La arquitectura barroca en “Neptuno alegórico”

Sep 17 • destacamos, principales, Reflexiones • 12393 Views • No hay comentarios en La arquitectura barroca en “Neptuno alegórico”

POR TEODORO GONZÁLEZ DE LEÓN

Fue con la amistad de Octavio Paz que se me reveló, más bien me contagié, de la seducción que provoca ese ser indescifrable y enigmático que es sor Juana. Empezó hace muchos años, en las conferencias que impartió Octavio en El Colegio Nacional dedicadas a ella, a mediados de los años setenta del siglo pasado. Esa revelación se acentuó con la lectura de su libro Sor Juana Inés de la Cruz o las Trampas de la Fe, que preparó durante un largo periodo y terminó en 1982.

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No soy historiador, no soy crítico –menos de letras–, me cuesta mucho escribir, pero tengo que hablar de sor Juana y preguntarme con ustedes qué pensaba de la arquitectura, qué pensaba del dibujo, de la pintura y de la música. Podemos encontrar muchas alusiones a esos temas en sus escritos, pero, además, es la autora de un largo texto y poema que estaba pensado para convertirse en obra arquitectónica y pictórica: me refiero, como ustedes saben, al Neptuno alegórico, una obra efímera: el arco para celebrar la entrada a la Ciudad de México del nuevo virrey, el conde de Paredes y marqués de la Laguna, en noviembre de 1680.

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En el virreinato, fue una costumbre recibir a los nuevos gobernantes civiles y religiosos con arcos construidos a base de estructuras ligeras de madera, forradas de tela enyesada y arquitecturas pintadas. Se encomendaba a un escritor, a un humanista, la concepción, la idea, el tema y el desarrollo del elogio; y a un pintor, la realización de las imágenes temáticas y arquitectónicas. Manuel Toussaint cree que el arco de mayor importancia artística y literaria fue el que recibió al virrey García Guerra en 1611 (cuarenta y un años antes del nacimiento de sor Juana). Fue idea, concepción, de Mateo Alemán y lo pintó Luis Juárez; para mí, el más fuerte pintor de su tiempo.

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Para recibir al nuevo virrey, el marqués de la Laguna, el cabildo mandó construir dos arcos: uno en Santo Domingo, que se encomendó a Carlos de Sigüenza y Góngora, y otro en la catedral, que le tocó a sor Juana. Octavio Paz anota que “…la comisión les daba, aparte de honra y provecho, una posibilidad de acercarse al nuevo virrey y buscar su favor”; y sigue: “…escritores sin estatuto definido, ambos lo necesitaban: ella era una monja letrada sin padre conocido; él un profesor de matemáticas y astrología reputado por su impuntualidad y por su carácter quisquilloso. Aunque hoy son las personalidades más salientes de su siglo, para sus contemporáneos eran figuras dudosas: sor Juana a causa de su origen y Sigüenza por haber sido expulsado de la orden de los Jesuitas”; y Paz añade entre paréntesis: “(La razón: sus escapadas nocturnas cuando era estudiante en el Colegio del Espíritu Santo en Puebla)”.

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El Neptuno alegórico es pues, un trabajo de encargo, de adulación cortesana; un largo relato salpicado de citas latinas. No es un texto fácil, pero tampoco es lo que Manuel Toussaint pensaba: “una prosa barroca que nadie entiende, ya que esto no es necesario entenderlo sino sentirlo y disfrutarlo como un retablo o una portada de iglesia”. Se trata al contrario, de una guía –tal vez demasiado erudita–, una representación visual y espacial que describe el contenido del elogio al virrey en los tableros de la arquitectura ficticia del arco. Varios autores coinciden en que la semejanza verbal entre el marqués de la Laguna y el haber sido la Ciudad de México fundada en una laguna, es sin duda de donde brotó la alegoría acuática de sor Juana y desencadenó la compleja trama del arco del Neptuno alegórico. Octavio Paz la sintetiza así: “…fue efectivamente un jeroglífico. Más exactamente: un emblema, un enigma. Adivinanza compuesta por tres términos […] de figuras dobles: Neptuno y el Virrey; Anfitrite y la virreina; Isis y escondida la madre Juana Inés.

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El arco tenía una sola fachada, se levantó frente a la puerta occidental de la catedral. Medía 30 varas de altura y 16 de ancho (25.5 y 13.5 m respectivamente), una altura respetable. Parece ser que era un telón plano, sin relieves, con el hueco de la entrada. Tenía pintada una arquitectura de tres cuerpos –corintio, compuesto y dórico–, rematados con un frontón roto, con dos puntas, típicamente barroco, y el escudo de armas del virrey en medio. La pintura simulaba piedra de jaspe y bronce. Los tableros que enmarcaba la arquitectura tenían las leyendas y las imágenes en blanco y negro escogidas por la autora (copiadas seguramente de grabados). No voy a entrar obviamente, en los complejísimos detalles de esta adulación mitológica. Nuevamente, fue Paz el que descifró con más precisión las fuentes que utilizó la religiosa, apoyándose en los libros que claramente aparecen en el retrato que le hizo Juan de Miranda. Octavio menciona a los mitólogos Vicenzo Cartari, Baltasar de Vitoria, Prieto Valeriano y destaca las obras del jesuita alemán Athanasius Kircher; cito a Paz: “El Neptuno alegórico es una obra de inspiración kircheriana […] en la que confluyen tres corrientes opuestas: el catolicismo sincretista jesuítico del siglo XVII, el hermetismo neoplatónico ‘egipcio’ heredado del renacimiento y las nuevas concepciones y descubrimientos astronómicos y físicos”. Sigüenza y Góngora, igual que sor Juana, era un apasionado de Kircher. (Octavio me enseñó en su biblioteca dos ejemplares de Kircher con planchas grabadas, soberbias y siempre misteriosas).

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El arco se levantó y pintó en un sólo mes. El virrey y su mujer pasaron por el arco el 8 de noviembre de 1680. Por supuesto, sor Juana no estuvo presente, pero si preparó la Versión Sucinta de su relato en verso, para que se recitara en la ceremonia y explicara el complicado elogio. Es muy clara y, en forma retórica, hace dos peticiones: que la Ciudad de México espera de la mano del virrey que la preserve de inundaciones (hubo varias en el siglo XVII, aparte de la catastrófica de 1629 que duró cinco años) y, la segunda, que la catedral anhela que la concluya en su edificio. Ignoramos si esas peticiones fueron ocurrencias de sor Juana o le fueron sugeridas. El cabildo le pagó doscientos pesos —suma importante en ese tiempo— por el Neptuno alegórico, que ella agradece así: “…pues por un Arco tan pobre me dais un arca tan rica”.

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No sabemos quién o quienes pintaron el arco, sor Juana no lo menciona pero si hace un elogio “curioso” de las pinturas que le da pie para, sin falsa modestia, elogiar también las inscripciones de que ella misma es autora; dice: “…si las líneas, figuras y colores del arco atraían los ojos vulgares, las inscripciones se llevaban la atención de los entendidos”. ¿Qué revela esto? ¿Qué no le gustaron? No lo sabemos; sí sabemos que ella nunca las vio, suponemos que alguien se las describió. Puede ser que al imaginar su relato, paralelamente visualizó su realización pictórica y espacial, que no coincidió con lo que le contaron. No sobra decir que en el arte plástico, incluyendo la arquitectura, se pueden describir las formas, las líneas, colores y texturas, las dimensiones; pero es una descripción que admite muchas interpretaciones de proporción y de relaciones entre formas. Además el lenguaje es incapaz de describir cuando las formas se entrelazan y suscitan la exclamación en el observador; toda experiencia, toda reflexión sobre el arte terminan en una interjección, decía el radical de Wittgenstein.

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Aquí una confesión: yo intenté reconstruir el arco de sor Juana, basándome en su Descripción Sucinta. Fue una aventura que no se completó; era para conmemorar los trescientos años de su muerte, en 1995. Empecé a imaginar y salió una imagen mental que me sedujo: el telón plano pintado con volúmenes sombreados creando una gran trompe l’oeil, una trampa al ojo, no iba mal, pero no hubo acuerdo, querían reconstruir el arco en piedra; me pareció absurdo y lo abandoné.

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El verdadero favor que sor Juana recibió por el arco del Neptuno alegórico fue la amistad de Maria Luisa de Gonzaga, mujer del virrey. Cuando llegó tenía 31 años, tres años mayor que Juana Inés. Dos mujeres jóvenes bellas; una virgen, la otra casada con un hijo. Trabaron una amistad profunda, una mutua seducción, que ha dado pie a muchas historias. Fueron un poco más de ocho años de alegría y seguridad para la monja. Sospecho que fue la condesa que alentó a sor Juana para dejarse retratar. ¿Qué pensaba sor Juana de la pintura? Una y otra vez se refiere en sus poemas a la pintura, sobre todo al retrato; era una afición conocida que fue borrada de la historia del convento. Nuevamente Octavio Paz nos introduce en un enigma inquietante: podría ser la autora, la pintora de la miniatura en un anillo con el retrato de María Luisa. Lo revela este verso donde le pide a Lysi (María Luisa) que “no muestre el error del pincel tan poco sabio”.

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Muchos pensamos, como Paz, que el retrato de Juan de Miranda es el más fiel de la imagen de sor Juana, junto con el de Miguel Cabrera –más diestro– pintado en 1750 y basado en el de Miranda. Pero el de Miranda, que se guarda en la Rectoría de la UNAM, presenta varios enigmas: no tiene fecha y, por otro lado, existen registros del convento que lo pintó en 1713, dieciocho años después de la muerte de la religiosa; ¿lo copió de otro anterior? ¿existían dos retratos? El enigma se complica –o se aclara– con otro retrato, anónimo y sin fecha, que se exhibe en el Museo de Arte de Filadelfia; tiene una leyenda parecida a la de los retratos de Miranda y de Cabrera, en la que se añade que fue copia fiel de otro realizado por ella misma. ¿Esta cita y la miniatura del anillo nos confirman que sor Juana era pintora?…

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Lo que sí sabemos es que Juana Inés de la Cruz era un ser superdotado: lectora voraz que quiso agotar la cultura que su claustro le permitía; letrada y sabia escritora; poeta enorme, experta en teoría musical, canto y danza; dramaturga y directora de teatro; experta culinaria, administradora y contadora eficaz del claustro y sus propiedades. Lo más natural es que también fuera pintora, como Blake, como Víctor Hugo, como Quevedo, como García Lorca.

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FOTO: Teodoro González de León compartió con Octavio Paz su curiosidad por otras expresiones creativas, como la escultura, la pintura, la música y la obra poética de sor Juana. En la imagen, el arquitecto en su estudio en una entrevista con EL UNIVERSAL en enero de 2016. / Iván Stephens. EL UNIVERSAL

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