Catherine Breillat y el autodesmantelamiento consentido
POR JORGE AYALA BLANCO
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En Una relación perversa (Abus de faiblesse, Francia-Bélgica-Alemania, 2013), provocador filme 13 de la autora total también soberbia novelista francesa de 65 años Catherine Breillat (Romance 99, La hermana virgen 01, Una vieja amante 07), luego de tratar de envenenar para siempre hasta un par de cuentos de hadas infantiles de Perrault (Barba Azul 09, La bella durmiente 10, ya de por sí psicoanalíticamente sobreinterpretados) y tras sufrir un percance físico muy semejante al de su protagonista alter ego, la acaudalada cineasta cincuentona Maud Shainberg (Isabelle Huppert) se palpa los brazos entecos, intenta incorporarse en su lecho solitario y se desploma aparatosamente, pues ha sufrido una hemorragia cerebral masiva que va a convertirla en show de reanimación hospitalaria para el coro de sus numerosos descendientes y asistentes y algún subalterno-amante de emergencia como el apuesto Ezzé (Christophe Sermet), y que va a inhabilitarla por 4 años y dejarla luchando a perpetuidad con su cuerpo muerto a medias, sus piernas frágiles y una mano chigoreta, pero con ánimo suficiente como para contactar, llamar a su depto-oficina e integrar a su intimidad vulnerada al repelente estafador orgulloso y sin remordimientos Vilko Piran (el rapero Kool Shen en verdad feroz), a quien ha descubierto en un sensacionalista TVreality, pero en quien cree ver al inlocalizable personaje central de su próxima película y con quien va a establecer una tensa y mutuamente destructora relación, fuera de todo esquema, conviviendo con él, con su guapa esposa recién parida Andy (Laurence Ursino) y con su hamponil chofer malaencarado Gino (Ronald Leclercq), participando en las colosales estafas del carismático individuo desalmado e incluso permitiendo que le estafe a ella misma sumas astronómicas en cheques difícilmente firmados o garrapateados, 220 o 70 mil de euros cada vez, hasta que no tenga ni para pagar sus víveres más inminentes, quede en abierta bancarrota, a merced de los acosos bancarios, y deba demandarlo penalmente, sin haber podido siquiera usarlo en su proyecto fílmico, ni obtenido del cínico malditazo multitolerado otro beneficio personal que escapar efímeramente a la soledad ineluctable, o acelerarse un autodesmantelamiento consentido ya más que expedito.
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El autodesmantelamiento consentido sabe sacarle el mayor partido cruel y autoirrisorio posible a los aullidos de rabia, el decomiso de una inutilizable pistola otrora signo de prepotencia fálica, la erradicación radical de todo sentimentalismo o complacencia nostálgica, la oclusión de los paisajes de Biarritz y las efusiones de Navidad, las convulsiones de un jamás anunciado ataque de epilepsia, la desmitificación de las ambiguas deudas morales y la tiranía bancaria (“Era lo mismo que llenar un carrito de supermercado”), y esa música del cello exasperado del compositor minimalista Didier Lockwood repentinamente sustituida por el ritmo acompasado de los instrumentos quirúrgicos u otros ruidos crispantes.
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El autodesmantelamiento consentido toca el límite de convertir y elevar a una heroína discapacitada en paradigma, no sólo de la víctima perfecta de un “abuso de debilidad” proclamado desde el título original, un abuso punible, tipificado por la legislación gala y acaso ya vivido en carne viva por la propia realizadora, sino también en antiparadigma de un abuso de inocencia al revés, más allá del mundo confesional, palpitante y oculta a la vez, un abuso de esa perversión femenina, radicalmente desconocida por fantasías virilistas como la Ninfomanía de Von Trier (13) y sólo reconocible por las más lúcidas mujeres creadoras, que significa una suerte de voluntaria relación de sadomasoquismo tan azarosa e intempestiva como buscada, de raíces sin duda fincadas en las especulaciones erofilosóficas de Barbey d’Aurevilly o Nietzsche o Gide y dignas de ser glosadas estructuralmente al estilo heterodoxo de Foucault o Blanchot, en donde el sometimiento ha sido llevado a una reiteración exasperada y exasperante, cual depravado producto esencial de las relaciones de poder y de dominio calculador e inafectivo, al interior de una pareja que ni siquiera se asume como tal, entre la semilisiada dominante y el despiadado semibruto dominado, intercambiando esclavitudes mentales por físicas o viceversa (hay que disfrutar con cada apremiante acto de cargar a la hemipléjica mujer-bulto y cada arrastre para ponerle las botas, hay que gozar cada chantaje súbito so pretexto de alguna súbita deuda urgente, hay que comprender la felicidad momentánea de la madura al recibir la promesa y el júbilo de un calor bestial), invirtiendo sus términos a todo lo largo de la ficción, posfassbinderiana por sus líneas de fuerza insuperables, sin jamás conseguir arribar a ningún equilibrio ni situación estable en el centro de su nexo degradado.
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El autodesmantelamiento consentido desarrolla su lisa trama lineal, pero cada vez más enrarecida, eternamente expuesta con desapego plástico, gracias a las sobrias imágenes del fotógrafo Alain Marchen, de continuo muy abiertas o muy cerradas en sus momentos clave, vehículos ideales, por casi indiferentes, para expresar una constelación inasible y apenas formulable de sentimientos excéntricos y recónditas emociones instintivamente salvajes, una tele de araña afectiva sólo transferible a la ya sexagenaria Huppert, una de las pocas actrices europeas actuales sin mácula de disonancia (al lado de Barbara Sukova y Nina Hoss) reconociendo de manera explícita que le atraen particularmente los personajes que esconden más de lo que revelan”.
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Y el autodesmantelamiento consentido navega así a sus irritantes anchas en el mundo del deseo al margen del sexo y la satisfacción: Un funesto deseo como el de los textos dispersos de Pierre Klossowski (la ignorada alma gemela de Breillat), el mundo cerrado de la presurosa fuga desesperante hacia la nada y al decepcionado desligamiento de sí misma (“No era yo”).
FOTO: Una relación perversa se exhibirá en la Cineteca Nacional hasta el 24 de noviembre.
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