Pongamos que hablo de Madrid
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Las evocaciones a las historias y las calles transitadas por los personajes de Pérez Galdós son el ambiente en que una visitante mexicana recuerda sus años de juventud en la capital española, donde vivió sus primeras aventuras con mochila al hombro
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POR MÓNICA LAVÍN
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Celia pensó que aquello no estaba pasando. El taxista se desesperaba porque no daba con la dirección de los amigos con los que se quedaría. Ella repetía la calle, los referentes, Atocha sur, el parque Tierno Galván. Es que todo esto eran fábricas, pero con eso de que construyen y construyen e inventan calles, farfulló el conductor. Después de varias vueltas, el asunto acabó mal. No sólo fue insultada porque cómo se le ocurría viajar sin saber a dónde iba, sino que con todo y maleta la dejó en una esquina en medio de la noche y el desconcierto. En la calle, Celia dejó que la ira, como un polvo revuelto, se depositara, luego se abandonó al olor de la noche, al fresco de octubre y después sonrió. Estaba en Madrid. Encendió el celular por si descifraba la manera de marcarle a sus amigos, pero éste sonó al instante. Como si le leyeran la preocupación. Llegaron enseguida. Estaba muy cerca de su piso. Una urbanización reciente.
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Lo recordaba ahora, tres días después, con el cambio de horario bajo control, mientras caminaba escaleras arriba por la boca del Metro. Desde el primer viaje aquella era una peregrinación obligada. Sí, peregrinación, se dijo al tiempo que en la Estación Banco de España salía a la epidermis de la ciudad. No es que esa fuera la mejor ruta desde casa de sus amigos, pero así era como ella quería reencontrarse con Madrid. Emergiendo de la tierra; sacando la nariz para otear el escenario que su abuela había instalado en la casa de México desde siempre. El Teatro Nacional, Correos, La Cibeles. Como la de la plaza de Miravalle en el DF, insistía la abuela. Celia tomó airé y giró a la derecha: allí estaba la diosa con su carruaje tirando de las riendas como si nada, como si Alcalá y la Castellana y la Gran Vía fueran sus dominios y no hubiera nada que la detuviera, olvidada ya de las piedras con que la habían pertrechado en la guerra civil para que no sufriera daños. Una diosa defendida por los madrileños, por su abuela que no tuvo más remedio que despedirse de ella. La saludó discreta: un aquí estoy Madrid. Tocando base. Mirando a la Cibeles, Celia pasaba de ese Madrid del siglo XXI al Madrid primero, cuando aún era estudiante y su amiga y ella llegaron enmochiladas a la residencia de jóvenes españolas en el barrio de Chueca, que ahora era otra cosa. La ciudad como cebolla mudaba pieles e intentaba sorpresas, pero su señorío y la intimidad, casi provinciana, que sintió Celia la primera vez que estuvo en la capital española, seguían.
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Miró el reloj. La una. A las tres se vería a comer con su amiga. Pero antes el aperitivo. Había que dejar que Madrid entrara por la lengua. Echó a andar ente las calles pequeñas que la llevaban a la Carrera de San Jerónimo que en su parte angosta antes de abrir a la Puerta del Sol conservaba algunos locales antiguos. Pocos. Ninguno como Casa L´Hardy. Celia sentía el golpeteo del corazón mientras abría la puerta del local: de fidelidad decimonónica, aún presumía ser parte de las novelas de Pérez Galdós y paradero de muchos famosos. En la parte alta tenía un restaurante, que Celia ni siquiera conocía, ella iba a lo que iba. Al samovar para verter un caldo de carne en la taza, así de pie, y acompañar un jerez con las croquetas que se extraían a mano de la vitrina de cristal. Su madre había logrado repetir las de la abuela, doradas por fuera y blancas y tiernas y perfectas en el salado toque del jamón por dentro. Comerlas era entonarse con quienes comprendían esa sencilla actividad. Pero esa tarde, las repisas de la vitrina de cristal estaban vacías. Tenían un problema de gas, intentaron amainar su decepción. Pero había emparedados de salmón, dijeron. No quiso quedarse a perder la vista entre los envoltorios de polvorones, chocolates y bombones que llevaban el nombre del negocio. Salió descobijada. El bullicio de la Puerta del Sol, tan piedra de toque como los sitios que había ido recorriendo, no le calentó el ánimo; ni siquiera reparó en el oso y el madroño tan pequeños en su pedestal y tan grandes en las descripciones de la abuela.
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Tomó la calle recta, renuente a abandonar el placer del que la habían privado. Ni el cielo azul intenso que siempre la sorprendía le acallaba el malestar. Sin pensarlo llegó a la Plaza de Oriente. Allí estaba el café del mismo nombre, con su decoración Belle Epoque. Se alegró de su constancia. Se sentó y pidió un vermouth, así lo había hecho desde siempre, con su amiga, sus padres luego, su marido, sus primos, y ahora. Miró el reloj, tenía tiempo para beberlo despacio. Tan despacio como para acordarse del sabor exacto de las croquetas de su abuela, y las de su madre; de la manera en que liberaban en dos mordidas los madrides de los recuentos familiares, los de sus propios viajes. Había olvidado preguntar si al día siguiente habría croquetas en L´Hardy. Pero quién necesitaba tantas certezas. Sólo el taxista malhumorado. Volvería. La promesa de su sabor era suficiente razón.
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ILUSTRACIÓN: Dante de la Vega / EL UNIVERSAL
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