Alemania nazi.
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Supuestamente comisionada por el Comité Olímpico Internacional, aunque financiada subrepticiamente por el gobierno de Hitler, Olympia está dividida en dos partes: “Fest der Völker” (Festival de las naciones) y “Fest der Schönheit” (Festival de la belleza). Unas tras otras, las esculturales figuras deportivas buscan el éxtasis de la victoria, alentadas por miles de personas y bajo la mirada firme del benigno superespectador, Hitler, cuya presencia consagra el ritual. Sontag explica cómo Riefenstahl reinventa la utopía estética del nazismo, la anhelada perfección física:
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“En la época nazi, pintores y escultores a menudo mostraron el cuerpo desnudo, pero se les prohibió mostrar imperfecciones corporales. Sus desnudos parecen imágenes de las revistas de culturismo: modelos que son, a la vez, mojigatamente asexuales y (en un sentido técnico) pornográficos, pues tienen la perfección de la fantasía. La promoción de lo hermoso y lo saludable hecha por Riefenstahl, debe decirse, es mucho más sutil que eso. Y nunca es necia, como sucede en otras artes visuales nazis. Es capaz de apreciar toda una gama de tipos físicos –en cuestiones de belleza, no es racista (como lo demuestra la inclusión del triunfo de Jesse Owens)–, y en Olympia sí muestra cierto esfuerzo y tensión, con sus imperfecciones concomitantes, así como la pugna estilizada, aparentemente sin esfuerzo.”
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El inicio marca la pauta. La transición del mundo idílico griego al moderno –esculturas que cobran vida en soberbios cuerpos humanos– dibuja las posibilidades dramáticas. Todo es representación. El fuego olímpico viaja por Europa. La entrada al estadio es soberbia: banderas con esvásticas gigantescas y cientos de soldados reciben el fuego purificador bajo la mirada atenta del Führer, quien luce como el mandatario supremo del planeta durante la apertura por la que desfilan las naciones participantes.
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El estadio olímpico se transformó en un estudio de cine: treinta cámaras, decenas de rieles, fosas construidas ex profeso para documentar en contrapicada el movimiento de los saltos de altura, uso de numerosos lentes (algunos diseñados específicamente para los juegos, como un telefoto de 600 milímetros que le permitió captar el detalle con los rostros de los corredores en la pista) y hasta un globo aerostático para tomas aéreas. Sin la tecnología que permite la coordinación en tiempo real que hoy asociamos con los deportes “en vivo”, Riefenstahl planeó la película como una campaña militar. Nada se dejó a la imaginación. Muchas tomas se filmaron con anterioridad para ser insertadas una vez pasada la competencia, con lo que se logró el dramatismo in crescendo propio de una narrativa de ficción, y no de un documental.
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La disrupción abunda, aunque siempre determinada por la búsqueda constante de la belleza: en la eliminación de esgrima, el interés es mostrar una batalla expresionista de siluetas y sombras, y no a los atletas que las producen; en el maratón, la misión es crear un efecto de exaltación espiritual mediante la yuxtaposición musical de los rostros exhaustos con los campos de espigas, y no tanto registrar a los líderes de la competencia; en el canotaje, el foco es mostrar caras y cuerpos en tomas montadas dentro los mismos botes, y no documentar la carrera (la estética es discurso: en La Red Social (2010), el director David Fincher referencia con surrealismo este segmento para establecer la vida privilegiada de los gemelos Winklevoss, antagonistas de Zuckerberg); en el lanzamiento de disco, el fin no es visualizar la distancia alcanzada, sino capturar el movimiento corporal antes de librarse del objeto. Para las pruebas de clavados, Riefenstahl colocó tres cámaras: una en picada, otra lateral y una submarina que captaba la entrada de los atletas en el agua. Este segmento, de apenas cinco minutos de duración, es el más celebrado de Olympia: cada zambullida se muestra a una velocidad ligeramente más lenta, a veces en reversa, sin mayor preámbulo o introducción, lo que crea un efecto hipnótico imposible de resistir. Riefenstahl filmó 400,000 metros de película, que redujo a una obra de 226 minutos. Estrenada en el marco del cumpleaños 49 de Hitler (abril de 1938), Olympia fue reconocida mundialmente como una de las grandes cintas de la historia.
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La celebración duró poco: en septiembre de 1939, con el avance de Alemania sobre Polonia, iniciaría oficialmente la Segunda Guerra Mundial. Riefenstahl, desde luego, sobreviviría la caída del Tercer Reich e incluso buscaría rehabilitar su imagen con mediano éxito a fines de siglo. Ninguno de sus trabajos posteriores alcanzó la notoriedad de su época nazi. Murió a los 101 años de edad, no sin antes expresarle al director Paul Verhoeven (Basic Instict) que la actriz perfecta para interpretarla en un biopic era Sharon Stone. Un deseo que al parecer no se cumplirá.
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FOTO: Las técnicas fotográficas del “travelling” y la contrapicada, que tanto uso tiene en estos tiempos, fue una creación de Leni Riefenstahl./ESPECIAL
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