Ken Loach y la beneficencia fatídica

Jun 3 • destacamos, Miradas, Pantallas, principales • 3767 Views • No hay comentarios en Ken Loach y la beneficencia fatídica

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A punto de cumplir 60 años, Daniel Blake, un carpintero inglés debe acudir a la asistencia social luego de que su médico le prohibiera trabajar. En esta nueva etapa de su vida conoce a Katie, una madre soltera, en quien encontrará reciprocidad

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POR JORGE AYALA BLANCO

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En Yo, Daniel Blake (I, Daniel Blake, RU, 2016), estrujante filme 28 (más segmentos) del veterano radical inglés prosiguiendo a los 80 años exactos su ininterrumpida crónica de las penalidades de la clase obrera de su país Ken Loach (de Pobre vaca 69 a sus 4 inéditos aquí: Ruta irlandesa 10, La parte de los ángeles 12, El espíritu del ’45 13 y Jimmy’s Hall 14), con guión de su ya habitual proveedor filósofo indio-escocés de imaginativos libretos muy precisos Paul Laverty (desde La canción de Carla 96), Palma de Oro en Cannes 16 y premio Bafta al mejor filme británico, el digno y chambeador carpintero viudo de New Castle casi sexagenario Daniel Blake Dan (Dave Johns) debe recurrir por primera vez en su vida a la asistencia social del ministerio de salud para solicitar un subsidio por incapacidad laboral, tras un infarto cardiaco que lo ha inutilizado para ejercer su oficio, pero se topa con laberínticos e inimaginables trámites administrativos por completo coercitivos, digitalizados e impersonales que le exigen interrogatorios por centros telefónicos, esperas, citas previas, clases sabatinas para elaborar su CV y auxilio para uso de internet, pero sobre todo la urgente obligación de buscar trabajo (y demostrar la búsqueda de ese trabajo imposible e indeseable) para evitarse una sanción, todo lo cual lo apabulla, coarta, torna desdichado y amarga, sintiéndose hostilizado hasta por las empleadas desconocidas que intentan ayudarlo como una compasiva madura Ann (Kate Rutter) y la joven autómata Sheila (Sharon Percy), aunque por fortuna conoce y defiende en una oficina a su homóloga femenina, la infeliz londinense cuarentona Katie (Hayley Squires), madre soltera de dos niños de distinto padre, la dulce aspirante a escolapia con rastas de 9 años Daisy (Briana Shann) y el travieso chavito casi autista Dylan (Dylan McKiernan), de quienes se encariña, cuida y contribuye para que se adapten a un nuevo deleznable hogar, hasta que la amada Katie, ya frecuentadora de dispensarios alimenticios de caridad religiosa y ladrona ocasional de productos en supermercados, cae en la espiral de la prostitución, y el varón se desquicia, se enfrenta a la beneficencia, se proclama en rebelión mediante una autoafirmativa pinta callejera, cae en prisión, es liberado, se recluye en su habitación, es rescatado por la pequeña Daisy y se prepara ahora sí para afrontar, sólo apoyado por Katie, al dictamen burocrático que determinará el destino de su apelación rehabilitadora, y la de él mismo como persona, de cara a esa estatal beneficencia fatídica.

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La beneficencia fatídica preconiza y lleva al nivel de perfección un realismo observacional y detallista que se basa en la supremacía de elementos racionales de orden clásico, contribuyendo a limitar los factores descriptivo-expresivos que dicta el delirio narrativo, pero llegando de nuevo a éste, de signo anticonservador y profundamente crítico, tras ofrecer válidos enfoques sígnicos, procedentes del naturalismo y una captación impresionista súper bien documentada y demostrable.

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La beneficencia fatídica arremete contra la insensibilidad de las instituciones sociales inglesas, y a través de ella hace una feroz crítica a la sensibilidad gubernamental capitalista que, cada vez con mayor fuerza y lógica inhumanas, pueden seguir siendo, según Loach, tan malvadas como la desintegración paulatina de una chava por la psiquiatría tradicional en plena era antipsiquiátrica langiano-cooperiana en Vida de familia (Loach 71), o tan crueles como el decomiso al infinito bebé tras bebé de la pareja disfuncional compuesta por el inmigrante chileno y la londinense gorgónica de Ladybird, Ladybird (Loach 94), a modo de un acerbo y enajenante proceso de despersonalización/impersonalización, con la misma mirada al escalpelo y el mismo trazo impasible con que se ponderaban (más que denunciar retrospectivamente) los crímenes de los milicianos comunistas en la Guerra Civil Española del 36-39 en Tierra y libertad (Loach 95) o la inútil lucha interna/externa de un adolescente escocés para romper con el círculo vicioso que lo condena a devenir traficante de drogas en Dulces 16 (Loach 02).

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La beneficencia fatídica atrapa dentro de su cerco la seudocalma neokafkiana y el estallido de locuras ordinarias de un Hombre de Cráneo Rasurado (Delvaux) y de su adorado reflejo femenino, sólo unidos por la solidaridad en la ignominia, con vidas desarregladas y desarraigadas cuyos momentos fuertes y significativos vienen a ser, muy tersa y sencillamente, el crucial telefonema del inicio aún con pantalla oscura durante la cual el convaleciente Dan se pone él solo la soga al cuello al responder con sarcasmo lógico un interrogatorio, la descalificación civil por puntos (“Podría perderlo todo”) como en la meritocracia futurista del episodio “Nosedive” (Wright 16) de la TVserie Black Mirror, el infierno degradante del desempleado fingiendo la farsa trágica de buscar empleo, el drama del azulejo roto al restregar la sucia morada percudida, los largos espacios en negro cual elípticas guillotinas capitulares, los aplausos de las conejitas callejeras al individuo reventando en revuelta, el abismo doliente del hombre vuelto borroso espectro atisbado por los ojos amorosos de la filial Daisy a través de la rendija del correo, y la chaplinesca penuria terminal leída en el rostro provecto reflejado como única identidad real en el espejo del mingitorio.

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Y la beneficencia fatídica acomete algo que parece tan anacrónico y sin embargo tan vigente y virulento como lo es la crónica de los últimos estertores de la dignidad humana en la ya irreversible/irredimible/irremediable era digital, antes de su naufragio y su desaparición definitiva, una historia desgarradora que pone los pelos de punta, el triunfo del tiempo y del desengaño, que habría de culminar en la impotente elocuencia vencida, no obstante concebida como celebratoria antes del mortal derrumbe en el baño, de una oración fúnebre.

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FOTO: Yo, Daniel Blake, del director británico Ken Loach, se exhibe en la cartelera comercial de la Ciudad de México.

 

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