Noriega Hope: un habitante del mundo de las sombras
POR JAVIER GARCÍA-GALIANO
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Entre aquellos que frecuentaban el café Tupinamba, en la calle Bolívar, en el centro del entonces Distrito Federal, convertido, como el café Campoamor, en una sucursal de un banco español, se hallaban comerciantes, vendedores, familias, ociosos, aspirantes a toreros, banderilleros, apoderados taurinos, vividores obsequiosos que buscaban obtener cualquier beneficio de los toreros incipientes, periodistas, escritores, guionistas, directores de teatro, directores de cine, el que luego sería presidentes de la República, Adolfo López Mateos. Se decía que allí había muy buen café y muy mala leche. Fue en ese lugar donde un desconocido le propuso a Juan Bustillo Oro dirigir una película: Dos monjes.
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Era 1934. Una noche, en el cine Principal, un salón improvisado, de un solo piso, que se encontraba en el solar en el que se había incendiado el viejo teatro del mismo nombre, donde se veían los rushes de película filmados durante el día, apareció de improviso Carlos Noriega Hope, que pidió permiso para ver algo del film del que le habían hablado elogiosamente y al que, según lo confesó, le tenía un cariño adelantado.
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“Tuve que acceder”, refiere Juan Bustillo Oro en Vida cinematográfica, “no de muy buen grado. Noriega Hope y yo no éramos muy amigos. La diferencia de edades –me llevaba ocho años– y la sequedad con que Noriega Hope trataba a quienes no eran de su intimidad nos mantenía a cierta distancia. Yo admiraba su corta obra literaria –cuento, novela, teatro– y el fervor de su trato al cine. Era el cronista cinematográfico más importante –en el Ilustrado, que dirigía, y en El Universal–, y no pude remediar mi desconfianza al permitirle juzgar una obra vista a fragmentos y en desorden. Sin embargo, se había ganado mi reconocimiento cuando publicó en 1925 mis cuentos llamados La penumbra inquieta, sin conocerme. Formaron parte de la generosa empresa que Noriega Hope se impuso en La novela semanal del Ilustrado, de lanzar cada semana a un nuevo autor mexicano. Lo sabía yo curado de todo espíritu de rivalidad y de amargura, como lo demostró en esa publicación, y deseché mis temores.”
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Noriega Hope quedó fascinado con lo que vio del film que procedía del expresionismo alemán y comprendió que iba a ser “una película difícil de entender. Es necesario preparar al público. Voy a abrir una gran campaña de publicidad para eso”. El domingo siguiente El Universal le dedicó una plana a Dos monjes.
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Bustillo Oro recordaba asimismo que se detuvo con exultación para editar la última secuencia, su favorita. Al terminar, le pidió a su asistente, Mario González, “que corriera al teléfono para enterar a Noriega Hope de la exhibición aquella misma noche. Mario regresó con una cara así de larga.
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“–¿Qué le pasa? –le pregunté extrañado.
“–Verá usted… Don Carlos Noriega Hope no podrá asistir.
“–Pero… ¿por qué?
“–Porque murió no hace una hora.
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Francisco Zamora se hacía llamar “Jerónimo Coignard” y fue quien escribió el prólogo de El mundo de las sombras de Noriega Hope, que firmaba como “Silvestre Bonnard” y el cual lo consideraba su mejor amigo, por lo que le dedicó ese libro. Zamora escribió que Noriega Hope era “un joven cuyo aspecto –con perdón sea dicho– no tiene mucho de particular. Lo que más sobresale en su fisonomía son los anteojos, y lo que menos sobresale es el bigote. Carlos Noriega Hope usa unos lentes circulares, con arillo de carey, amplios cual si fuesen hechos para fuertes visiones; grandes como redondeles cristalinos en cuya extensión discurrieran las siluetas de los pecados capitales, solemnes, majestuosos, misteriosos y poderosos. Del bigote, prefiero no hablar”.
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Sin prescindir de la perplejidad del espectador, en sus crónicas cinematográficas, Noriega Hope recreaba ese mundo ilusorio que conformaban los studios, las estrellas de cine, la escenografía que reproducía una calle de Londres, una cabaña en Alaska, un puerto en Oriente, la Isla del Tesoro de Stevenson, el Punjab, una calle de Los Angeles en la que el extra que representa a un cantinero había sido cantinero antes de convertirse en extra, y el extra que hace las veces de vendedor de ropa vieja en un tendajón, había sido vendedor de ropa vieja en un tendajón. Con una ironía lúdica descubre los secretos que se ocultan en la filmación de una película: la manera en la que se consumaba una pelea entre William S. Hart y John Santchi, los artificios a los que se recurría para rodar un recorrido en auto y un accidente automovilístico, el ensayo en el que Douglas Fairbanks lo convirtió en un asesino. Noriega Hope revela esos trucos cinematográficos sin desencanto, como mostrando prodigios ocultos del cine.
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Con el mismo humor festivo y sin desasosiego refiere la imposibilidad de conseguir una entrevista con Charles Chaplin y su sorpresa al recibir en su hotel una carta del director de publicidad, Edward Bibby, en la que se permitía manifestarle que Mr. Chaplin tendría el gusto de estrechar su mano la tarde del día siguiente. “Escribir una cuartilla acerca de la impresión producida en mi espíritu por el simple contacto de los dedos chaplinianos”, confesó en una de las crónicas que conforman El mundo de las sombras, “sería un poco difícil. Baste decir que, cuando arribé el día siguiente al studio, fui introducido desde luego al set donde trabajaba Chaplin; que lo vi, lo olí y lo admiré con los cinco sentidos, porque esa visión rápida sería la única en mi vida, y que después de un shake-hands, serio y británico, me pusieron de patitas en la calle”.
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Sin un mínimo rencor, Noriega Hope sostenía que muy poco después se encontró con el mejor émulo de Chaplin afuera del studio de Douglas Fairbanks, el cual salía consuetudinariamente con sus actores para admirar a “Jimmy”, que “mostraba sus dientecillos acerados, esbozaba una sonrisa y elevando su cuerpecito sobre las piernas, iba trazando zig zags. Por último, suspendía sus pasos y la pierna derecha al aire, daba tres o cuatro brincos”. Se trataba de un mono que giraba asimismo en todas direcciones y tendía su pequeño sombrero a los concurrentes. Su amo era un irlandés que lo manejaba imperceptiblemente por medio de una soga.
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Ese mundo ilusorio parecía irumpir en eso que llaman “realidad” no sólo cuando Mabel Normand conducía su auto a cincuenta millas por hora porque no había policía de tránsito, en el edificio Ansonia, donde se encontraba Max Linder de incógnito, en el hotel Alexandria, cuando Mildred Harris manejaba por Los Angeles su “automóvil maravilloso. Detrás venía un modesto Overland, un poco despintado, y casi recuerdo que mostraba junto a la portezuela derecha una enorme abolladura. Sin embargo, toda la gente veía ese humilde automóvil”; era el de Chaplin. Las mujeres que caminaban imperturbablemente también parecían proceder del cinematógrafo. Sin embargo, sin patetismo, advierte que el uso de lentes oscuros resultaba una consecuencia de la fabricación de sueños. “Los actores cinematográficos están expuestos más que ningún mortal en los tiempos presentes, a perder la vista. En las calles de Los Angeles se ven a menudo transeúntes con densos anteojos negros y solamente esta circunstancia basta para no equivocarse acerca de la profesión. A veces, para el extraño, causa lástima ver una hermosa carita sonrosada con dos enormes anteojos que diluyen toda la gracia de su rostro. Pero es que las luces de mercurio son de una potencia terrible. Yo no he podido nunca mirar estos reflectores y en cambio los artistas, cuando trabajan frente a la cámara deben volver el rostro a las enormes hogueras que los rodean, sin demostrar, naturalmente, la menor muestra de dolor físico. Pero cuando la escena termina y el electricista en jefe, por medio de un silbido, ordena que las luces se apaguen, entonces hay muecas de sufrimientos y pasan largos minutos antes que los actores recuperen la vista”.
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Aunque sostenía que “en el cinematógrafo todo es publicidad”, Noriega Hope entendía que podía ser asimismo un negocio o un arte que finalmente parecía transformarse en un arte industrial, como lo comprendían Julio Lamadrid, José Manuel Ramos y Carlos E. González, hacedores del film Tepeyac, y, como muchos espectadores inquietos, no se resistió a la tentación de convertirse en uno de esos personajes que hacen películas. No se limitó a escribir crónicas cinematográficas, sino que se decidió a escribir y dirigir películas”.
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“La redacción de El Universal Ilustrado”, escribió en la rigurosa y placentera Crónica del cine mudo mexicano el admirable pintor Gabriel Ramírez, “debió de ser por aquellos días un centro ardiente de controversias cinematográficas. Allí se encontraban con frecuencia Carlos Noriega Hope (1896-1934) y Marco Aurelio Galindo que desarrollaban desde las páginas de la revista una extraordinaria actividad como comentaristas severos e intransigentes, perpetuamente disgustados, sobre todo en lo que se refería a las muestras nacionales. De ninguno de los dos se podía dudar de su pasión enfermiza por el cine, por lo que no asombró a nadie verlos un buen día en los complicados mecanismos de la realización de una película”.
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Gabriel Ramírez refiere asimismo que “como para pretender que no se trataba más que de un pasatiempo, invitó a relajientos colegas y neófitos de la actuación para participar en la película”. Entre ellos se hallaba Cube Bonifant, que escribía crónicas en El Universal y que, como otro de los participantes, Guillermo Castillo, consideraba que el cine era una farsa ridícula “porque ni siquiera es espontánea”. Le molestaba la ardua tarea del maquillaje, malhumorada e impaciente, se le dificultaba cumplir las órdenes de Noriega Hope. “Vamos a hacer una escena”, confesaba. “Yo tengo que reír mucho. ¿Cómo puedo hacer esto? Sigo riendo, tanto como lo desea el director. Mi persona interior debe estar asombrada”.
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Entre aquellos que Noriega Hope había conocido en Hollywood se encontraba el cinefotógrafo William J. Beckway, operador de Man’s Desire de Lloy Ingraham y Old Lady 31 de John Ince. A él se acogió como un protector y como para demostrar con su colaboración que se trataba de un film profesional, aunque, según Gabriel Ramírez, “en México sus intereses resultaron ser más etílicos que cinematográficos”.
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El primer claquetazo de Los chicos de la prensa ocurrió en mayo de 1921 en los Estudios Camus del hasta hace poco Distrito Federal y prosiguió en locaciones de Guadalajara y Chapala. “Eran las diez de la noche cuando el primer escenario estaba listo”, recordaba Noriega Hope. “Solamente Vera de Córdova huía, de cuando en cuando, fuera de las luces, sin que nos fuera posible tenerlo quieto un momento. Regresaba un poco más despintado y con una sonrisa más amplia en su boca roja y negra. Principié, entonces, a ejercer mi autoridad cinematográfica: ‘¡Vera de Córdova, no salga más del set’ Y el espantable amigo decíame entonces: ‘Mi querido director… me estoy llenando de pep’ (Descubrí, posteriormente, que el pep en buen romance era una botella escondida bajo una luz de mercurio). ‘¡Listos!’ Y megáfono en mano (¿quién descubriría, Dios mío, esas horribles bocinas?) lancé una mirada sobre el escenario, como un general que observa sus huestes antes de dar la orden de ataque. Y esa mirada me llenó de desconsuelo. Castillo dibujaba en un rincón, sin preocuparse de la trascendencia del momento. Carrillo de Albornoz, pintado de blanco con ojeras azules, charlaba sonriendo con Amparito Rubio, precisamente cuando su papel exigía una seriedad tremenda. Volvía la vista desconsolado hasta la cámara y solamente percibí a Beckway mordiendo su puro y esperando en silencio las órdenes. (Confieso a ustedes que, por un momento, sentí el miedo en forma de dolor estomacal, estrujándome implacable), ‘¡Señores!… ¡Favor un momento!… ¡Luces…! ¡Atención…! Y después de varias tentativas todo estuvo listo y Mr. Beckway pudo dar vueltas a su cámara. Mientras Lauro de Prida entraba al set la escena se iba grabando acompañada del ruido sordo de la manivela, tuve intenciones de arrojar el megáfono, correr al set y suspenderlo todo… Me contuve. La escena terminó y volví la vista lleno de ansiedad y de miedo hacia Beckway que había terminado precisamente de dar vueltas a la cámara. Sus ojos azules se clavaron en mis ojos, mientras sus labios se movieron imperceptiblemente. ‘No good…’ Solamente dijo eso. Volvió a masticar su puro, se recargó en la cámara y esperó, esperó…”
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En Los chicos de la prensa, que también se llamó Cuento de otoño como el relato de Xavier Frías Beltrán del que procedía y terminó por estrenarse con el nombre de La gran noticia, Noriega Hope entrecruzó dos de sus fascinaciones: el periodismo y la cinematografía. Su trama, según Moisés Viñas, narraba la historia del reportero Lauro Prida, “recompensado por el director de su periódico con un mes de vacaciones por su oportuna noticia sobre un contrabando ferrocarrilero, pero debe investigar los crímenes de una banda. Sabiendo su llegada a Chapala unos novios deciden jugarle una broma y alquilan una casa al ranchero Pintado para representar la farsa de que son los asesinos que busca el periodista, pero el indio Pintado es el verdadero asesino que, después de una borrachera, golpea al novio para abusar de la muchacha. Otros llegan cuando el Pintado escapa pero, perseguido y herido, confiesa sus crímenes antes de morir y revela el escondite de su botín. Lauro regresa a la ciudad pero en lugar de la noticia del criminal descubierto lleva al periódico la de su matrimonio con una francesa que conoció en Chapala”.
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Blas Hernán escribió en Revista de Revistas que “La gran noticia es mala porque su asunto es trivial, sumamente ingenuo en la forma en que se nos presentó”. Pocos días antes, en el número 296 de El Universal Ilustrado, Carlos Noriega Hope había confesado que “con todo el dolor de mi oficio abandono sobre esta máquina de escribir al periodista, para echar mano del director cinematográfico. Uno y otro usan lentes (…) pero caramba! estoy absolutamente seguro que el primero (…) es más inteligente y más feliz que el segundo. Porque el segundo es un director cinematográfico que no tiene conocimientos para ser director, no obstante que habla a través de una bocina pintada de las que usan los gritones de circo, provista de un nombre científico y tonto: ¡megáfono!”
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Su curiosidad, su disposición para el asombro, su agudeza, su propensión por propagar las novedades que lo admiraban y criticar las que le parecían desafortunadas, su inquietud lúdica lo condujeron de manera natural al periodismo. Creía que “la labor diaria, abrumadora y vertiginosa del periodismo” deparaba un mérito: la sinceridad, por eso no corregía literariamente sus crónicas cuando las reunía en un libro, pues consideraba que, si lo hacía, esa sinceridad se perdería.
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No sin ironía, reconocía que “una página sobre cine debe ser trivial, tan trivial como el cine –opinan algunos– porque de otra manera nadie se tomará el trabajo de leerla”. Sin embargo, en sus crónicas, en su crítica, en sus noticias perdura algo de ciertas películas perdidas, del fugaz universo de los estudios de entonces, de estrellas que se creían eternas, de las trivialidades que también conforman el devenir cotidiano.
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Pero Noriega Hope no sólo acechaba noticias, escribía crónicas lúcidas y ejercía una crítica aguda, sino que fue un editor imaginativo y generoso. Desde marzo de 1920 y hasta el día de su muerte se encargó de la dirección de El Universal Ilustrado, cuyo director fundador había sido Carlos González Peña y que, según Humberto Musacchio, “tenía mucho de Magazine”, no prescindía de actualidades, moda, acontecimientos radiofónicos y cinematográficos, y en el que colaboraban Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Jaime Torres Bodet, Luis González Obregón, Rafael Heliodoro Valle, Cube Bonifant, Arqueles Vela.
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Entre las ideas que Noriega Hope introdujo en El Universal Ilustrado, una de las más afortunadas resulta “La Novela Semanal”. Francisco Monterde sostenía que “el cuento literario nació, y había vivido siempre, al amparo de publicaciones periódicas. Noriega Hope comprendió que El Universal Ilustrado –sin duda, la mejor revista de aquel instante, en México– podía ser la animadora que suscitara la aparición de nuevos cuentistas”. Refería asimismo que el 2 de noviembre de 1922, día consagrado a los Fieles Difuntos, apareció el primer número de “La novela semanal de El Universal Ilustrado” con la advertencia: “Se publica cada jueves como Suplemento de este Semanario”. Contenía La comedianta, “novela inédita, por G Martínez Nolasco; ilustraciones de Audiffred”, con un pie: “Publicaciones Literarias de El Universal Ilustrado”. En la portada, impreso con tinta azul acero, el retrato del joven novelista Gustavo Martínez Nolasco.
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Patricia Villegas ha señalado que poco antes, “para estimular a los escritores mexicanos, en especial a los jóvenes, El Universal Ilustrado patrocinó un concurso para los creadores de prosa. Al final hubo que declararlo desierto y repartir el premio entre los cuatro finalistas”. Noriega Hope escribió que adivinaba que “algunos de los aún desconocidos eran escritores alérgicos a los certámenes literarios, recelosos del fallo de los jurados que procedían con precipitación o se mostraban parciales al conceder premios”, y al anunciar la publicación de la “novela semanal” reconocía: “Un verdadero esfuerzo significa para El Universal Ilustrado esta nueva sección. No se escapará a nuestros lectores que el hecho de conseguir cada semana una novela corta de autor mexicano representa, por nuestra parte, un esfuerzo sencillamente colosal, ya que en México muy pocos cultivan este género literario”.
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Un libro publicado en 1969 por el Instituto Nacional de Bellas Artes, con prólogo de Francisco Monterde, compiló 18 novelas de El Universal Ilustrado, en el que puede advertirse la variedad de escritores e invenciones que se editaron semanalmente, y del que puede inferirse la libertad que propiciaba el semanario y la ausencia de prejuicios de su editor, que no pretendía imponer sus predilecciones. En la presentación del número 7, La señorita Etcétera de Arqueles Vela, Noriega Hope escribió que se había propuesto “no cerrar la puerta del suplemento a todos los que no pensaran o sintieran como nosotros”.
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Entre las novelas que se editaron en El Universal Ilustrado se hallan La llama fría de Gilberto Owen, El vagabundo de Gregorio López y Fuentes, Dantón de Francisco Monterde, Pepe Vargas al teléfono y El centro de gravedad de Antonio Helú, La mujer venganza y Premonición de Mimí Derba, Nuestro pobre amigo (Novela mexicana) de Daniel Cosío Villegas, La resurrección de los ídolos de José Juan Tablada. No dejó tampoco de volver a imprimir las cuartillas de Los irredentos, escritas hacía trece años por el ingeniero Félix F. Palavicini, por lo que no eran “la obra del político o del periodista, sino el resultado de una serie de observaciones de nuestro medio, tamizadas por un temperamento vibrante, inquieto, que necesitaba mostrar a la juventud sus amargos problemas”, y Los de abajo, la novela que Mariano Azuela reescribió obsesivamente y que se había publicado por entregas en el periódico El Paso del Norte en 1915. En “La Novela Semanal” también se editaron La grande ilusión y “Che” Ferrati, inventor. La novela de los studios cinematográficos de Carlos Noriega Hope.
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Su literatura está inexorablemente marcada por el periodismo y el cinematógrafo. Los cuentos de sus libros La inútil curiosidad y El honor del ridículo, impresos en 1923 y 1924, abundan en personajes y tramas derivadas del cine. Como en sus crónicas, las historias de celuloide se confunden con la de aquellos que las hacen, los studios en las que se producen, sus espectadores y las salas en las que se proyectan. En esos juegos de ilusiones, con frecuencia perdidas, eso que llaman realidad parece asimismo una derivación fílmica. Las vidas de los espectadores se complican con las vidas de sombras, en las que incluso los extras más fugaces han obtenido derecho a la eternidad, el alma de las flappers es “una minúscula caja donde suele guardarse, en unión del rimmel y del rouge, el recuerdo de un buen muchacho, capaz de conseguir todos los días los boletos del cinema y de besar concienzudamente en los labios”, los diálogos amorosos proceden del cine, un inventor de prodigios fílmicos se asemeja a un personaje de película, un número en una de las colinas lejanas de Los Angeles, un enorme número 57, que ya había aparecido en El mundo de las sombras, importa un anuncio de salsas Heinz, “quizá el más ingenioso del mundo” y un viejo actor puede encontrarse consigo mismo y su caballo en un cine de barrio.
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También la narración lúdica, ágil y festiva, tiene algo de cinematográfica, no prescinde de palabras y giros ingleses, y recrea con agudeza irónica las calles, cafeterías, costumbres de Los Angeles y Nueva York, sin omitir la última noche anterior a la “ley seca”. Por eso, según refiere en “Las experiencias de Miss Patsy”, que Salvador Novo consideraba un cuento perfecto, un joven melenudo, lamentablemente vestido, que se presentó a la redacción del periódico preguntando por Arqueles Vela, le sentenció: “Usted, que es un periodista sin literatura y que escribe cuentos ‘gringos’, sabe lo que es la vida”.
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Como lo esbozó en La gran noticia, Noriega Hope sospechaba que también un periodista podía convertirse en un personaje cinematográfico. La búsqueda azarosa de una noticia, por ejemplo, podía incitar una aventura y esa aventura podía adquirir asimismo la forma del folletón, como en su relato “El tesoro de Cabeza de Vaca”. Sin embargo, el devenir cotidiano de una redacción de periódico también propiciaba historias sugerentes, en las que no pocos se consumen “poco a poco en la flama encantadora del periodismo”, en la búsqueda diaria de la nota, en la lucha con eso que suelen llamar “realidad” y sus tentaciones, en la soledad que puede experimentarse entre el movimiento incesante de reporteros y redactores, el sonido frenético de las máquinas de escribir y la rotativa, en el horror de estar inerte ante la página en blanco porque no se tiene nada que contar.
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Quizá su disposición al asombro, a admirarse, a celebrar los pequeños prodigios consuetudinarios lo convirtió en un narrador natural que refería con placer las minucias de Los Angeles, las leyendas de Jalisco, los devaneos de una flapper en México. Su propensión a contar historias y su curiosidad no sólo propiciaron que se volviera un cronista certero, sino que lo indujo a ser un editor generoso, que incitaba con fervor las obras de otros. Había nacido en Tacubaya. Tenía 38 años cuando murió aquella noche en la que Juan Bustillo Oro terminó de editar Dos monjes.
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FOTO: Retrato del periodista cultural Carlos Noriega Hope, quien entre 1920 y 1934 dirigió El Universal Ilustrado. /Archivo EL UNIVERSAL