Un tranvía llamado deseo: color y fidelidad dramática

Abr 15 • Miradas, Música • 5314 Views • No hay comentarios en Un tranvía llamado deseo: color y fidelidad dramática

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La adaptación de esta obra clásica de Tennessee Williams al formato operístico se nutre de la tradición de la música estadounidense para redondear  la fragilidad psicológica y el carácter sexual de los personajes

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POR IVÁN MARTÍNEZ

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Hace unos días, en el Teatro de la Ciudad “Esperanza Iris”, se presentó la ópera Un tranvía llamado deseo, de André Previn (1929). La puesta de este drama musical juntó el entusiasmo lo mismo de la comunidad operística que de la teatral, llenando las funciones del viernes 24 y del domingo 26 de marzo.

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Como pocas veces ocurre, el entusiasmo nació semanas antes por varias casualidades: la posibilidad de ver una producción operística independiente y de gran formato fuera del Palacio de Bellas Artes, las recomendacionesde boca en boca” de quienes vieron esta puesta antes en Guadalajara, la oportunidad de conocer la adaptación musical del drama teatral por excelencia del siglo XX, y escuchar en el papel de Blanche Dubois a Irasema Terrazas, soprano completa que ha demostrado ya en teatro que es también una actriz auténtica.

“Un tranvía llamado deseo”, de André Previn, es la adaptación a la ópera de la obra homónima de Tennessee Williams/Foto: Carlos Alvar/Sistema de Teatros de la Ciudad de México.

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Quienes entienden más de lenguaje teatral suelen esperar adaptaciones literales a sus obras cuando se trata de nuevas lecturas operísticas, cinematográficas o televisivas. Una semana después de la presentación, no he leído sino elogios de los conocedores de la obra de Tenessee Williams para ésta, sobre todo luego de ver la producción teatral que actualmente se presenta en el Teatro Helénico. No encuentran discordancia en el texto –más allá de que lo “aligere”, al menos en duración– y sí una Blanche mucho más creíble y acertada.

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Ahí están los méritos de la obra de Previn. Su ópera, escrita en 1995 para Renée Fleming a petición de la Ópera de San Francisco se sostiene, más que por su estructura operística o por su partitura orquestal llena de colorido melódico, por la fidelidad sin riesgo al origen dramatúrgico del libreto, encomendado a Philip Littell, y por la capacidad de la soprano que se enfrente al reto emocional que es este tour de forcé vocal.

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Musicalmente no se aleja del poder sexual y de la fragilidad psicológica que son temas en la obra original: no es que haya riqueza armónica pero las bases son sólidas y sobre todo, efectivas; como hijo de la tradición rítmica norteamericana formado en el cine, suena bien como un Richard Strauss maquillado por George Gershwin; orquestador con colmillo que ha sido, supo bien acomodar sus motivos de manera que fuesen prácticos para el drama (frágil con el clarinete, más brusco con la trompeta); autor con oficio, supo también escribir un par de soliloquios con riqueza melódica (no estoy seguro de llamarlos arias) y centrarlos en medio del sinfín de recitativos que hacen el grueso del corpus de la partitura.

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Una partitura escrita para no arriesgar. No mucho. En el caso de esta producción mexicana comandada por el siempre efectivo regista Ragnar Conde y su equipo regular (Escenia Ensamble AC), el riesgo corrió principalmente en el foso, al contar con una orquesta semiprofesional, la Orquesta Sinfónica del Instituto Politécnico Nacional, cuyas emisión sonora y afinación desastrosas se pudieron salvar con el intento honesto, perceptible, de hacerle justicia a la música.

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Con ellos y sin mucho trabajo más allá que la de servir de guía, Enrique Radillo –quien aparece en el programa de mano como alternante del titular– no deja una mala impresión como concertador, como tampoco lo hacen Luis Manuel Aguilar con su escenografía ni Carlos Arce con su iluminación, aunque con ésta y en el trazo escénico se perciban evidentes un par de errores de descoordinación y coherencia. Estos detalles, como el burdo maquillaje en el pecho de Stanley Kowalski, no empobrecen pero cómo enriquecerían.

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El peso de una puesta de esta ópera reside en lo que se percibe de quienes cantan sobre el escenario. Irasema Terrazas lo carga bien. Si ya de entrada es difícil pensar en una cantante mexicana más completa, con su regular apego al estilo de cada repertorio al que se acerque o su inagotable paleta de recursos sonoros y escénicos, será más difícil tras esta Blanche con la que, ya se antoja decreto popular, se ha consagrado: por lo que se escucha, estuvo ahí el canto lleno de color y cuerpo, la precisión técnica, la riqueza de matices, la extensión adecuada y elocuente de su fraseo y su cuidada dicción; por lo que vimos, una actriz completa, capaz de desdoblarse en diferentes capas, reveladora en cada escena; una Blanche frágil, patética, viva.

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Con menos recursos, entre quienes le acompañan destaca el versátil barítono Enrique Ángeles como Stanley Kowalski. De fuerte presencia escénica y actuación adecuada, su canto sufrió de la sonorización ambiental utilizada: según su trazo, podía escucharse encima, haciendo exagerada la intención actoral justa, o volviéndose inaudible. A quien ayudó esta sonorización fue a la soprano Adriana Valdés, quien en lo escénico no pudo hacer nada por su caracterización de Stella. Por los demás, muy oportunas las cualidades del tenor Rogelio Marín como Harold Mitchel, mientras que a la lista de cantantes que demuestran no necesitar de grandes papeles para demostrar su grandeza se suma la soprano Lydia Rendón, esta vez como la vecina Eunice Hubbell.

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FOTO: Un travía llamado deseo contó con las interpretaciones de las sopranos Adriana Valdés en el papel de Stella e Irasema Terrazas como Blanche (en la imagen)./Carlos Alvar/Sistema de Teatros de la Ciudad de México.

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