Desde mi cielo

Ene 7 • Conexiones, destacamos, Ficciones, principales • 3387 Views • No hay comentarios en Desde mi cielo

POR HÉCTOR FABRICIO FLORES

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Juré que no volvería a ver los fierros retorcidos de un coche. La llamada me interrumpió rodeado de amigos en un bar. Festejábamos el cumpleaños de Sergio. Yo estaba por iniciar mis estudios en el tecnológico, él celebraba dieciocho: primeras copas y churro de mariguana legales incluidos. Llegado el momento, yo decidí soportar las burlas y no fumar la pipa de la paz, un sentimiento de desasosiego me tenía inquieto, con el tequila raspándome la garganta cada cinco minutos. Méndez era el más alegre, le daba gusto recibirnos en la adultez, como él llamaba a la mayoría de edad que había alcanzado meses antes. Con mucho orgullo hacía sonar la mesa de fierro cada que le daba fondo a un caballito de tequila.

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Me contaron que Sergio salió entre los hombros de Antonio y Méndez, con los pies arrastrando, casi inconsciente. No estuve ahí para ver cuando lo metían a un taxi de los que aún funcionan en el tercer mundo, como el que años después supe que conducía tu abuelo. No estuve porque antes de irnos sentí vibrar mi auricular y al contestarlo encontré una voz grave que me preguntaba si reconocía a tu abuela como mi familia.

—Es mi madre —dije.

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La voz ronca me avisó que me mandaría por mensaje su ubicación, porque ella se había accidentado. El aire frío de la calle cimbró mis venas. Traté de ponerme en mis cinco sentidos y eché a correr tras un taxi cuya ruta se marcaba en mi celular. Tres cuadras después lo abordé, nadie lo conducía, así que introduje en su computadora la ubicación que el de la voz grave me había enviado.

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La escena era tétrica cuando descendí del coche autotripulado, con fierros y vidrios por todas partes, la torreta de plástico de otro taxi a mi pies, hecha añicos. Hallé una camilla y a un grupo de paramédicos de espaldas a ella, inclinados frente a lo que quedaba del chasís del carro de mi madre. Fui a grandes pasos hacia ellos, pero un policía me detuvo.

—No puede acercarse —me advirtió.

—Es mi madre.

—Déjelos trabajar —enunció suplicante.

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Nos apartamos del sitio. Rato después dije:

—¿Quién le chocó?

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Él volteó a ver a espaldas del coche donde viajaba mamá, como para señalarme a su verdugo. Era un chofer de la vieja guardia, quien discutía a gritos con otro oficial que lo iluminaba con una pequeña linterna al tiempo que sostenía una grabadora frente a su rostro. Tu abuelo no era así, él no consumía alcohol ni drogas. De los labios de aquel taxista, en cambio, salía cualquier cantidad de palabras altisonantes; el tipo estaba ebrio y así embistió al coche en el que tu abuela viajaba.

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Sentí mucho odio. Dejé de salir durante los años que fui al tecnológico, dejé de tomar alcohol y abandoné a casi todos mis amigos. Tu abuelo llegó a preocuparse, quería que tuviera amistades, que me divirtiera, que fuera normal. Yo no le hacía caso y seguía con mis tareas, jamás discutimos.

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Un día, poco antes de graduarme, un profesor que colaboraba con la empresa del internet en cuatro dimensiones me invitó a participar en un programa de entrenamiento. Tras un año me ofrecieron una beca en la ciudad de las bicicletas, donde podría involucrarme en proyectos de automatización y seguridad en los vehículos. Allá conocí a tu madre. Me enamoró su manera de hablar. También sus ojos me enamoraron, su mirada, que sé que es la misma que tú tienes. Me llamó tanto la atención que su padre hubiera sido taxista, que no pudimos parar de hablar. Insistía en que él, tu abuelo, jamás chocó. Recordaba que en pleno año nuevo solía trabajar. Decía que entonces había más demanda que oferta y que los pasajeros apreciaban mucho a quienes les daban servicio. Lo recordaba con cierta pena, creía yo.

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Cuando nos conocimos, los autotripulados iban bien, pero no terminaban por remplazar a los manuales. Las familias seguían manejando sus propios carros y teniendo accidentes. Por eso ideamos los coches cápsula. No se trataba de impedir que las personas manejaran, sino de ofrecerles un medio de transporte limpio, seguro y que les permitiera leer, trabajar, estudiar y admirar el paisaje mientras se desplazaban, como ahora. Claro, en el fondo para mí y para muchos sí se trataba de evitar esos accidentes, de no atestiguar nunca más la chatarra: plásticos, fierros, fibras y todos los componentes de los autos mezclados con carne y restos humanos. Cumpliría mi juramento, por eso estuve al frente del equipo que desarrollaba los coches cápsula. La memoria de tu abuela nutría hasta la última de mis células con voluntad.

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Cuando recibí la llamada de tu madre la noche que cambié de vida, yo estaba en una cena con inversionistas; teníamos poco de habernos mudado. Le contaba a Milton sobre la estrategia de crecimiento, la que después se lanzó, en tanto yo estaba a oscuras y tú no hacías más que crecer. Él bebía ron en las rocas y fumaba uno de esos puros de la tierra que fue de Castro. Me ofreció; pero, como sabes, tu otro abuelo falleció de cáncer de pulmón y no se cansaba de felicitarme por haber dejado el cigarro tantos años antes que él. Acompañé a Milton con un agua exótica, de las que regulan la temperatura. Le platicaba que nos habíamos propuesto regresar a los autos a las ciudades de este país. Entonces habían sido relegados casi exclusivamente a viajes en carretera y se les percibía como amenazas para los peatones. No terminé de explicarle el proyecto. No pude describirle los materiales de última generación con los que construíamos los coches cápsula para que se dirigieran por sí mismos de un modo cien por ciento seguro. No tuve tiempo de compartirle las claves por las que sus sensores son infalibles. La llamada de tu madre me recordó que debía ir por ella.

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Salí del restaurante tan pronto como el rostro de Milton me hizo entender que invertiría en nuestro proyecto. En la consola del coche cápsula registré la dirección donde tu madre me había citado y me dejé guiar mientras miraba la puesta del sol. Atestigüé plácidamente y sin preocupaciones la aparición de la tormenta, hasta que una alarma del coche empezó a chillar porque el sistema de cálculo de distancias quedó obstruido. La máquina frenó en seco, a espera de que las condiciones mejoraran.

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Estoy convencido de que la falla la causó la niebla que se empezó a levantar del asfalto con la lluvia tibia. Sé que esa falla está resuelta ahora, pero entonces fue lo que me hizo permanecer varado a la mitad de la carretera. Sí, los sensores y el sistema de localización del coche sonaron a más no poder conforme el carro manual y maltrecho, de los últimos que circulaban por esos rumbos, comenzó a acercarse. Chillaron tanto como era debido y yo accioné el mecanismo de defensa para evitar el impacto. Las afiladas cuchillas salieron disparadas y se encajaron en el coche manual como lo habíamos previsto en las pruebas de seguridad; mas no alcanzaron a levantarlo lo suficiente. Y fue la parte trasera de su carrocería la que reventó la cápsula donde yo estaba. Apenas pude oprimir el botón de emergencia antes de quedarme en blanco.

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Ya no tenía conciencia cuando me sacaron con todas esas fracturas y aquella hemorragia incontenible. Sé que me partieron los huesos y los molieron para crear la sangre nueva que me mantiene vivo y se renueva cada treinta y seis horas en esos tanques, la que va y viene e irriga las venas de mi cerebro, las únicas que importan y sirven. No lo sentí. No, no se siente cuando se está muerto, es como si apagaras la bomba de sangre y la bomba de oxígeno y me dejaras a oscuras unos segundos. Quiero decir: sin oír y sin poder hablar, como la masa gris que dicen que soy ahora.

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Cuando ocurrió el accidente apenas se había iniciado el proyecto de vida cerebral después de la vida. Sé que ya habían comprobado que la carne se puede morir, que el corazón se puede morir, que todo se puede morir menos el cerebro. Y me imagino que me trajeron a un invernadero de mentes, que es como los nombraban en los prototipos que conocí, con algunas conexiones neuronales salientes unidas a grupos de cables de convertidores de ondas eléctricas. Sé que fui su cobaya. Incluso llegué a conocer bocetos de cómo podrían usarse las conexiones para transmitir imágenes, como la pantalla que tú usas para tomar apuntes sin escribir en ningún lado, la que interpreta tus ondas neuronales y genera mapas gráficos.

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Tú entonces aún no nacías. Después de que nos casamos, tu madre empezó a guardar muestras de nuestras células en un banco de congelamiento. Ella previó todo esto, no sé cómo, pero lo hizo, y se inseminó cuando aún dudaban que mi conciencia quedara intacta con el paso de los años en esta caja transparente; ella me lo dijo. Hija, ¿sabes cómo van con la extensión para que pueda ver? ¿Hija? ¿Hija? Ya sé que estoy en el cielo.

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