Escribir bajo amenaza

May 27 • destacamos, principales, Reflexiones • 5308 Views • No hay comentarios en Escribir bajo amenaza

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El trabajo periodístico en México se desarrolla en medio de la amenaza constante de la narcopolítica. Ante el riesgo de ser objeto de agresiones físicas, muchos comunicadores han incluido en sus rutinas de trabajo dinámicas que van desde la omisión de fuentes hasta la autocensura. En este artículo de apertura, el académico de la Universidad de Texas en Austin, y autor del libro Nación criminal (Ariel, 2015), pondera la labor de destacados periodistas inmersos en este contexto

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POR HÉCTOR DOMÍNGUEZ-RUVALCABA

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Escribir crónica, reportaje y opinión sobre la violencia, corrupción e impunidad en México es más que un dechado del bien decir que, de acuerdo con el crítico Julio Ramos, caracterizó a la crónica latinoamericana desde tiempos del modernismo. Es ponernos a merced de la sentencia soberana del “plata o plomo” que llega acompañada de paquetes de dinero como si fueran bombas terroristas. El mayor peligro lo corre quien narre las relaciones estrechas entre la clase política y los criminales. Son numerosas las muertes de quienes han tenido el valor de desentrañar esta relación corrupta que es, a todas luces, la raíz de la crisis de seguridad del México actual. Escribir a pesar del miedo impone claridad y contundencia, prudencia y atrevimiento a la tarea de informar y comentar. Retórica interrogadora que no pierde tiempo en los recovecos decorativos del lenguaje.

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Más que disertar sobre un género que se debate entre la crónica y el reportaje periodístico, entre la narrativa y la seca transmisión de datos letales, me interesa comprender el acto de escribir sobre la violencia como una permanente situación de riesgo. Porque la escritura amenazada debería entenderse como un modo específico del discurso público en un contexto donde la libertad de expresión se ha cancelado. Más que las sutilezas retóricas y los hallazgos poéticos que caracterizaron a toda una tradición estilística de la clase intelectual latinoamericana moderna, lo que hace posible esta escritura bajo acoso es el uso de estrategias contra la coerción ejercida desde la alianza estado y crimen. ¿Cómo llega a ser posible comunicar los hechos que aterran y preocupan al mundo cuando las armas apuntan hacia los comunicadores?

Protesta de reporteros y fotógrafos en Xalapa, Veracruz, por el asesinato del periodista y director del semanario “Ríodoce”, Javier Valdez, el 15 de mayo de 2017 en Culiacán, Sinaloa./Alberto Roa/Cuartoscuro

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De acuerdo con el periodista Miguel Ángel Granados Chapa, Manuel Buendía, asesinado en 1984, fue el primer periodista víctima de la narcopolítca. A partir de este lamentable hecho, la lista de informadores que han sufrido la persecusión criminal se ha multiplicado. Doy solo ejemplos de algunos casos:

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En 1988, Héctor Félix Miranda, co-fundador del semanario Zeta fue asesinado presuntamente por orden del político y empresario Jorge Hank Rhon. Jesús Blancornelas, también cofundador del semanario, fue amenazado y agredido más de una vez por su labor de denuncia de las alianzas entre autoridades y criminales. En repetidas ocasiones, el hace poco finado Sergio González Rodríguez sufrió graves agresiones con la amenaza de ejecución si no dejaba de escribir sobre la violencia feminicida. Su libro Huesos en el desierto ha sido uno de los de mayor influencia en los estudios de la violencia sexogenérica en México. Aún no podemos entender del todo cuál es el interés de las autoridades en evitar que se hable e investigue sobre este tema, prefiriendo que la fama de un país impune y misógino corra alrededor del mundo. En 2006 la peridista Lydia Cacho fue secuestrada y torturada por exhibir a una red de pornografía y protitución infantil, donde políticos todavía en funciones están involucrados. La corresponsal de la revista Proceso Regina Martínez recibió amenazas directas de funcionarios del gobierno de Veracruz por denunciar en sus reportajes los pactos de colaboración entre goberantes y grupos criminales en ese estado. Las autoridades presentaron su muerte en 2012 como una historia pasional fabricada torpemente. La recién asesinada Miroslava Breach, de los periódicos El Norte y La Jornada, había recibido varias amenazas por investigar los vínculos entre autoridades municipales de la sierra de Chihuahua y el crimen organizado. La temible amenaza contra el periodista Javier Valdez terminó por cumplirse hace unos días. Su implacable crítica a la complicidad de autoridades con los criminales resultó intolerable. Él era reconocido por su claridad analítica y poderosa prosa.

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La cifra de los trabajadores de la palabra asesinados y exiliados, desaparecidos y amenazados ya se cuenta por cientos. En México son legión quienes han optado por la autocensura, y millones quienes prefieren cerrar los oídos, porque saber nos pone en peligro, entender nos aterra, y mostrar interés nos condena. El nerviosismo de los comunicadores que se debaten sobre qué parte de la información que poseen deberá salir al público; la incomodidad de quienes se resignan a seguir al pie de la letra la versión oficial de los hechos, incluso cuando están conscientes de los absurdos y mendacidad evidentes en los boletines de prensa; y los asesinatos perpetrados cobardemente contra quienes registran los actos de corrupción e impunidad en sus escritos, son parte de un mismo fenómeno: una guerra encarnizada contra el decir y el saber.

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Blancornelas cuenta en una de sus crónicas que, ante su insistencia, un fiscal de Baja California se negó a revelarle la identidad de los autores de una ejecución, alegando que le salvaría la vida ignorarlo. Esto muestra que las fuentes mismas seleccionan los datos que comparten con los periodistas a manera de protección mutua. Los halcones proliferan en todos los rincones y los interventores de llamadas y mensajes cibernéticos siguen sigilosamente sus pasos. La incesante vigilancia del “Big Brother” los fuerza a un escamoteo preventivo: el ocultamiento de datos, la omisión de las fuentes, las vaguedades y generalizaciones estratégicas. Más que de autocensura se trata de una conducta de autoprotección que nos confirma que la sociedad mexicana vive inmersa en un avanzado proceso dictatorial. Esto es, las cadenas de vigilancia que se han establecido ya son equiparables a las de los regímenes totalitarios más encarnizados contra la libre expresión. La Unión Soviética y la Cuba Castrista, las dictaduras latinoamericanas del siglo XX tenían en la censura uno de los ejes de su estrategia de control.

Manifestación en Guadalajara por el asesinato del fotorreportero Rubén Espinoza, ocurrida el el 31 de julio de 2015 en la Ciudad de México./Ulises Ruiz Basurto/EFE

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Es común encontrar en los reportajes sobre los crímenes la omisión estratégica de los autores para no comprometer su seguridad: desde hace tiempo muchos artículos aparecen firmados por La Redacción. Otras omisiones son los nombres de personajes poderosos, la imprecisión voluntaria de lugares, el uso de eufemismos, o el recurso de la punta del iceberg, que consiste en contar una parte no comprometedora de la historia, dejando sugeridos los hechos centrales. El periodista Emilio Gutiérrez de Alba, en su libro de crónicas El espírutu del Toques presenta historias de niños de la calle, adictos y pequeños criminales que componen una especie de paisaje de fondo de Ciudad Juárez durate el apogeo del Cártel de Juárez en los años noventa. En su libro Juárez: the Laboratory of Our Future, el periodista norteamericano Charles Bowden reúne una serie de fotografías que registran las atrocidades criminales de esta ciudad, también en los años noventa. En ambos, las alusiones al Cártel de Juárez y los nombres de los políticos corruptos son cuidadosamente omitidos. En su libro El karma de vivir al norte Carlos Velázquez narra experiencias de vida en una especie de etnografía emocional de la región lagunera de Coahuila y Durango, en el ambiente de terror que la lucha entre los Zetas y el Cártel de Sinaloa ha producido. Héctor de Mauleón en su Roja oscuridad. Crónicas de días aciagos recuenta eventos de violencia, donde deja ver la vida cotidiana en un estado de terror, y las burocracias corrompidas y mendaces que distorsionan los hechos. Una a una, estas crónicas trazan la ruta hacia la descomposición social. José Reveles nos hace voltear hacia el hoyo negro de las desapariciones, los puntos extremos de tal descomposición. Autobiografías como la de Jesús Lemus, Los malditos. Crónicas de Puente Grande, o el testimonio novelado que firma M.A. Montoya, El espejismo del diablo, son registros que revelan la trama íntima de la victimización. Son imprescindibles los trabajos de Sanjuana Martínez (Las fronteras del narco), Diego Enrique Osorno (El cártel de Sinaloa), Humberto Padget y Eduardo Loza (Las muertas del estado; Los muchachos perdidos), Lydia Cacho (Los demonios del Edén), Anabel Hernández (Los cómplices del presidente), Ricardo Ravelo (Los zetas, Osiel, La herencia maldita), Marcela Turati (Fuego cruzado), importantes blogueros… la lista no cabe en este texto.

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Hay quienes han optado por el exilio y desde fuera continúan escribiendo sobre la violencia criminal en México. Es también desde fuera que se ha despertado una gran preocupación por el avance de la crisis de libertad de expresión y persecución directa de periodistas por parte del estado. Javier Valdez figura entre las plumas más reconocidas de la crónica de la violencia en el México reciente: sus trabajos se estudian en diversas universidades del mundo. Esta visibilidad internacional quizá no fue bien ponderada por los ojos y las orejas del Big Brother criminal. Y es a fuerza de amenazas y ensañamientos contra los mensajeros que el estado mexicano ha dejado claro que carece de autonomía, ha renunciado a su papel constitucionalmente establecido al volcarse contra la ciudadanía y sus voceros, en una de las crisis de derechos humanos más notables del mundo actual.

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FOTO: Reporteros y fotógrafos portan retratos del periodista Javier Valdez Cárdenas durante una protesta en la Ciudad de México contra las agresiones a la prensa. El director del semanario Ríodoce fue ejecutado el 15 de mayo en Culiacán, Sinaloa./Henry Romero/Reuters

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