Adiós tocayo, adiós maestro, adiós Nacho Padilla
POR IGNACIO M. SÁNCHEZ PRADO
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Difícil describir la tristeza, la rabia y el azoro causados por la trágica muerte de Ignacio Padilla, “Nacho” para muchos de sus amigos y estudiantes. Tuve la fortuna de ser su alumno cuando llegó a la Universidad de las Américas-Puebla durante sus estudios de licenciatura, donde dejó una profunda marca intelectual y personal entre aquellos de nosotros que admiramos siempre la combinación entre su amplia erudición, su ilimitada generosidad y el carácter alegre y curioso con el que llevaba sus cursos y sus interacciones personales. En las casi dos décadas que llevo interactuando con escritores y académicos nunca he conocido otra persona como él cuyos éxitos y enciclopédico conocimiento eran acompañados por una de esas personalidades alegres y libres de mezquindad que son casi inexistentes en nuestro oficio. Esto era patente en su labor como profesor. Durante mis años en la UDLA, las clases que tomé con él fueron en distintas maneras una iluminación. Nacho tomó el desafío de enseñar uno de los cursos más potencialmente aburridos del temario, Literatura Española de 1700 al presente, y lo volvió fascinante. Su método fue revertir la cronología, para ahorrarnos comenzar con los horrores del neoclasicismo ibérico, y permitirnos entrar como lectores jóvenes a esa literatura a partir de dos autores que nos emocionaron sobremanera –Javier Marías y Antonio Muñoz Molina– y que serían sucedidos por discusiones apasionantes sobre libros como Cinco horas con Mario, Tiempo de silencio, La voz a ti debida y, por supuesto, los poemarios de García Lorca. Con esa energía llegamos por fin al Duque de Rivas y hasta Ignacio de Luzán sin perder la alegría de leer esos textos con él. Después tuvo la capacidad de rediseñar un curso llamado “Creación Literaria: Ensayo”, que tenía años languideciendo en el olvido, y lo convirtió en una aventura, gracias a su genial idea de inventar un ensayista ficticio y colectivo, cuyo estilo negociábamos cada uno de los miembros la clase. Fue, creo, el primer momento en que pensé con seriedad convertirme en crítico literario de tiempo completo, sobre todo porque ahí descubrí el primer libro de crítica que leí con voracidad, Los testamentos traicionados de Milan Kundera, uno de los libros asignados por Nacho para que supiéramos que el sentido del género no era crear un yo desmedido sino realmente jugar con el mundo desde la palabra. El talento que tenía Nacho para estimular la curiosidad intelectual y limitar el ego de un grupo bastante intenso de muchachos de 20 años –muchos de los cuáles, en parte gracias a él, terminamos dedicados profesionalmente a las letras– era realmente admirable. Pero de todas las clases que enseñó, quizá la que recuerdo con más afecto es su curso sobre Cervantes, donde leímos no sólo el Quijote, sino varios de los entremeses y novelas ejemplares, y varios hitos de la historia de la crítica cervantina. Escucharlo hablar del Quijote era alucinante –gracias a la profunda erudición que mostraría después en libros como El diablo y Cervantes o el que resultaría ser su último trabajo en vida, Cervantes & compañía. Mi vocación de crítico se cimentó al ver a un escritor como él conocer con tal profundidad la tradición crítica de Cervantes y además verlo inculcar en nosotros su respeto por una discusión de siglos. Para Nacho la crítica literaria tenía sentido si era una continuación del amor por los libros y la generosidad de la discusión, y no un espacio para la promoción de juicios llenos de ego y mezquindad. Recuerdo la pasión con la que hablaba de la biografía de Jean Canavaggio, sus desacuerdos con Nabokov y sus discusiones con las distintas ediciones críticas. La crítica de Cervantes, de la que él participaba, era un diálogo enorme sustentado por un texto inagotable cuya discusión y enseñanza era el imperativo moral de maestros y críticos de generaciones sucesivas.
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Le perdí la pista personal a Nacho por varios años al haberme ido de México aunque constantemente lo recordaba y sabía de él a través de amigos en común. Pese a esto, nunca dejé de seguir su obra literaria. Es realmente desafortunado que la tirria ridícula y fuera de toda proporción intelectual que sigue causando el Crack como movimiento en nuestras letras no permitió a muchos críticos y lectores apreciar en plenitud la escritura literaria que Nacho desarrollaba incansablemente. Pero sin duda era un escritor mayor y de gran talento estilístico y formal. Como lector lo conocí unos años antes que me diera clase, cuando decidí leer, atraído por el manifiesto Crack, todas las obras que en mis últimos años de preparatoria lanzó Nueva Imagen. La novela de Nacho en esa camada, Si volviesen sus majestades, era seductoramente inventiva y, además, me ayudó, joven lector que en ese entonces aspiraba a estudiar actuaría, a entender en su estilo el placer que proporcionaba la prosa de esos textos del Siglo de Oro que me parecían indescifrables en la escuela, como el Lazarillo de Tormes. Al llegar él a la UDLA, aprendí que una de sus vocaciones era el cuento y recuerdo el gusto que me causó oírlo leer en voz alta, en un pequeño evento, los cuentos de su colección Últimos trenes. Con la generosidad que lo caracterizaba, compartió conmigo el manuscrito de Amphitryon antes de que ganara el Premio Primavera y recuerdo que me asombraba ver en la novela ese sentido del misterio y la narración que sus estudiantes conocíamos de nuestras pláticas con él. Con los años, publicaría la que me parece una de las novelas de aventuras más importantes y significativas de la literatura mexicana, La gruta del Toscano, así como libros de cuentos y ensayos donde quedaba patente la serie de rasgos que caracterizaron a su obra: una curiosidad mayúscula por las minucias del mundo, una fascinación por la memoria del mundo construida desde la fantasía y la literatura, y un profundo respecto al lector fundado en una literatura cuyo foco principal siempre fue la historia contada y no el ego implícito del narrador. Conforme su obra completa se reedite y se vuelva a leer, creo que Nacho será reivindicado como un precursor esencial de la llamada “literatura de la imaginación”, abriendo campo junto a interlocutores como Alberto Chimal. Y sin duda, su pasión por el lenguaje preciso, por la palabra que puede paladearse en su materialidad, y su disgusto por juegos fáciles como la aliteración que acabo de escribir, no sólo ameritaron su entrada a una edad asombrosamente temprana a la Academia Mexicana de la Lengua, sino también será uno de sus legados como escritor. Pese a que quizá perdimos varias de sus obras clave con su deceso, nadie podrá regatear a Nacho su lugar como uno de los más finos prosistas de la lengua.
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Ha sido muy duro para mí perder a Nacho justo en el momento en que estaba reconectándome con él. Llevaba varios meses leyéndolo debido a un libro que escribo en el que su obra es discutida y tuve el privilegio de intercambiar con él una serie de correos electrónicos donde, con toda su generosidad, compartía conmigo las historias de todas las lecturas que lo llevaron a sus novelas, y corregía mis prejuicios de académico respecto a las motivaciones de su escritura. Tuve la oportunidad de verlo dos veces el mes pasado sin saber que serían las últimas. Primero lo vi en Bellas Artes, en su charla para la serie “Protagonistas de la Literatura Mexicana” donde constaté que su alegría, su generosidad y su inteligencia no permanecían intactas porque se habían acrecentado aún más con el tiempo. Mi última, breve, conversación con él fue en la presentación de Anatomía de un fantasma de María Paz Amaro Cavada el 3 de agosto, donde tuvimos un breve intercambio sobre la cuestión de la novela que decidimos aplazar para nuestro próximo encuentro, que tomaría lugar en octubre, en el Cervantino. En esa futura y ahora triste visita, en vez de poder dialogar con mi maestro sobre el tema cuya pasión me inculcó, sólo podré hacer un insuficiente homenaje a su enorme y complejo legado sobre el tema. La partida de Nacho nos deja a sus amigos, a sus estudiantes y a sus lectores un sentido de pérdida no sólo de la gran persona que era, sino de la obra y las ideas que todos hubiéramos querido compartir con él. Resulta un testimonio claro del cariño y admiración que suscitaba que en las redes sociales distintos autores de la literatura mexicana de todos los rincones, grupos y posiciones en polémicas han expresado tristeza por su pérdida y afectos por su persona. En un medio donde es increíblemente difícil no acabar en una pelea a cada rato, y donde nos olvidamos a cada rato de la escritura por la politiquería cultural, Nacho era un ejemplo de integridad, generosidad, compromiso con la literatura y alegría del que todos podríamos aprender mucho. En Bellas Artes, hablando de su obra cuentística, Nacho expresó que no le iba a alcanzar la vida para contar todas las historia que hubiera querido, y que se resignaba a contar tantas como pudiera. Es realmente triste que dichas palabras resultaron ser proféticas del absurdo accidente que hizo que el evento fuera la recapitulación final de su obra. En su última, hipnótica, lectura, de un cuento tremendamente inventivo de su libro Las fauces del abismo, quedaba muy claro que estábamos ante un escritor en la plenitud de su talento y de su fuerza intelectual.
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Resulta difícil, muy difícil, despedirse de una persona a la que le debe uno tanto, intelectual y personalmente, y hacerlo con el sentido de pérdida no sólo de su presencia, sino de las muchas lecciones, conversaciones e ideas que prometían el futuro inmediato y distante. No me queda sino recordar a Nacho prometiendo guardar y transmitir su memoria y sus lecciones ahora que ocupo ese lugar de maestro que él me enseñó a respetar y a amar. Adiós maestro, adiós tocayo, gracias Nacho por todas esas deudas que tenemos y espero que aquellos que tuvimos el lujo y el privilegio de conocerte y de leerte podamos siempre hacerle justicia a tu legado.
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FOTO: El 28 de septiembre de 2012 Ignacio Padilla ingresó a la Academia Mexicana de la Lengua, en el que ofreció un discurso en el que reconoció la lengua española como “orgullosamente igualada con el humor y una lengua manchada y viva”. / Cortesía: CNL-INBA. Ítalo Fabricio
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