“Me interesa mucho más la vergüenza que la culpa: es un sentimiento más puro”
POR PABLO GIANERA/LA NACIÓN-GDA
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“Hay que mantener el silencio alrededor.” No es una orden. Ricardo Piglia da la instrucción en broma, con voz un poco débil, pero con la urgencia de propiciar la ceremonia de la charla. Al escritor no le gusta dispersarse en confesiones ni pormenores innecesarios; la charla adopta más bien la forma de un pensamiento que va haciéndose y desplegándose en voz alta. Esto lo sabe cualquiera que haya escuchado alguna de sus clases, y esas clases se hicieron públicas con la serie de conferencias sobre Borges que pudieron verse hasta hace poco por televisión.
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Por la puerta ventana que da al patio del Pent House entra perfume a jazmín. En la mesa de centro de su sala hay tazas de Pickwick, el té negro preferido del escritor. Pickwick evoca a Charles Dickens y también Piglia hace pensar ahora por un momento en Dickens. “Era el mejor de los tiempos. Era el peor de los tiempos”. Así empieza la novela Historia de dos ciudades y algo de la frase podría ser válido también para él. Un problema de salud lo obliga a guardar reposo. Pero este estado de reposo consiste más bien en una actividad incesante, un actividad que sólo es posible puertas adentro y que permite tareas contra las que cualquier distracción conspiraría.
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Para empezar, al momento de esta entrevista en octubre de 2014, el Fondo de Cultura Económica preparaba el lanzamiento de su Antología personal, en el que incluyó ficciones y varios ensayos e intervenciones inéditos. Por otro, y después de revisar la obra de Borges en sus clases televisivas, Piglia regresó a otro de sus escritores favoritos de siempre: Roberto Arlt. Terminó semanas el guión de una miniserie de treinta capítulos sobre Los siete locos y Los lanzallamas, dirigidos por el cineasta Fernando Spiner. Fue algo inusual. Los libros de Piglia fueron saliendo con grandes lapsos entre ellos, y la aparición, con poco más dos años de diferencia, de las novelas Blanco nocturno (2010) y el El camino de Ida (2013) fue una excepción.
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Pero lo que ocupa estos días, estas tardes del escritor, son sus diarios: un conjunto de innumerables cuadernos y libretas de tapas invariablemente negras que Piglia empezó a llenar obstinadamente desde fines de 1957 y del cual sólo se conocían hasta ahora en forma de libro unos fragmentos que la Galería Jorge Mara-La Ruche publicó en 2012 con ilustraciones del artista Eduardo Stupía como catálogo de una muestra conjunta.
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De esa cantidad de páginas, Piglia extrajo ahora un Diario de China, registro de un viaje de 1973, ya listo para la publicación. El resto es trabajo; trabajo sedentario. “Salgo menos, es cierto –explica–. Pero siempre he sido sedentario, aunque he viajado mucho. Realizar la transcripción del diario me da mucha energía porque es tarea que tenía pendiente desde hace muchos años. Entonces salir poco me ayuda a concentrarme. De otra manera, me habría dispersado. Me siento muy agradecido. Además vienen a verme los amigos; estamos siempre en conexión”.
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El escritor pasa en limpio sus diarios, que es como pasar en limpio parte de una vida, aunque con las restricciones del género, y, para no aburrirse, lo hace sin orden, de un año a otro lejano, de una década a otra. “Mi idea sería primero publicar una especie de diario de formación. Yo lo planteo como un material muy copioso, verdadero. Una masa de situaciones que tienen la cualidad de no ser ficcionales”.
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Hay diarios que se escriben para otros y diarios que parecen escribirse para sí mismo, como el de Kafka. ¿Cuál es tu caso?
Habría que pensar por qué uno se pone a escribir un diario. Yo mismo no lo sé. Es un registro cuya finalidad no está en el principio; se descubre mucho después. Pero el diario tiene también otro elemento experimental: argumentar con ejemplos, que son aquí de la propia vida. Uno podría tomar esta conversación y reflexionar de modo más general sobre situaciones de intercambio intelectual. Uno fija un hecho y luego lo conecta con otras cosas.
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Me gustaría recordarte una idea tuya sobre el Diario, de Gombrowicz: “El Diario es una suerte de experimentación continua con la experiencia, con la forma, con la escritura”. ¿Vale eso también para el tuyo?
Sí, totalmente. Uno se decide a escribir una ficción, una novela, un cuento, un ensayo, y eso marca lo que va a hacer. Pero el diario no funciona así, no sigue esas certezas. Es un tipo de escritura que se constituye sobre la marcha. Eso resultó muy bueno para mí. Me liberó de todo tipo de convenciones. La combinación de reflexión con narración viene de los diarios. Por otro lado, el estilo de un diario está ligado a una escritura rápida, instantánea. Y eso también es un buen ejercicio, porque uno suelta la mano. ¿Y luego la experiencia? La experiencia es para mí un gran tema. Yo defino experiencia como una vida con sentido. Un diario es también una reflexión sobre la continuidad de la experiencia, y releerlo es una forma de experimentación. Creo que “El laboratorio del escritor” debería ser el título de mis diarios. El laboratorio entendido de un modo casi científico, la experimentación sobre algo que no se tiene claro. Construir casos o situaciones que se deben poner a prueba.
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¿Podrían pensarse los diarios como el lugar en el que la ficción y el ensayo, las dos fuerzas principales de tu literatura, estaban originalmente unidos?
Di muchas vueltas para encontrar una convicción. Un estilo es una convicción. ¿Pero hay que tenerla? Uno duda muchísimo. Siempre me gusta la idea de incluir juntos relatos y ensayos. Los textos de la Antología personal, por ejemplo, hablan de una convicción, que es una convicción sobre la importancia de la literatura. La literatura es una práctica y un laboratorio de experimentación sobre las relaciones humanas. El sentido del ensayo es para mí el del experimento.
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¿Esa convicción consiste en convencerse a sí mismo o en convencer a otros de la singularidad de ese estilo?
Bueno, eso último también. Pero lo que me interesa es la convicción de escritores como Borges, Kafka o Calvino. Una escritura que puede ser incierta en su manejo, pero que tiene detrás a alguien que trata de construir una relación sobre la base de certezas e incertidumbres. Sin embargo, el que habla tiene que ser creíble. Uno piensa que el asunto tendría que ir por ahí. Estuve años para encontrar ese camino.
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¿Hay una disposición distinta para la ficción y para el ensayo, que suele partir de una demanda?
Los ensayos son más demandados que la ficción. Nadie demanda una ficción. Y a la vez la ficción me resulta más fácil, porque uno no tiene nada que decir, en el sentido de que el relato puede modificarse si aquello que uno quería decir se pierde. En el ensayo, uno no puede dejarse llevar por la prosa. Pero siempre los he visto como campos que se enriquecen mutuamente y que están ligados a cómo se puede pensar en la narración y cómo se puede narrar al argumentar de un modo más ensayístico. Ése es el horizonte.
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Es curioso que durante un tiempo ciertas ideas críticas fuertes sobre la literatura argentina provinieran sobre todo de Respiración artificial, que es finalmente una novela.
Y yo siempre insistí en que quien opinaba allí no era yo. Me interesaba la incertidumbre acerca de ciertas hipótesis que son muy provocativas, aunque para ser honesto yo creo en ellas. Están dichas demasiado rápido, pero estoy convencido de ellas. Por ejemplo, que Borges está muy ligado al siglo XIX. Y por otro lado, otra idea provocativa, es que Borges cierra un camino. Creo que es muy difícil seguir después de Borges.
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¿El diario sigue escribiéndose o lo interrumpiste?
Sí, sigue, pero cambió. Estoy embromado de salud y escribo ahora los efectos que eso tiene en el lenguaje de la gente, cómo me habla la gente y cómo yo respondo. Me tomo como objeto de investigación, pero no fuerzo nada. Registro simplemente algunas cosas que me llaman la atención de esta época. Además, es un hábito. Y yo valoro mucho los hábitos. En medio de la angustia y el desorden general, hay ciertas cosas seguras que uno reconoce y agradece.
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Hablabas antes de la experiencia como sentido y continuidad. ¿Encontraste continuidades en los episodios de tu vida?
No puedo dar una respuesta nítida, pero yo creo que sí. La experiencia de releer un diario propio es notable porque uno ve la lucha por entender lo que sucede. Y más tarde, todo parece más claro, y más idiota también. Estamos viviendo una época en la que la cultura tiende a retirar la noción de sentido. Esto se explica porque todos estamos cansados de los sentidos cerrados, a priori. Pero me parece que en el plano de la experiencia personal todos pensamos que hacemos las cosas por algo. No quiere decir que la vida como conjunto astral tenga sentido, pero cada uno, individualmente, debe encontrar un sentido. Mi diario insiste en eso.
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Uno pensaría que el primer sentimiento al revisar el registro crudo de la propia vida con veinte o treinta años de distancia sería la vergüenza.
¡Siento eso todo el tiempo! Pero a la vez es lo que importa: asumir la estupidez, la inocencia. Lo que más vergüenza le da a uno es lo inocente, lo crédulo que era. A mí me interesa mucho más la vergüenza que la culpa, que está muy de moda. Culpa no siento, te digo francamente. Pero la vergüenza es un sentimiento más puro. La ironía de la novela, por ejemplo, tiene que ver con que el narrador cuente la historia sabiendo lo que le va a pasar al personaje. Yo diría que es el gran procedimiento del género. El narrador siempre sabe más y entonces mira con ironía al joven romántico que uno naturalmente tiende a ser.
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Y qué quizás deba seguir siendo…
¡Sí! La mayor cantidad de tiempo posible. Sería lo mejor, aunque se pase vergüenza. Yo digo siempre que no hay que confundir cambiar con envejecer. Por eso, la noción de experimentación yo la veo más ligada al propio autor que a la obra. No me parece que la obsesión sea mostrar registros formales novedosos todo el tiempo, sino que el autor mismo debe ponerse en crisis y ver cómo puede decantar eso.
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Una cosa muy perturbadora del diario de Bioy Casares sobre Borges es que, en lugar de exponerse él mismo a la vergüenza, expone a un tercero, que es el propio Borges. Daría la impresión de que, en ese sentido, es una especie de antidiario, ¿no?
Sí, es cierto. Mi juicio sobre Bioy fue cambiando. Me molestó por ejemplo el prólogo a la Antología de la literatura fantástica porque Borges ya había publicado “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, y él lo trata con cierta suficiencia… Eso no me gustó. Pero él ha hecho muy buenas cosas con su poética de que hay que escribir sencillo. Y el problema es justamente esa poética, cierta tendencia a la simplificación. Borges, que es muy complejo, hacía de la vergüenza un tema. En sus cuentos suele ponerse en ridículo. Para volver al género, un diario sería un lugar en el que uno no debería censurar esas cosas, si cumple con el requisito formal que un diario promete, no lo llamaría sinceridad: es una convención. Siempre me llamó la atención en la música el modo en que los músicos trabajan con las convenciones aceptándolas. En un diario, asumir la vergüenza es una cosa básica. Por eso Sábato no habría podido jamás escribir un diario, porque incluso sus defectos eran para él fantásticos. Con el diario estamos siempre al borde de una epifanía, pero una epifanía al revés. Uno cruza esos alambrados.
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¿Y cuál podría ser una de esas epifanías invertidas?
Recordé una muchacha maravillosa con la que podría haber vivido muchos años. Y yo me fui con otra chica, por otro lado. Y pensé para mí: ¡qué tonto fuiste! Al leer lo que ella me decía me di cuenta de que era un ciego.
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¿Te dio tristeza leer eso ahora, ese giro que no pasó?
Sí, una tristeza retrospectiva. Viste que hay algo que es el “como si”; qué hubiera pasado si yo… Es un ejercicio que todos hacemos. Entonces empecé a pensar qué habría pasado si me hubiera quedado con esa muchacha. Uno toma un rumbo, y todo cambia. El diario es eso también: es la vergüenza y son las decisiones. La sensación de que uno sigue un camino que no conoce bien, pero que cuando lo lee, se revela muy claro. Pero, bueno, no hagamos metafísica.
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