Cátedra Arturo Márquez: “Tinta fresca”

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El proyecto impulsado por la UNAM fue una oportunidad para el diálogo entre el maestro y los jóvenes compositores en la búsqueda de sus propios lenguajes musicales

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POR IVÁN MARTÍNEZ

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Desde el año pasado, la Coordinación de Difusión Cultural y la Dirección General de Música de la UNAM llevan a cabo la Cátedra Extraordinaria Arturo Márquez de Composición Musical, donde el maestro sonorense ha trabajado, en cada una de las dos ediciones, con tres alumnos que preparan bajo su guía nuevas obras, tanto sinfónicas como de cámara.

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El pasado 2 de septiembre, en el auditorio del Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC), los becarios de la segunda edición, Aquiles Lázaro, Liliana Zamora y Esteban Ruiz-Velasco, presentaron sus obras de cámara (aclarando que el concepto es impreciso, tratándose de obras para ensamble mixto de suficientes proporciones para necesitar una batuta que los unifique: quinteto de cuerdas, cuarteto de maderas, trío de metales, piano y percusiones).

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La principal sorpresa ha sido ver el auditorio lleno, la necesidad del público por escuchar la “tinta fresca” de nuestro país (la descripción es del propio Márquez); de reconocer –aun en autores todavía muy jóvenes– hacia dónde va nuestra composición. Lo que también tiene que ver con la actual Dirección de Música por hacer nacer, en el MUAC, un nuevo ciclo dedicado a la creación contemporánea que no sólo no existía así establecido sino que tiene muy contentos a sus funcionarios por el arraigo del que en tan poco tiempo se ha ido apropiando.

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La otra fue la capacidad del maestro para encaminar los propios lenguajes, las diferentes estéticas, las maneras de decir tan individuales y distantes de sus tres alumnos sin forzarlos a caer en la que a él le ha dado tanto reconocimiento. De este modo sigue propiciando las singularidades de cada uno de ellos, pero encausando sus trabajos a buen puerto en materia de forma y balance.

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En general, las principales cualidades de lo escuchado son ésas: el control evidente de la tinta. El balance entre los instrumentos –bien en pasajes camerísticos o en los tutti–, el manejo de las sonoridades y el conocimiento de las texturas posibles, la claridad en la estructura de cada pieza –sea una de largo aliento o una miniatura–, el manejo de la energía –siempre se maneja con naturalidad, hay clímax, hay reposos, no hay desproporciones en la masa sonora, caminan con naturalidad–. Puede haber titubeos en el mensaje (el contenido), quizá son demasiado jóvenes para decidir –o encontrar– el camino en que lo irán diciendo (la voz propia), pero ya saben cómo hacerlo (la forma). No es poca cosa: hay profesores en las escuelas profesionales que no lo han descubierto.

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La comparación es odiosa por naturaleza, pero necesaria por obvia y espontánea:

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El concierto fue de menos a más. Aquiles Lázaro (Puebla, 1989) es el más joven y el que aún tiene más trabajo qué hacer en su búsqueda: sus influencias son evidentes y los tres lenguajes a los que acudió son claramente distantes. Presentó cuatro obras breves: Pirotecnia, miniatura de carácter impresionista, amable sin ninguna “pirotecnia”, caracterizada por la búsqueda del color; dos piezas de inspiración y carácter muy revueltiano: Contracanto, más en texturas y de personalidad más sombría, a la que en las notas escritas por ellos mismos él adopta solamente una larga cita del duranguense, y Ojo de dios, más en ritmos y armonías; y Sueño de una cumbia dominical en la Alameda Central, una deconstrucción sabrosa y madura de un motivo sonero a manera de variaciones.

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Liliana Zamora (Ciudad de México, 1987) presentó Formicidae, un largo movimiento enérgico. Punzante y estridente. Claro en contenido, quizá de lenguaje menos “fácil” (fuera de esta cátedra es alumna del compositor Ignacio Baca-Lobera y se escucha apegada a esa estética), pero también la más avezada en el balance de sonoridades y texturas.

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La pieza más madura, evidente en la presentación de su discurso, y quizá la más “reposada”, fue Paradojas, pieza en cuatro movimientos de Esteban Ruiz-Velasco (Ciudad de México, 1987). Podría decirse que tiene el camino más allanado hacia el encuentro de la voz propia; por ello mismo, su contenido se escucha más fresco, y directo (claridad idiomática que quizá tenga que ver con que la formación primera que tuvo como intérprete).

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La ejecución estuvo a cargo de un ensamble dirigido por Ludwig Carrasco, cuyo desempeño fue limpio pero no destacado. A ella habría faltado compromiso con la música, interpretaciones más enérgicas, un acercamiento menos tímido: evidentemente en mood, pudo brillar más el Sueño de una cumbia dominical en la Alameda Central de Lázaro, lo mismo que por sonoridad, falló el espíritu de la Fanfarria (primer movimiento de Paradojas) de Ruiz-Velasco.

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Ensamble de cualidades variadas, donde lo mismo estaban músicos que en otras ocasiones suelen brillar, como el flautista Aníbal Robles, el clarinetista Jacob DeVries o la fagotista Rocío Yllescas, la sonoridad gris aportada por el trío de metales o el oboísta pesaron más en la interpretación y, seguramente, en la apreciación final de elementos y cualidades plasmadas por la tinta de estos nuevos rostros de la composición nacional.

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FOTO: En esta cátedra, los becarios presentaron obras compuestas bajo la guía de Arturo Márquez. / ESPECIAL

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