Frida Kahlo: El llamado del abismo interior
POR ERNESTO LUMBRERAS
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Magdalena Carmen Frida Kahlo Calderón, conocida en el círculo familiar como Frieda o Frieducha, luego llamada en rituales de encopetados como Señora de Rivera o Mrs. o Madame Kahlo de Rivera, fichada, años atrás, en los trifulcas de la Preparatoria Nacional como lideresa de Los Cachuchas, para luego, autodenominarse, en el camino sinuoso y de interrumpida pendiente de la vida como Venadita flechada por el amor de amorosos venenos, Tehuana de enaguas de nubes tormentosas y collares de serpientes apareándose o columna de sal rota por un mazazo de la Providencia y de la ola más pequeña del mar. Pero, asimismo, se dio a conocer como “Tu hija Frida”, la tercera de las alegrías de pétalos y espinas, nacida del vientre de doña Matilde Calderón, un 6 de julio de 1907. Matilde y Frida, un fruto y una semilla conectados por los buenos oficios de los carteros. Estos son los protagonistas de Tu hija Frida. Cartas a mamás, epistolario, compilado y anotado con rigor por Héctor Jaimes, catedrático de la Universidad de Carolina del Norte.
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Un mazo de 54 cartas de una pintora, en proceso de construir su lenguaje visual. O dicho de otro modo, en vías de extraer de su abismo interior la realidad más plena de su ser. Recados y misivas de una hija a su madre, en tres momentos particulares, en la vida de Frida Kahlo. Escritura por lo que se despacha asuntos corrientes y domésticos, de la Ciudad de México al entonces pueblo de Coyoacán, y más tarde, de San Francisco y Nueva York a la calle Londres de la referida villa de Coyoacán, donde por cierto, a unas cuadras de allí, en la calle Madrid se recibían las cartas enviadas por José Clemente Orozco, a su esposa Margarita Valladares, desde la Urbe de Hierro norteamericana, más o menos en el mismo periodo de la correspondencia materna de Frida. Asimismo, en ese ir y venir de letras marcadas por el cariño y la nostalgia, la artista mexicana traza líneas y difumina colores como una suerte de ensayos preparatorios y propiciatorios para abismarse en su único y gran tema “el yo” corporal y psicológico que remarca Héctor Jaimes.
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El peso autobiográfico de Frida Kahlo en su obra plástica, comenta el compilador, se ha visto limitadamente como un fin y no como un medio. En una lectura menos complaciente a los dictados anecdóticos de su obra, “descubrimos que la pintura de Kahlo se despoja de su identidad inmediata y autorreferencial a partir de sus reinscripción en el mundo, y nos brinda así una nueva manera de percibir y percibirnos”. El apunte de Jaimes abre puertas al campo para un abordaje de mayor calado que evade —sin renunciar a la veta autobiográfica y a sus derivas psicológicas—, el registro de elementos simbólicos y alegóricos desde la literalidad fijada por un diccionario especializado en la materia o, peor aún, establecer conexiones con sucesos y personajes de la historia de vida de la pintora. Tal vez, esa información, esos datos históricos e iconográficos, describan los cuadros de Kahlo; para una indagatoria de mayor plenitud, el observador de los dibujos y de las pinturas de esta creadora interiorista —en la poética mozartiana de “saber llevar la profundidad a la superficie”—, está llamado, no a lo conmiseración de los que las obras presentan, sino a la franca y abierta compasión.
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Desde un mirador crítico como el que propone el escritor venezolano Héctor Jaimes es dable matizar ciertos alardes de críticos de la fridomanía, más que de Frida Kahlo, que consideran el diario de la artista como su obra maestra. En la misma dimensión errónea de encuadrar su pintura en el orbe onírico-fantástico del canon surrealista, “ese equívoco espaldarazo de Breton” dirá José-Miguel Ullán, el universo imaginativo arrastra diversos sedimentos, los más, provenientes de la vida corriente y áspera que marca el calendario con días de números negros de drama y tragedia y de días con sus números rojos de poesía.
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Dice Alfonso Reyes que las cartas que leemos, en libros como el presente, “vienen a ser como esas conversaciones de la mesa de a lado, cuando el que habla esfuerza la voz para que, además del que come en su compañía, lo escuchen los demás”. Hay algo de impudor, de goce voyerista, de ímpetu transgresor en el acto de abrir y el leer una carta que tiene, o tuvo, un destinatario que no somos nosotros ciertamente, pero que sí, conocemos de alguna forma o nos interesa conocer. Heinrich Heine no concebía que las cartas privadas de personajes ilustres, con innumerables pasajes íntimos, se dieran a conocer sin la autorización de los involucrados en ese juego de misivas. Vinculadas a la condición autobiográfica, como el diario, las memorias, en la escritura epistolar hay una demora del pensamiento exenta en la expresión oral; aunque las cartas aquí reunidas rezuman giros del hablar coloquial de la Ciudad de México o así como claves afectivas del entorno familiar, la pintora sopesa cada vocablo a la hora de referir, especialmente las escritas en Estados Unidos, la extrañeza de vivir en un entorno cultural distinto o la tímidas menciones a su trabajo plástico.
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Considerado un género literario, la carta de un artista se torna además un documento contextual que, ni en su mejor ejemplo, habrá de explicar la naturaleza y dimensión de una obra de arte en particular. Bajo tal advertencia, leo las cartas de Frida Kahlo a su madre, escritas entre 1923 y 1932, un periodo como decía, de formación artística —el tránsito del modelo retratístico de Manuel Rodríguez Lozano a un canon de dibujo más clásico—, pero sobre todo, de indagación en ese viaje hacia el fin de la noche, para decirlo con palabras de Louis Ferdinand Céline, de su vida interior. Asimismo, y en relación con esa búsqueda que se torna a un mismo tiempo llamado y exorcismo, Frida Kahlo refiere a su madre, con mesura y complicidad femenina, su día a día como esposa, compañera y madre de un Diego Rivera, un suceso axial y cismático en su vida tal y como lo refiere la propia artista, en una frase multicitada que Héctor Jaimes, en el prólogo del libro, vuelve a poner en circulación: “Yo sufrí dos accidentes en mi vida, uno en el que un autobús me tumbó al suelo… El otro accidente es Diego”.
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Puse en cursiva el verbo “tumbó” por la resonancia evocativa con la palabra tumba. En esa frase confesional, no dijo tiró o arrojó; la pintora utilizó una palabra de inocultable prosapia coloquial: tumbar. Vocablo que entraña una violencia oscura, no controlada y, hasta cierto punto, inevitable. Sin hacer distinción, nos dice llanamente, que el otro accidente fue su marido, Zeus transformado en toro, “el fingido robador de Europa” que recrea Góngora en su célebre poema. La fragilidad intuitiva de Frida Kahlo, a veces en frontal oposición, sobrevive y se nutre del campo de poder visual de Diego Rivera. No tardó demasiado en darse cuenta que, como artista, estaba obligada a emprender un camino único e intransferible, como el que hizo un emblemático 20 de noviembre de 1931, según relata en la carta número 44, cuando realizó, de las nueve de la mañana a las tres y media de la tarde, sola y su alma, una visita al Museo Metropolitano de Nueva York, “viendo todo y dando vueltas hasta que me dolieron las patas y me vine. Hay bastantes cosas que ver que si no aprovecho ahora, no tendré después oportunidad de ver”.
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Cuando escribe esa carta Frida Kahlo tiene 24 años. Le faltaban otros 23 más para cumplir su ciclo de vida. Sí “bastante que ver”, y un camino por recorrer que se intuía vertiginoso y accidentado, en medio de “serenos desastres” (Carlos Pellicer dixit). Aquí, en estas cartas a mamá, la hija Frida escribe a la mitad del camino de la vida, principio y final de etapas entre una madre y una hija, una relatoría de asuntos varios. Entre el mundanal ruido de la vida que contiene esa correspondencia, se dejan ver, aquí y allá, atisbos y confirmaciones de una vocación y un destino manifiesto, irrenunciables y de alta exigencia: Frida Kahlo, a la luz iniciática de la bahía de San Francisco o en la de la nieve del Central Park de Nueva York, asumía contra viento y marea el llamado para servir las formas musicales y los colores salvajes de la pintura.
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FOTO: Autorretrato en la frontera entre México y Estados Unidos (1932).