Cuevarios

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Entre 1999 y 2007, José Luis Cuevas publicó su popular columna en las páginas de EL UNIVERSAL. Aquí hacemos un rescate de sus entregas más memorables

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POR JOSÉ LUIS CUEVAS

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La biblioteca del museo “Cuevas”

La biblioteca del museo “José Luis Cuevas” lleva el nombre de “Octavio Paz”. El director es Eduardo Cabrera. Ahí se conservar más de 600 libros que me aluden. La hemerografía ocupa un mueble aparte con recortes de prensa que abarcan 45 años de intensa labor pública. Los más antiguos, ya amarillentos, recogen mis primeras entrevistas y los comentarios que estas suscitaban, no siempre favorables. Era natural. Ya desde entonces reflejaba en mis respuestas un espíritu indomable, una necesidad de emplear la palabra en defensa de mis convicciones. Era tan joven entonces, pero siento que muchos de esos rasgos juveniles todavía persisten en mí, a pesar de haber llegado a la tercera edad. Nuevos huéspedes de la biblioteca con las cajas de cartas por mí escritas o a mí dirigidas. Yo he sido buen corresponsal y hay un libro publicado en inglés que lleva el título de Letters que viene a ser algo así como mi diario parisino. Son más de 100 cartas ilustradas, todas ellas dirigidas a un antiguo representante mío que tuvo la buena idea de donar la mitad de la colección al Museo Metropolitano de Nueva York. Aunque yo hubiera preferido que esa entrega se hubiera hecho al museo que lleva mi nombre.

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En la biblioteca también están los libros por mí ilustrados. De mi época de París hay tres editados por Galilee. Uno de ellos es la segunda edición de una obra extraña que en los 40 apareció con dibujos de Max Ernst. El autor Kurt Schwitters que es muy conocido como pintor abstracto inventor del Metz, una especie de DADA. Publicado por Fatta Morgana hay un libro que se llama Cuevas Blues con un largo poema a mí dedicado de André Pieyre de Mandiargues, que viene ilustrado con cartas que yo le enviaba desde mi estudio de “rue” La Condamine. No en Francia, sino en México, ilustré a Alfred Jarry (Ubu Roi) y a René Char. Para Carlos Fuentes dibujé por encargo del Círculo de Lectores de Barcelona, ocho portadas. Mi relación con la literatura y los escritores ha sido muy estrecha. Admiración y afecto ha provocado las 40 portadas que reproducen mis trazos de dibujante. Con Paco Ignacio Taibo I hice tres libros, uno de ellos editado en Asturias pero de tema neoyorquino.

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En revistas y periódicos de diferentes países han quedado también mis ilustraciones y retratos de escritores. Apuntes del natural de Carlos Fuentes, Borges y Neruda han ocupado páginas de publicaciones extranjeras. En el suplemento cultural de El Mercurio de Santiago, Chile, retraté a José Donoso en un número a él dedicado, unos meses antes de su muerte. Para la revista trilingüe América que sigue publicándose en Washington, dibujé a Ezra Pound, a quien visité el año de 1954 en su celda del manicomio de Saint Elizabeth.

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El acervo de cartas del museo “Cuevas” abarca diferentes géneros. Desde aquellas que tratan asuntos comerciales con directores de galerías o editores, hasta aquellas en las que respondo preguntas curiosas que periodistas o admiradores me han formulado. No faltan también las de los amigos y familiares, que son intimistas. En éstas manifiesto mis sentimientos de afecto y mis siempre cambiantes estados de ánimo. Las que he mandado a Bertha y a mis hijas están despojadas de todo artificio. No hay presunción alguna en ellas ni arranques triunfalistas. Al contrario. Asoman con frecuencia sentimientos de inseguridad, de fracaso y tristeza. Como en ésta cuya copia tengo en mis manos y que no trae fecha, pero que fue escrita en París y enviada a Bertha en México. Es una misiva muy extensa que no cabría en esta mi columna. Selecciono unos cuantos párrafos:

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Berta:

No sé cuánto podré resistir. Este año se me presenta como el peor de mi vida. Te escribo desde un estado de depresión. Las dos últimas noches las he pasado en vela. No he llamado a nadie. Pienso en ti y en nuestras tres hijas…

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Me encontré en el estudio dos cartas de Mariana fechadas en noviembre. Las contesté apenas ayer con un mes de retraso. Lo que ella me dice me conmovió mucho. La convivencia, el hastío de la vida cotidiana, nos impide comunicarnos cuando estamos juntos. Siento que con mis hijas, sobre todo con Mariana, he sido injusto.

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Huí de México pero aquí en París no he encontrado sosiego. Si al menos pudiera expresar mi angustia dibujando estaría salvado… “Pero a pesar de esta clausura que me he impuesto en este estudio con calefacción deficiente, todavía no he podido producir obra válida. ¿Me habré secado como Juan Rulfo? ¿Cómo en estas condiciones podré cumplir mis compromisos? El futuro lo veo incierto. ¿Qué será de mí y de ustedes? No encuentro manera de explicarte el terror que me producen las hojas en blanco que he distribuido en las mesas de dibujo. Mirarlas es asomarme al vacío. ¿Qué podré hacer para perderles el miedo, poblarlas con mis obsesiones? ¿Porque está disminuyendo mi capacidad creativa? ¿Qué es lo que ha minado mi voluntad? Lo único que en este momento podría consolarme, lo único que podría hacerme sentir acompañado son mis dibujos. Enojada, me dijiste en México: ‘Lo único que sabes hacer es dibujar’. Tu propósito era molestarme. Y ya ves, ya ni eso. Quisiera en estos momentos estar con ustedes y hablarles en busca de su comprensión y su cariño. Me siento tan desdichado, tan desolado. María José, la que nació el mismo día que yo y todavía no ha aprendido a quererme… Tan pequeña y aprendiendo de una sola persona, yo, su padre, tan acongojado, tan débil…

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Quisiera poner todo en tus manos: las cuentas y las propiedades. De estos lo más valioso son los cuadros y mis libretas de dibujos. Están estos en las cajas y en las bodegas del museo Carrillo Gil. Todo entregado a ustedes con la súplica de que hagan buen uso de ellos. Es el patrimonio de ustedes, logrado con mi trabajo de artista…

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A ‘madame’ Herold no la he llamado. No veo otra solución que cancelar la exposición. Esto me hará sentirme todavía peor, pero no encuentro otra salida. No puedo hipotecar mi incierto futuro de artista… Ojalá y una mañana amaneciera con la mano diestra y con ánimo dispuesto para el trabajo… Con qué nostalgia miro hacia atrás y me veo sentado en mi mesa produciendo febrilmente cientos de dibujos…

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Hace unos momentos la calefacción hizo un ruido infernal. Pensé que en cualquier momento iba a explotar. Uno de los ‘relojitos’ marca cero y recuerdo que Jorge Camacho me dijo que esto indicaba peligro. Al terminar esta carta veré a la portera y le explicaré mi problema. Le regalé 100 francos y está muy amable. A veces sube a ver si algo se me ofrece. Besos a las cuatro.

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José Luis Cuevas.”

25 de enero 1999

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La biblioteca del museo “Cuevas” (II)

Qué difícil me está resultando poner orden en tantas cajas con papeles que sigo encontrando y que quiero entregar seleccionados a la biblioteca del museo “José Luis Cuevas”. Las cajas con correspondencia familiar ya están allá. Pero falta mucho por revisar. ¿De dónde surgió en mí esta necesidad de hurgar en tantas cajas y también en mi archivero antiguo que está al fondo de mi estudio principal y cuyo contenido tengo más presente, porque ahí está la correspondencia con intelectuales de primer orden? Entiendo la preocupación por conservar éste en buen estado. Pero tantas cajas, que a veces usé como un bote de la basura donde se echan tantos papeles inútiles, que me llegan a diario. Esta manía de conservar todo viene de un consejo de Fernando Gamboa. “Guarde todo, no tire nada, porque con el tiempo el más insignificante papel adquiere una importancia enorme”. Su consejo lo he seguido al pie de la letra y aún ahora durante la inspección de estas cajas no me atrevo a romper nada. Recibo semanalmente un promedio de 200 sobres con contenidos diversos. Todos los abro y cuando se trata e mensajes injuriosos los conservo en una caja especial para ellos. Hay misivas en demanda de algún consejo que imagina el remitente podrá servirle para enderezar alguna vocación artística que no encuentra su camino. Procuro contestarlas, como también cumplo con algunas que me piden un autógrafo.

José Luis Cuevas, su hija Mariana, y su esposa Bertha Riestra en una fiesta a principios de la década de los 70.

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Para todo esto invierto mucho tiempo. Artistas jóvenes me envían sus dibujos y aunque no revelen un talento promisorio sería incapaz de destruirlos. Ya me he referido en otra ocasión a las libretas en las que anoto los nombres de mis enemigos. Ninguno queda fuera, como tampoco en la que quedan enlistados todos aquellos que me han sido leales y a quienes debo favores. Mis estados de salud, algo así como un diario de mis malestares físicos, también están descritos en alguna de las muchas libretas. Hay también observaciones sobre la obra de pintores, ya sean contemporáneos o del pasado, mediato o inmediato. Los libros leídos o mirados, en caso de que traigan ilustraciones, los comento en unas cuantas líneas o al menos aparecen mencionados. En un arcón especial, bellamente grabado, están mis libretas de apuntes, dibujos o escritos. Pero lo que me resulta curioso es que cuando he escrito las memorias que se han publicado en estos mis cuevarios, no recurro a estas anotaciones, sino que me dejo llevar por los recuerdos, por lo que está registrado en mi cerebro.

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Sin embargo, ahora que durante algunas semanas me he dedicado a hurgar en cajas y archivos no he reprimido la necesidad de transcribir cartas o como en este caso, algunos párrafos de mis diarios. En una libreta blanca de hojas verdes he encontrado ocho hojas que son mis impresiones de París, cuando llegué el año de 1976, con la intención de adoptar a Francia como mi segunda patria. Al dejar México lo dije: “Me voy a París donde pienso residir el resto que me quede de vida”. Selecciono algunos cuantos párrafos de lo escrito entonces, haciendo la aclaración que muchas de las ideas de entonces cambiaron con el tiempo.

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“París, 5 de mayo de 1976

Ha sido casi un milagro hallar, casi al azar, los materiales de trabajo que necesito. Hay ratos en que París se cierra, nada se encuentra. En otros, las cosas que no esperábamos se nos ofrecen en lugares impensados. Es una ciudad senil. Ya no sabe cómo actúa…

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París, 6 de mayo de 1976

Supe de un sudamericano que hace años vino con una beca a pasar el tiempo mientras se hacía creer gran pintor. Tuvo un problema familiar y se vio forzado a regresar al país natal. Allí se le enredaron las cosas, creo que le suprimieron la beca. El pobre iba a suicidarse, realmente, iba a suicidarse ante la eventualidad de no volver a París, andaba errático por las calles de su vieja y hermosa capital provinciana pero sana y pura entonces. Aborrecía el agua, no podía vivir sin vino en las comidas. En París no se bañaba más que una vez al mes. En su capital tórrida tenía que bañarse todos los días; aquello era atroz. La gente “interesante” no se baña… olía mal, pero el hedor era elegante y tener que asistir a un baño público era costoso y de mal gusto; había que hacer como los franceses, es decir, no bañarse… de estos detalles están hechos nuestros restacueros. Ahora, eso sí, se sientan en los cafés, entre compatriotas a comentar hasta el último chisme político o el último chisme social, parroquial de la tierra remota. Combaten las nostalgia dándose consuelo con lo importante que es vivir en París en ese momento. Jamás pueden admitir que París se disuelve en historia. Vive de historia, con esfuerzos de todas clases para parecer juvenil y entusiasta.

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París, 7 de mayo de 1976

Observo en los postes del alumbrado y en ciertos lugares, los carteles anunciando la gran retrospectiva de un pintor menor, Dunoyer de Segonzac, a quien le tributan un homenaje póstumo con una retrospectiva en l’Orangerie.

Estas cosas me irritan por lo fingidas. ¿Es que no hay otros pintores en la historia de Francia que merezcan una retrospectiva?”

1 de febrero de 1999

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La autobiografía-río

Cambia de nombre mi columna, de “Cuevario” a “Cuevalogía”, pero no la intención de que siga siendo autobiográfica.

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Desde que me inicié en el periodismo, y esto empezó hace muchos años, cuando Fernando Benítez aceptó con entusiasmo mis artículos en los que arremetía en contra del muralismo nacionalista, ya para entonces muy agotado, hasta los 690 “cuevarios” que muy cumplidamente vine publicando en el desaparecido El Búho del diario Excélsior, mi intención fue, y sigue siendo, dejar un testimonio de mis pasos por la vida. Mi ambición es muy grande: registrar todo lo vivido. Que nada quede fuera. Para esto he recurrido antes que nada a mi memoria, “la más prodigiosa de este país”, alguien me dijo; pero también me han ayudado mis libretas de diarios, que las he llevado sin orden ni concierto.

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Lástima que por mi vida viajera, en constante movilidad, no haya tenido a veces el tiempo de que en mis diarios no quedaran muchos acontecimientos fuera. Mis anotaciones quedan abruptamente interrumpidas y trato de retomar el hilo, que me resulta imposible por el tiempo transcurrido. Así que en mis libretas de diarios hay muchas hojas en blanco. Hace algunos meses descubrí que mis agendas, bitácoras de mis actividades de cada día, podían ser también una fuente para dejar saber a mis lectores en qué gasto las horas de mi vida, cuando no me encuentro en mis estudios trabajando. No se crea que al tomar datos de mi agenda dejo fuera lo intrascendente, el encuentro con alguna persona irrelevante, un suceso trivial. No. De ninguna manera. Todo lo vivido debe quedar documentado. Nada debe ser omitido. Todo mi material periodístico no ha de ser tan deleznable desde el momento que ya ha sido recogido en varios libros que ahora enumero, sin dejar uno fuera: Cuevario (Grijalbo), Historias del viajero, Historias para una exposición (Premià), Cuevas antes de Cuevas (Bruguera), Gato macho (FCE), Los sueños de José Luis Cuevas (Editorial Rino) y La enfermedad de Bertha (La Parota y la Universidad de Colima). No incluyo en esta lista Cuevas por Cuevas (ERA), porque este no incluía textos periodísticos. Ésta, mi primera autobiografía, mereció ser reproducida, con todas sus 50 cuartillas, en dos revistas estadounidenses de amplia circulación: Evergreen Review y Art Forum. Cuevas por Cuevas fue muy bien acogido por el público y la crítica literaria. Tuve además la satisfacción de que figurara como finalista para el premio “Xavier Villaurrutia”, que ganó ese año, muy merecidamente, Farabeuf de Salvador Elizondo. Lo que muy pocos saben es que mis primeros “cuevarios” aparecieron, casi simultáneamente que en México, en el suplemento cultural del diario ABC de Madrid. ¿Debo por todo esto considerarme escritor? Quizá sí, aunque la escritura la practique únicamente los domingos por la mañana, mientras que el resto de la semana la dedico a mi vocación primaria: las artes plásticas.

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Mi escritura ha sido una consecuencia de lo que pinto, grabo o dibujo. Se da una dicotomía entre ambas disciplinas. Mi Autobiografía-río tiene su equivalente gráfico en los autorretratos que hago todos los días, frente al espejo, para dejar registrados los signos del tiempo. Además, es frecuente que en mis dibujos incorpore textos alusivos al tema, como si buscara la mayor comprensión de los espectadores. En mi caso, escritura y artes visuales se complementan. Quien no entienda lo que dibujo o pinto, que recurra a mis textos autobiográficos. A lo mejor éstos podrán orientarlos para encontrar el verdadero significado de mis imágenes plásticas, tan auténticas y verdaderas como lo que dijo con las palabras.

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Al cambiarme a EL UNIVERSAL mis colaboraciones ya no se llamarán “Cuevario”, sino “Cuevalogía”. El título fue sugerido la otra tarde por Alberto Ruy Sánchez, a quien encontramos Bertha y yo, casualmente, en el restaurante “Especia”, mientras comíamos con Anita y Ramón Xirau.

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8 de febrero 1999

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Cuando José Luis Cuevas era chico

Llega a mis manos un libro más en el que aparezco. Se titula Cuando los grandes eran chicos. La autora es una antigua amiga mía, Elvira García, periodista notable. Me lo dedica de una manera afectuosa. Dice: “Para José Luis Cuevas, por los años de conocernos, por la intensidad y la pasión de la vida, por las vivencias hermosas que se fueron y las que vendrán. Con cariño y admiración de Elvira.” Encuentro muchos nombres conocidos que me acompañan en las 300 páginas que completan el volumen. Cito a los más renombrados: Edmundo Valadés, Juan Soriano, Blas Galindo, Mariana Frenk Westheim, Eduardo Mata, Fernando del Paso, Alí Chumacero, Manuel Álvarez Bravo, Rodolfo Haffter, Gabriel Figueroa, Héctor Azar, Alice Rahon, Cordelia Urueta, Rufino Tamayo, Rafael Solana, Nacho López, Carlos Mérida, Gilberto Martínez Solares, Luis Cardoza y Aragón, Elías Nandino y Alfredo Zalce. A todos los conocí, aunque no con todos he tenido amistad. Es un libro nostálgico en el que cada uno de los que aparecemos hablamos de nuestra infancia. Dejamos al descubierto nuestras primeras vivencias, el momento decisivo en el que se evidencia una vocación creativa, que marca el futuro. Yo me encuentro en la página 275, en la que empieza diciendo:

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En la infancia ya dibujaba. Era mi juego preferido. Hacía uso de los materiales, como lápices y hojas de distintas calidades, gracias a que nací en los altos de una fábrica de papel que regenteaba mi abuelo. Aún no sabía escribir pero ya dibujaba utilizando los lápices de marca El Águila. Cuando mi madre y mis hermanos mayores observaban mis trabajos, yo les empezaba a contar una serie de historias alrededor de cada una de las obras que había hecho, y allí me tenían ustedes, describiendo verbalmente lo que debía explicarse a través del trazo.

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Casi todos mis dibujos eran autobiográficos, pues tenían una relación con el mundo que me rodeaba, con la fábrica, con los extraños personajes que visitaban la casa; como esos ancianos amigos de mi abuelo que pasaban a saludarlo y a conversar con él. Yo estaba reproduciendo mi ámbito más cercano y, sin embargo, sentía la necesidad de explicar cada trazo. Era como esos artistas no tienen confianza en captar el parecido de sus personajes y creen que necesitan auxiliarse de un letrero para indicar de qué se trata.

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Yo soy buen memorioso para las imágenes. Por ejemplo, recuerdo claramente los primeros libros que vi, y las ilustraciones que contenían.

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(…) Por otro lado, creo que en mi infancia sucedieron acontecimientos que no podría calificar de alegres. Yo nací en una casa enclavada en un triste callejón. Vivíamos rodeados de amigos de mi abuelo, todos igual de ancianos que él. Nosotros éramos testigos de cómo iban muriéndose paulatinamente todos ellos; esas lúgubres imágenes son las que más han persistido en mí.

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Por distintos caminos mis recuerdos siempre me conducen por escenas tristes, relacionadas con la muerte y la enfermedad. Siendo muy niño, la vida me enfrentó a convivir con los males de mi abuelo y luego con su deceso, hecho que se encadenó con los rosarios que se iban rezando día tras día.

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En mi hogar, el abuelo fue de una enorme importancia para todos. Era un hombre de grandes bigotes blancos, de aspecto bastante anticuado y de una edad muy avanzada como para tener nietos tan chiquillos como nosotros. Me acuerdo que se desplazaba en la casa de modo silencioso: su añeja viudez lo hacía parecer un hombre solitario y taciturno. Diariamente salía a hacer paseos que nos intrigaban mucho. Esto sucedía una vez que terminaba su trabajo en la fábrica. Antes de salir, preparaba meticulosamente su arreglo personal. Tomaba un cepillo y frotaba por largo rato sus botas.

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Esa afición mía de usar únicamente botas, de nunca haberme puesto un zapato bajo, se debe quizá a los botines que yo vi que tenía por costumbre calzar mi abuelo. Me acuerdo que los cepillaba tenazmente, y esta operación tardaba cerca de veinte minutos. Luego se acicalaba, se ponía su chaleco, su saco y, entonces, salía. Pero nunca decía a dónde se dirigía o, cuando menos, qué iba a hacer. Nosotros siempre le preguntábamos ¿a dónde vas’, y nos respondía: ‘Voy al Zócalo’, y sin decir más partía hacia la calle…”

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25 de junio de 2001

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Carta a Bertha Cuevas

Mi adorada esposa:

Siempre pensé que yo moriría antes que tú. Se lo comenté a nuestras tres hijas en días pasados cuando estábamos en la casa de la playa, adonde fuimos a depositar parte de tus cenizas al mar que tú tanto amabas. Estuvimos dos días recibiendo a las mujeres de Pantla que mucho te recuerdan. En la palapa organizaron ellas un rosario, el primer día. Después hubo una misa con un sacerdote de la iglesia de Buena Vista que ellas llevaron. Ya muy noche, Mariana, Ximena, María José y yo caminamos entre las rocas, en una de ellas, ¿recuerdas?, te gustaba sentarte para ver la puesta del Sol. Pusimos en ellas veladoras y flores. Después nos metimos al mar y ahí dejamos tus cenizas. Las olas estaban muy altas pero no sentí miedo (tú sabes, que no sé nadar), a pesar de que una de ellas nos azotó con fuerza y nos revolcó. Pensé unos instantes que me llevaría a lo profundo para acompañar tus despojos.

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Nunca me viste llorar porque mi padre nos decía a Alberto y a mí que los hombres no debemos hacerlo. ¡Principios machistas! Ahora debo confesarte que no he podido contener las lágrimas. Mientras escribo esta carta estoy llorando porque te extraño mucho, quisiera estar contigo. Me haces mucha falta, mi adorada Bertha.

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Ayer fui al museo y seleccioné fotos tuyas que me pidieron del Reforma para el suplemento El Ángel, del domingo que viene. En todas estás bellísima. Qué bella fuiste. Qué privilegio tan grande tuve de haber sido correspondido por ti cuando me visitaste en la casa de mis padres, en la calle Providencia. Estaba yo enfermo, el doctor Aceves me había aconsejado reposo por el agotamiento que me produjo haber preparado mi primera exposición en París. Tenías tú entonces 18 años y yo tres más que tú. Poco antes te había conocido en el manicomio. Yo estaba ahí dibujando y tú llegaste acompañada de María Elena Lombardo, compañera tuya en la universidad donde ambas seguían la carrera de psicología. Nos diríamos después que ahí surgió el amor. Este sentimiento duró en ti hasta hace unos días, en que rodeada de nuestras hijas, tu hermana Cristina y yo, dejaste de existir para este mundo. Mi amor por ti se ha hecho en mí todavía más grande. Mi sentimiento religioso se ha acrecentado y veo mi muerte con la seguridad que me llevará al reencuentro contigo.

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Estoy durmiendo en mi estudio y me cuesta trabajo hacerlo. El Ativán no me hace efecto. Pero el insomnio me permite recordar aspectos de nuestra vida en común. Viajamos mucho, nos hospedamos en infinidad de hoteles. Te gustaba que antes de dormir te contara sobre nuestros viajes en barco. El primero fue en el “Leonardo da Vinci”. Lo abordamos en Nueva York y desembarcamos en Nápoles. Vendrían después los viajes en el “Oriana”, barco inglés de la P&O que nos llevaba a San Francisco. Cuando nació María José, pensaste en ese nombre que lo encontrabas tan bello. Tuve tres hijas contigo, que ahora desesperan por tu ausencia.

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Bertha: tuvimos tantos amigos leales que ya en su mayoría han muerto. Siendo tú y yo muy jóvenes fuimos muy bien recibidos por intelectuales y artistas que nos doblaban o triplicaban la edad. Tú me decías en tiempos recientes: “tenemos que ser generosos con los jóvenes porque recuerda que los mayores nos querían y ayudaban”. Enfrentamos también a muchos canallas que trataban de dañarme en lo profesional. Tú siempre a mi lado, defendiéndome de aquellos que me ofendían. Tú, protectora de mi trabajo. Tú, indignada cuando alguien me cerraba caminos. Tú, ajena al comercio de mi obra. Nunca trajiste a la casa personas que me no pudieran convenir. Tú fuiste como yo. Ninguno de los dos actuamos por oportunismo. Tú compartiste mis antipatías y quisiste a los que me querían. Tú, amantísima madre. Tú, mi esposa. Tú, mi amante. Tú, la madre de Mariana, Ximena y María José. Tú, la mujer que me amó. Yo, el hombre que hizo lo posible porque te aliviaras. Tú y yo siempre juntos. Hasta muy pronto, mi muertita divina…

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29 de mayo 2000

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FOTO: Viñeta de José Luis Cuevas publicada en uno de sus Cuevarios.

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