El aforismo y sus provincias cercanas

Mar 11 • Lecturas, Miradas • 3861 Views • No hay comentarios en El aforismo y sus provincias cercanas

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La droga de los profetas, de Edgar Krauss, es un muestrario de sensibilidad ante estímulos filosóficos, culturales, políticos, eróticos de la vida urbana

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POR GENEY BELTRÁN FÉLIX

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Tiene el escritor mexicano Édgar Krauss la sensibilidad para fundir pensamiento y lenguaje en oraciones austeras y compactas de resonancia inquietante. Es decir, estamos ante un aforista, aunque su primer libro, La droga de los profetas, no está formado exclusivamente por aforismos; conviven aquí y allá también textos súbitos que se hallan indudablemente emparentados con la minificción, el poemínimo, la greguería, el retruécano, el pastiche y el juego verbal. Esta obra es un concierto de voces y tonos múltiples unidos por una premisa: volver a definir la realidad.

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El repertorio es, así, un ejemplo de hibridez genérica, tanto como de una sensibilidad afín a una variedad de estímulos filosóficos, culturales, políticos, eróticos y propios de la vida urbana, en un diálogo irónico y distanciado ante el pasado y las contradicciones y apetencias de la actualidad, ese frágil filo de lo contemporáneo.

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No resulta arduo notar en La droga de los profetas la conciencia de quien escribe después de los grandes autores clásicos del pensamiento brevísimo, digamos, de LaRochefoucauld a Kral Kraus, con el peso y las condiciones que esto impone y, también, de quien vive en una época saturada de referencias culturales y de expresiones de dinámicas sociales de toda clase, ante las que se ha de reaccionar con dosis diversas de ligereza, puntillosidad y sarcasmo si no se quiere correr el riesgo de ahogarse en la complacencia o de reiterar lo inane o lo ya divisado: “No es que hagamos historia; la historia nos escribe, pero con frecuencia se equivoca”. Libro compacto, La droga de los profetas es un palimpsesto que deja ver el provechoso adentramiento en la desencantada tradición aforística, así como el examen de un presente abrumador en su ir y venir de frases, eslóganes, noticias, realidades: “Los verdaderos jinetes del Apocalipsis son los que jinetean la riqueza mundial”.

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Al mismo tiempo, se puede advertir en las derivas de la concisión y la precisión que exhibe La droga de los profetas a un temperamento de aire (no está de más traer a colación que Édgar Krauss es del siglo Libra, con ascendente Géminis, ambos signos aéreos). Es esta una mirada que evita las sinuosidades y el hechizo elusivo de los pantanos y a cambio busca conferir a sus oraciones una concreción espartana, el adecuado para dar cumplimiento a una cierta propensión por lo determinante, casi lo irrefutable: “El futuro es la droga de los profetas”. Otro ejemplo: “Una pregunta es ya una decisión”.

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Se trataría, el don de Krauss, de un don sensible de la racionalidad, para decirlo con una paradoja. Una racionalidad que se ve decidida a exprimir, condensar la divagación para llegar así a la delgadez de la frase hasta alcanzar el eco más contundente en una pluralidad de direcciones, sin dejar a quien lee la oportunidad de evadir el encuentro con una nueva definición, acaso con una revelación.

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En el repertorio aforístico de Krauss tiene la paradoja, y no podía ser de otro modo, un sitio central:

Jamás se dirá todo, aunque el número de palabras sea finito”.

Entender algo es desconocer al que eras”.

Los que están casados con sus ideas están divorciados de la realidad”.

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En La droga de los profetas, como suele ocurrir con los materiales clásicos, la paradoja permite la asociación de ámbitos contrarios en aras de la visión de una realidad no fácilmente aprehensible, o no advertida en el fango de lo difuso y profuso que caracteriza el día a día de los lugares comunes, y que inevitablemente encamina el hábito del pensar hacia, insisto, una nueva definición: “Toda palabra es imaginación hecha sonido”.

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Hay que enlistar en los avíos de La droga de los profetas recursos tales como el juego verbal cercano al absurdo y la poesía (“Mostrenco es una palabra a caballo y a los cuatro vientos”), la aparente perogrullada que esconde una lógica abrumadora (“Un idealista puede hacer cualquier cosa, especialmente si no es realista”), el retruécano que solivianta las frases fundamentales de la tradición, ya sea tomadas del arsenal literario en la vulgata de la cultura (To question or not to question: that is the being”; “‘Borges es una creación de la literatura fantástica’: Dios”) o del refranero, ese depósito de tanta sabiduría y tanto escepticismo (“En el arte y en el amor, toda guerra se vale”). Estos ejemplos presentan los rasgos de una sensibilidad que con audacia recorre las provincias del lenguaje y la cultura y extrae de su andar nuevos fraseos, la mayoría de los cuales hacen ver un temple inquieto y disolvente.

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La droga de los profetas, en tanto un libro reacio a la solemnidad de lo unitario, da espacio al poemínimo (“En mi extrema vejez aspiro a ser un sexogenario”) y la minificción (“Se le subió el muerto y parió fantasmas”). Llamo la atención sobre la estampa de raigambre casi costumbrista pero que se rebela, adensándose, hasta adquirir un sorpresivo tinte de espesor hasta poético: “El hombre, sentado a media acera sobre una caja de herramientas, secaba su rostro con una flor amarilla. El mundo entero estaba en ella”; “Lo más interesante de las paredes son las ventanas, y de las calles, sus habitantes”.

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Al género de la greguería pertenecen varios ejemplos que no desmerecerían si alguien los incorporara como al desgaire en la posible antología de un Ramón Gómez de la Serna contemporáneo: “Las sombras son fantasmas codependientes”; “En las lluvias, los paraguas se vengan de su encierro anual: se van con otro, se descomponen intencionalmente o se voltean al menor vendaval”; “El dedo índice suele ser la parte más negra de la conciencia”; “Siempre temo que las personas con cirugías plásticas se descosan al estornudar”.

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Si bien la mirada de Édgar Krauss es crítica de la actualidad y las costumbres, de la historia y la cultura, hay un aspecto que curiosamente al autor se le escapa, y sobre el que ve refrendada una expresión ciertamente problemática, considerando lo que se ha reflexionado con tanta perspicacia y profundidad en el último siglo sobre las relaciones de género: no hay en La droga de los profetas un cuestionamiento de la virilidad, sino la manifestación tópica de sus privilegios y prejuicios: “No hay laberinto que se compare con los gestos de una mujer”. El punto desde el que se enuncia en La droga de los profetas es, naturalmente, el de un varón, y me temo que el libro cae en una visión condescendiente de sus prerrogativas para dar una figuración de lo femenino sin mayor crítica: “El género narrativo que más me gusta es el femenino”. Esto conduce a un ejemplo que, pienso, hace un juego ingenioso del humor para negar cualquier otra apreciación de la mujer que excluya lo literario y se reduzca a lo sexual: “Ella es mi autora favorita, por sus obras de fricción”.

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Salvo en este departamento, La droga de los profetas registra una visión escéptica y voluntariosamente desveladora de la experiencia humana: a menudo con humor (“Envejecer es cuando pasas de la edad del espejo a la edad de la radiografía”), siempre con agudeza: “El asunto es que los perros no profesan el cinismo, pero algunos cínicos sí que ladran”; y no infrecuentemente con poesía: “La tierra mojada huele al principio de los tiempos”; “Mantarraya es una palabra que descobija agua”.

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FOTO: Édgar Krauss, La droga de los profetas, Cuadrivio, México, 2016.

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