Eusebio Ruvalcaba: el rock de los clásicos
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Apreciado tallerista y consumado melómano, Ruvalcaba, fallecido el pasado 7 de febrero, habla en esta entrevista, realizada a propósito de su libro El arte de mentir (Almadía), de su relación con los clásicos, de su infancia y de la tirante relación con su padre, pero también de las mujeres, del alcohol y del silencio
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POR GERARDO LAMMERS
@gerardolammers
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A Eusebio Ruvalcaba (Guadalajara, 1951) le tocó desarrollarse y nacer (en ese orden) entre clásicos y ser hijo de uno de los violinistas más geniales que ha dado México. La música de Bach, Beethoven, Mozart, Brahms lo acompañó desde que estaba en el vientre de la pianista Carmela Castillo Betancourt. Quizá por eso —y descontando una foto donde aparece una de sus hijas en Europa—, los retratos de estos músicos, pequeños la mayoría de ellos y de papel, están enmarcados y colgados en la sala de su modesto estudio de la calle de Zapote, en Tlalpan, al sur de la Ciudad de México, como si se tratara de sus parientes.
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Una sonata de Schubert sirve de fondo a la conversación.
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“El mejor modo de acercarse a un clásico es que te olvides que se trata de un clásico. Y que lo veas como un autor de nuestros días. Puedes escuchar a Mozart y advertir el rock. Es un roquero. Está loco, pero es un roquero: encontró su modo de expresar la música roquera con otro lenguaje. Lo mismo se puede pensar de muchos, muchos clásicos que han hecho su obra en los siglos XVII, XVIII, XIX. Pero uno está muy influido por prejuicios que te alejan de los clásicos. Como el prejuicio de la solemnidad: porque si es un clásico es solemne, es aburrido. Pero uno puede quitarse la camisa de fuerza del prejuicio y decir: Johannes Brahms es un pinche pacheco. Y puedes escuchar su música, dejándote llevar nada más por los giros del torrente sonoro. Puedes gozar eso. Incluso me atrevería a decir que es más sencillo acercarse a los clásicos de la música que a los de la literatura. Porque el modo de contar es lo que hace la pequeña gran diferencia. Yo no he podido leer a Cervantes, por ejemplo. Me repele. Tal vez porque está escrito originalmente en un español que no le entiendo. Pero soy lector de los clásicos del siglo XIX: desde Flaubert hasta Dostoievski. Algunos me gustan más que otros”.
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Ruvalcaba tuvo condiciones para ser músico, pero no vocación. Y un padre originario de Los Altos de Jalisco: Higinio Ruvalcaba.
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“Tendría yo unos 5 años y estaba estudiando una sonatina de Mozart en mi casa. Mi padre estaba en la habitación de junto, roncando. Y yo tenía mi atril, mi violincito, mi partitura, y estaba tocando lo que la partitura decía. Y me gritó: ‘Si natural’. Pero yo vi que ahí decía si bemol. Entonces volví a tocar ese pasaje, y me gritó más fuerte: ‘¡Si natural’! Y a la tercera entró como un búfalo, ¡a mí sí me dio miedo! Y me arrebató el violín y me dijo: ‘Te estoy diciendo: ¡Si natural!’. Y le dije: ‘Pero es que ahí dice…’. ‘¡Ahí no dice nada!’, me contestó. ‘¡No importa lo que diga!, ¡préstame el violín y fíjate!’. Tocó el pasaje de la pieza. ‘¿Cómo se oye mejor?’, me preguntó. ‘Así como lo estás haciendo tú’, le contesté. ‘Pues es como te estoy diciendo. Para eso Dios nos dio orejas’. Y luego se salió a seguir roncando”.
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Es media mañana y el autor de Un hilito de sangre y Una cerveza de nombre derrota le da sorbos a un vaso de tequila con coca-cola, bebida que pareciera afila su memoria y también sus palabras.
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“Mi padre tenía cosas imborrables. Una vez lo fui a ver a una clínica. Le quedaban como dos días de vida. Me dijo: ‘Busca mis pantalones, han de estar en el clóset’. Fui y se los traje. ‘Saca mi cartera’, me dijo. Así lo hice. ‘¿Cuánto dinero hay?’. ‘Treinta pesos’, le dije. ‘Llévatelos’, me contestó. ‘Son tuyos. Es tu herencia. Gástatelos como quieras’”.
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Ruvalcaba se permite una risa breve.
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“Y salí con los treinta pesos en la bolsa y me metí a una cantina de la colonia Álamos. Me acodé en la barra y le dije al cantinero: ¿Cuánto vale un ron blanco?. Valía eso: treinta pesos. ‘Deme uno’, ordené. Y me lo tomé a la salud de mi papá”.
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En vez de ser músico, Ruvalcaba se dedicó a la literatura.
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“Estudiaba Historia en la Facultad de Filosofía y Letras en la UNAM y estaba enamorado de una mujer, que en aquella época era la mejor amiga de mi esposa. Yo la invitaba a que fuéramos a la cama y ella me decía: ‘Me acuesto contigo el día que me escribas un poema’. ‘Yo no escribo poemas’, le dije. ‘Soy estudiante de Historia’. Y me dijo: ‘Tú no lo sabes, pero eres poeta’. Días después estaba yo en El Colegio de México, que entonces se encontraba en la colonia Roma, en la calle de Guanajuato. Allí iba a hacer mis trabajos que me dejaban en la universidad, porque vivía en la calle de Monterrey y me quedaba muy cerca. Estaba en la biblioteca haciendo un trabajo equis y que le empiezo a escribir un poema a esta chava. Bastó eso para que dijera para mis adentros: ‘A esto vine al mundo’. Regresé a casa esa noche y le dije a la que era mi mujer: ‘Mañana ya no voy a ir a la UNAM’. ‘¿Qué? ¿Hay huelga o qué?’. ‘No’, le dije, ‘pero en este momento dejo de ir. Yo soy poeta. Soy escritor’. ‘Pues yo me casé con un maestro y un investigador, no con un poeta’. ‘Bueno, ni modo’, le dije. ‘Así son las cosas’. Y en efecto, al día siguiente ya no fui a la universidad y me dediqué a buscar trabajo como corrector de estilo.
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“Otro motivo fue que yo tuve como maestro, en la universidad, en la materia de Materialismo histórico, al maestro Enrique González Rojo que un día nos dijo en clase: ‘Señores, además de ser maestro en la universidad, soy poeta, y los invito a que vayan a un recital mío’. Fui y me sorprendió tanto su poesía: habló de los zapatos de tacón y de los vestidos de las mujeres. Y dije: ‘Si esto que está diciendo este señor es poesía, yo también soy poeta’. Era 1976, el año en que murió mi padre. Cuando vi su cuerpo tendido, me dije: ‘yo sé quién fue y tengo que escribir sobre él’. Esos tres vectores hicieron que yo me dedicara a la literatura. Si uno de los tres no hubiera ocurrido, no habría escrito. Igual y hubiera sido mejor, ¿verdad?”.
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He venido a hablar con Eusebio Ruvalcaba a propósito de El arte de mentir (Almadía), uno de sus libros más recientes, porque me pareció que, no obstante su título, en realidad es un libro sobre el arte de vivir. Un libro de enumeraciones, de aforismos, de formas breves. “El arte de ser perro”, “Cuando las boca huele en exceso”, “Relojería del terror”, “Hipérbole del bostezo”, “Una dama nunca tiende su cama” y “La música cristaliza el silencio”, son sólo algunos de los muchos y diversos textos que componen El arte de mentir. También tiene un texto titulado “Una tentación irresistible” sobre las dedicatorias. “Bien podría decirse que la dedicatoria —que no el autógrafo— es género literario”, escribe Ruvalcaba. “Cioran cuenta que alguna vez compró un libro usado precisamente por su dedicatoria: ‘Que en estos momentos difíciles la lectura de Cicerón te procure alivio’”.
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—Me parece que El arte de mentir es un corte de caja a tus 64 años y un libro-mapa.
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—Estoy de acuerdo porque como yo veo el mundo, creo que hay un momento en la vida en que hay que recapitular sobre qué es lo que ha motivado más la reflexión, la excitación de los sentidos, el conocimiento. Qué es lo que lo ha impelido a uno a reparar en lo que ha resultado significativo. Y entonces yo me topé con esta inquietud y por eso es que decidí emprender esta odisea literaria, pero que tiene tantas facetas. Recapitulé sobre una serie de temas y su nomenclatura: todo lo que a mí, de manera cotidiana, me ha llamado la atención. No sé si todo, pero un buen porcentaje está plasmado en ese libro: desde la importancia de Johannes Brahms hasta la importancia de lavar los trastes.
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“Hay personas que insisten en ponerse guantes ante la faena inminente de lavar los trastes. Son las que dicen no a todo. No sentir. No vivir. No maltratarse”, escribe Ruvalcaba a propósito de este tema. Y sobre lo que significa para él andar en bicicleta: “El arte del equilibrio es el arte de andar en bicicleta. Entre más adiestrado es un ciclista, conserva mejor el equilibrio en la experiencia cotidiana. Sabe cuándo decir no y cuando decir sí. Practica el arte del equilibrio con maestría. No se van con los relumbrones a que son tan proclives los coprófagos. Conserva un semblante ecuánime aún ante las circunstancias más adversas. Se aprende estando cerca de él. Porque la mesura es características de las personalidades construidas a base de mazazos”.
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—Has escrito un libro sobre tus amados clásicos: Beethoven, Schubert, Bach, Mozart, Rachmaninov, Brahms. Hay una razón biográfica que te une con la música.
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—Podría decir que se debe a una razón de peso para mí muy relevante, que es la tranquilidad, la felicidad, porque es música que yo escuchaba desde antes de venir al mundo, desde antes de nacer. Yo me dormía con la música de cámara de éstos que acabas de mencionar, que mis padres se ponían a tocar en la sala, y así conciliaba el sueño. Ahí estaba la música in situ, en vivo. La otra razón, que fui entendiendo al cabo de los años, es tiene que ver con la enorme genialidad de estos maestros.
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“Cuando acontecía que mi padre tocaba en la casa, él me llamaba y me decía: ‘Mira, ven. Escucha lo que estoy estudiando’. Y empezaba a improvisar. Era maravilloso escuchar eso que estaba tocando él por primera y última vez. Mi mamá era de método, cosa que mi padre odiaba: le aburría enormemente. Entonces era como tener esos dos campus musicales. Me quedé siempre con mi papá porque me percataba que ahí había algo de misterio, algo inexplicable.
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—Dices que tu padre no era un tipo amable.
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—Era un tipo áspero. Se debe a la educación que él tuvo. Él nació en Los Altos de Jalisco, en una población de nombre Yahualica. Y desde muy pequeñito tuvo que ganarse la vida con rispidez. Él no pasó por la escuela. No tuvo una madre que le enseñara ni a usar los cubiertos, ni a decir gracias, ni a decir por favor. Él se abría las puertas del mundo con el violín por delante.
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—¿Y cómo aprendió a tocar?
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—Aprendió a tocar porque mi abuelo Eusebio, entre otras cosas, era chelista, además de ser el reparador de colchones de Yahualica, y algo que no deja de sorprenderme: amaestraba ratones.
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“Mis padres se conocieron porque mi mamá ganó el concurso Carlos Chávez, que el propio Carlos Chávez patrocinaba. Tuvieron un enorme idilio. Todo a escondidas porque mi abuelo materno era reacio a que mi madre se casara con un violinista bohemio como era mi papá”.
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—¿Tenías una relación tirante con tu padre?
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—Se fue haciendo tirante. Primero éramos muy brothers. Él salía en su bicicleta grande y yo atrás de él en otra bici. Y andábamos por el barrio, en Mixcoac. A veces llegaba como a las 2 de la mañana, con sus tragos, y me decía: ‘Ayúdame a quitar todos los muebles de la sala’, que no eran muchos. Entonces los quitábamos y nos poníamos a jugar frontón.
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—¿Y cómo eran tus viajes a Guadalajara?
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—Siempre fueron viajes muy placenteros porque a mí siempre me gustaron mucho los automóviles. Y entonces mi padre tuvo toda la vida carros muy buenos, porque era adicto al automovilismo. Entonces llenábamos el coche y nos íbamos. Siempre era ir poniendo nerviosa a mi mamá porque conducía muy rápido.
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Eusebio hace como si condujera un bólido: “¡Fuuuuuuum!”.
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“Tuvo Studebaker, Galaxy, Impala, Dodge. Siempre motores veloces y coches muy grandes. Yo me iba paradito detrás de él, su nuca en la cara. Iba viendo el velocímetro, todas las agujas, en el asiento de atrás. Para mí era ir al paraíso, entiéndase lo que se entienda por paraíso. Llegábamos a Guadalajara a algún hotel y todos los días a mi padre lo invitaban a comer sus amigos, y nos llevaba a todos. Para mí eran viajes de muchos elementos distractores”.
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“Lo primero que hacía en Guadalajara era ir al teatro para ver en qué condiciones estaba y todo esto. El Teatro Degollado era como un remanso nostálgico, aunque yo estaba recién llegado a ese mundo. Las chicas me empezaron a gustar, así que no paraba de ver a las tapatías. Y a mis primas, que eran muy bonitas. Guadalajara era pura diversión y entretenimiento. Íbamos en las vacaciones de diciembre. Mi padre siempre les decía: ‘Sí, voy a tocar con la Sinfónica, pero pónganme en diciembre para poder llevar a mis hijos y que no falten a la escuela’. Un padre amoroso. No podía ser de otra manera, porque así fue educado. Él me decía que nunca le había dado un beso a su papá. Y eso a mí me parecía increíble: que un hijo nunca hubiera besado a su papá.
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—¿Cuál era su sello distintivo?
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—Tuvo todas las facetas como violinista, pero si tú me pides que defina qué carácter tenía, te lo diría en tres palabras: fuera-de-control.
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“Nunca había modo de someterlo a ningún orden en la música. Para él la música representaba la libertad absoluta. Era imprevisible. Improvisaba. No sé si tengas presente lo que son las cadencias en los conciertos, cuando el compositor escribe: ad libitum: que el que esté tocando, lo toque como quiera. Mi papá provocaba que la gente se parara del asiento. Porque las dificultades que improvisaba en ese momento, violinísticamente hablando, las resolvía ahí mismo: oías armonías extrañas, arcadas rarísimas, que no se enseñan en el conservatorio. Y ese tipo de cosas le daban a él un carácter, que él sabía lo que estaba haciendo.
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Eusebio menciona La danza gitana como una de sus favoritas.
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“Viene aquí”, dice, señalando el disco que me acaba de regalar. “Pero aquí está (interpretada) más fresa. Era más loca esa pieza. Tiene este sabor gitano de la música, que te enardece y colma tu espíritu de emoción. Esa pieza él se la compuso a un violinista español que vino a México, de nombre Mario Mateo, en los años 20. En esa época mi padre era pianista y como una muestra de admiración al maestro Mateo la compuso y se la dio. Mi papá la tocaba a la menor oportunidad”.
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Eusebio se levanta y va a la cocineta a prepararse otra bebida. Lo sigo.
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—¿Eres tequilero sobre todo?
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—No, fíjate que sobre todo soy whiskero. Pero es que el tequila me levanta y el whisky me baja un poco. Pero este tequila me gusta porque mira…
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Eusebio levanta la botella de tequila, prácticamente vacía, como si fuera una linterna, mostrándome el sello que hay en el fondo: un caballo de cristal.
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—El alcohol también está muy presente en tu literatura. ¿Por qué te parece importante el alcohol dentro de lo que escribes?
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—El alcohol te permite descubrir la belleza que permanecía oculta. Te concilia con la vida y te permite bajarle una rayita a la tensión de estar vivo. Al estrés que significa salir a la calle y jugarte la vida todos los días para ganarte el pan. El alcohol te dice: “No seas tan exigente contigo mismo”.
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Regresamos a la sala.
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—Si hablamos de libros, ¿cuáles te resultaron emblemáticos, simbólicos en tu conexión con la literatura?
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—Aunque no es un libro de estricta formación literaria académica, Los tres mosqueteros. De esta novela me gustó la amistad que hay entre ellos (los protagonistas). Siempre he sido un hombre que valora y atesora la amistad. Me es mucho más enriquecedora la amistad que el amor. En Los tres mosqueteros descubrí lo que es la amistad entre los hombres, que es así algo que te permite enriquecer tu vida. También me gusta El conde de Montecristo. Eran libros que estaban en el librero de mi madre, que fue una buena lectora.
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—Me da la impresión que a diferencia de la amistad, que sí sabemos lo que es, del amor no podemos decir lo mismo. Pareciera que hay un malentendido alrededor de esa palabra.
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—El amor mantiene viva una llama que está íntimamente entrelazada con el deseo. Digamos que el deseo alimenta el amor y el amor alimenta el deseo. Yo no puedo separar una cosa de la otra. El amor me conduce directamente al deseo. Y cuando cristaliza, automáticamente el amor empieza a languidecer. Yo me maravillo cuando vuelvo a ver a una mujer de la que estuve profundamente enamorado, al cabo de quince o veinte años, y me digo: ya no siento nada por ella. Y en cambio, vuelvo a ver un hombre de quien fui gran amigo y me da tanta alegría. Es algo misterioso.
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—Me parece que aunque trata de las relaciones entre música y literatura, me quedo con la impresión de que El arte de mentir es un libro de autoayuda.
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—A riesgo de equivocarme, como ocurre con todo lo que se dice en la vida, creo que todos los libros son de autoayuda. Tú puedes leer Crimen y castigo y vas a sacar una reflexión que te va a permitir extraer alguna situación que te pueda servir a ti para enriquecer tu vida, y que te permita sobrepasar un escollo. Lo mismo que si leer La divina comedia. O El sonido y la furia. Creo que los escritores son primero hombres y después escritores. Y a los escritores les duele ver el sufrimiento de sus contemporáneos. Por eso escriben algo que pueda enriquecer la vida o paliar el dolor de un lector. Ahora bien, el término de autoayuda como comercialmente se plantea en las mesas de novedades cuando vas a una librería, para mí no es más que una tomada de pelo.
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—En El arte de mentir dices que la pobreza y las lágrimas han pasado de moda en la literatura contemporánea, ¿por qué?
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—En primer término porque a los escritores cada vez les interesa menos conmover, extraerte la materia prima del corazón y provocar que llores, que te conmuevas hasta las mismas entrañas. Y para el lector constituye una pérdida de tiempo leer eso que no lo lleva a ninguna reflexión de carácter emocional.
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—¿Por qué este gusto que tienes por las enumeraciones, por el aforismo y, en general, por las formas breves?
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—Porque me permite desgajar un mismo tema y eso me facilita a mí construir con la grave levedad de unas cuantas líneas. Y también porque ordeno mi pensamiento.
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—Escribir en enumeraciones y en aforismos habla de un tiempo vivido, de una maduración y una reflexión de las experiencias de la vida. Para los escritores jóvenes que asisten a tus talleres debe ser complicado comenzar por el aforismo.
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—Escribir así, en aforismos, habla de que se está decantando algo. Hay un momento en la vida de un hombre o de un escritor en que es obligado decantar y decir: estos son mis temas, lo que me preocupa, mi punto de vista sobre estas cosas de la vida.
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—Qué curioso que en El arte de mentir termines hablando sobre el silencio.
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—A partir del silencio uno engarza las cosas en la vida. El silencio es donde se consuma el arte de la música. Y donde uno puede conjeturar. El silencio es el espacio en donde uno puede hablar consigo mismo. Antes de conciliar finalmente el sueño, viene una etapa de silencio que te permite sumergirte en tus oquedades más profundas, en tus carencias. Si uno habla con el silencio, uno está en un territorio inviolable. Creo yo que el silencio permite valorar la palabra, la música, todo lo que acontece en la otra cara.
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Eusebio hace una pausa.
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“Yo tengo un libro que se titula El silencio me despertó”.
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Antes de retirarme, le pido a Eusebio que me escriba una dedicatoria en mi ejemplar de El arte de mentir.
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“Por este feliz encuentro entre dos almas compatibles”, leo.
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Texto publicado originalmente en www.revistaterritorio.mx
FOTO: Cortesía Javier Narváez.